miércoles, 6 de mayo de 2009

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos V y VI.

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CAPITULO V: ALGODÓN NEGRO

Una buena definición del Paradise me la dio Mike Guffin, su creador, la noche en que estábamos juntos en el bar-club del hotel escuchando el piano de Roger Brown. En aquel momento tocaba Sodade, esa canción milagrosa de Cesárea Évora capaz de animar a un cadáver de marido para que abra el baile de Año Nuevo con su propia viuda. La voz de Melody Marker se había tomado un respiro y en el local flotaba el aire cálido procedente de un piano tan negro como las manos que lo acariciaban. En otra época, contra aquel músico que acompañaba a la cantante en sus actuaciones dispararon sus desligados naipes muchos pardillos blancos al consumirse la media hora escasa que tarda en vaciarse la cartera de un mal jugador de póquer. Mike esbozó aquella típica mueca suya, como si le acabaran de pellizcar el alma por la espalda, y me dijo:
-“El Paradise es una especie de seguro contra el riesgo de repetir esos errores que todo hombre comete antes de los cuarenta. Para tratarse de un hotel, reconozco que el nombre resulta un tanto presuntuoso pero hay algo en lo que este lugar no tiene nada que envidiarle al cielo; aquí tampoco admitimos a nadie que tenga cuentas pendientes consigo mismo.”


Aunque Guffin había tratado con tipos de cualquier ralea en su vida anterior de hombre de la mafia, su experiencia con los políticos no debió de ser buena. Recuerdo que también comentó de pasada:
-“¿Sabes una cosa? Dejé de creer en los políticos aquella vez que descubrí a dos de ellos, uno del gobierno y otro de la oposición, entendiéndose perfectamente en el reservado de un restaurante mientras en el comedor para el público, un hombre y una mujer, seguramente enamorados y sin la menor idea de que los tenían tan cerca, discutían y se amargaban la velada tomando distinto partido por ellos.”
Aquel fin de semana no quedaba una sola habitación libre en el Paradise. A la clientela fija del hotel -la cantante Melody Marker y su pianista, el gángster Matone y su chica, la actriz Blanche Anderson, el ex-reportero y novelista retirado Gallagher, el misterioso Slater, además de todo el personal que trabajaba allí- se habían sumado un buen puñado de clientes ocasionales que recalaron en el establecimiento durante el fin de semana para desintoxicarse. Ya saben, la clase de gente que va por la vida diez o doce pasos por delante de sus propios pies buscando una meta, hasta que un buen día descubre que se la ha dejado atrás porque no supo reconocerla cuando pasó ante ella.




Muchos se encontraban en el bar, dejándose llevar por los acordes que brotaban de aquellos dedos de algodón negro que eran lo mejor y lo peor de Roger Brown. Cuando los ponía sobre las teclas no sólo salía música. Si el local hubiese estado atestado de tiburones -esos peces gordos que disponen de dos sentidos más que las personas, según me contó una vez el periodista Gallagher-, la clientela hubiera podido captar perfectamente cómo en la música del artista se depositaba el cicatrizado poso generacional de cuantos nacieron en una plantación con capataces que practicaban el tiro al blanco al revés, disparando sobre cualquier negro fugado al que descubrían desfallecido sobre la nieve. Sin duda, en aquellos sonidos seguía dibujándose el garabato de la quemadura con hierro candente que marcara la piel de los esclavos del sur y la posterior alegría de sus familias libertas por la elección del primer alcalde negro en algún pueblucho perdido del norte. Uno diría incluso que a los clientes del bar-club del Paradise esa noche se nos apareció -disfrazada de estribillo de blues- esa expresión sabia y compasiva que el actor Morgan Freeman dibuja en su rostro cada vez que se cruza con la tragedia de cualquier prójimo de otro color en una película. Aquel pianista transmitía muchas cosas. Especialmente, cuando Melody hacía un alto y dejaba de cantar a la soledad con una voz levísima del mismo color esmeralda que sus ojos de gata.



