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El hombre de andamio que es víctima de un fatal accidente de trabajo no muere en olor de multitudes sino enterrado bajo los escombros, como los mineros asesinados por el grisú. Aunque es una pena sobre pena –en fin, una pena doble– que este tipo sepultado en algún lugar, bajo ese cerro de dos o tres toneladas de tabiques agusanados, cubiertas carcomidas y vigas de papel con aluminosis, no les quite el sueño a los poetas mientras tarda en aparecer su cuerpo.
Ya sé que su cadáver siempre acaba saliendo a la luz, inmóvil como un muñeco roto y maquillado con ese polvo arcilloso y calizo que espesa la salsa de sangre después un derrumbamiento. Lo mismo que los barreneros muertos dentro de la mina.
Sin embargo, a los mineros de Asturias les dedicó versos impresionantes el poeta cordobés Pedro Garfias y a los de La Unión les han cantado cartageneras inmortales -de esas que ponen la carne de gallina, quiero decir- Perico el Morato, Pencho Cros, Fosforito y hasta el mismísimo Camarón.
De acuerdo, no seré yo quien escriba eso de que no se las merecían o que así da gusto morir aplastado por el peso de la tierra. Pero ¡qué coño! es una pena –doble, insisto– que por los albañiles muertos en esta tierra no vierta una lagrimita-verso ni Dios.
lunes, 27 de abril de 2009
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