El piano de Brown dejó de sonar y Marion Barnes se acercó hasta nosotros. Era la jefa de camareras del hotel y tenía la noche libre. Marion también era la dueña de claves en el turbio pasado de Mike, así que le trataba con esa confianza que sólo puede darse entre viejos compinches en asuntos de amor y muerte. Llevaba puesto un vestido de tirantes color champán, muy escotado y a juego con su cabello cobrizo. Me pareció tan hermosa que incluso la cínica sonrisa que traía puesta hacía su boca mucho más atractiva. Nos saludó con un gesto a ambos pero sólo deseaba hablar con su patrón:
-“Escucha, Mike: no entiendo cómo permites que ese pianista negro siga tocando una música llena de remordimiento. A mí me recuerda otro tiempo y otro lugar; cuando lo único caliente que entraba en el estómago de aquellos muertos de hambre a los que visitabas para ajustarles las cuentas era la bala de plomo que les disparabas a la barriga.”
Mike sonrió y habló con la tranquilidad de los que se presentan totalmente curados de espanto a la cita con la segunda mitad de su vida:
-“Tranquila, encanto” - Le contestó a Marion - “A la mayoría de nuestros clientes esta música apenas les dice nada. Fíjate bien en ellos, se trata de gente sin pasado. Y, si lo piensas bien, quizá sea una ventaja. Corren tiempos en los que lo único que vale la pena recordar es el futuro.”




CAPITULO VI:EL HIJO DEL PADRINO

Andy, el botones-ascensorista del Hotel Paradise, apenas había cumplido los veinte pero ya se adivinaba en él ese estilo generacional de los Michael Corleone que hoy manejan el mundo desde la sombra. Tipos que acaban descubriendo las ventajas de la reconversión de delitos clásicos en negocios perfectamente legales emparentados con el poder político. Ya saben, lo de pasar suavemente del control sobre las apuestas clandestinas, el contrabando de licores y la trata de blancas -donde al cadáver del rival se le enterraba en el cieno del puerto con la lápida de mármol colgada del cuello- a dirigir grandes actividades empresariales sin sangre y al calor de la legislación vigente. Recalificaciones de terrenos, opas hostiles amparadas por los gobiernos, concesiones de servicios públicos; menudencias así. El propio Andy me reveló sus intenciones la primera vez que se hizo cargo de mis maletas camino de la habitación:
- “Yo manejo este ascensor con la misma seguridad que un comandante de vuelo conduce el Boeing 747 que le han confiado. Y el jefe lo sabe. Lo que ignora el señor Guffin es que algún día seré más grande que él pero sin esas hipotecas de conciencia que le mantienen esposado a las viejas amistades. Debe de ser cosa de esta sangre bastarda que me corre por la venas, la misma del vejestorio que tiene reservada en exclusiva la última planta de este hotel. Resulta patético verle usar como muleta a esa rubia explosiva que debería ser su nuera. Estoy seguro de que ella me preferiría a mí como piloto para su cama.”

Sin duda, Andy no ignoraba que su puesto de trabajo era un enchufe del progenitor y padrino a su hijo natural otro favor más del dueño del Paradise a su antiguo jefe Matone, pero en el ambicioso libro de cuentas personales de aquel subalterno con ademanes de almirante no existía la columna del Debe. A poco que uno se fijara, se advertía enseguida que tanto él como el recepcionista Peter Ngu encajaban en ese modelo de vástago cuya fuerza interior no procede de un padre perteneciente a la estirpe de Conan el Bárbaro. En realidad, lo de ellos parecía más bien energía atómica; ese gen del verdadero sexo fuerte que sólo es posible heredar por vía materna. La madre de Andy fue una inmigrante siciliana llamada Bettina Catassi que murió a los pocos minutos de parirle. Aquella mujer se presentó en Nueva York igual que Cleopatra ante Julio César, envuelta en una alfombra. La descubrió el propio Frank escondida en la bodega de uno de sus cargueros con bandera panameña, mientras inventariaba una partida de vino de Calatrasi que venía de Siracusa con destino al mercado negro. En aquel tiempo el gángster empezaba a consolidar su carrera dentro de la “cosa nostra” gracias a un sonoro braguetazo con la hija única de un senador de New Jersey, tan fea como rica por parte de madre. Lo malo es que se enamoró de Bettina en cuanto la vio y antes de que aquella hermosa muchacha italiana aprendiera a decir good bye en lugar de ciao, ya se había convertido en la “otra”. No tardó en llevar al futuro Andy dentro del vientre mientras la legítima se desesperaba con su dedo dentro de la alianza de matrimonio. El mismo día en que Frank quedó viudo por culpa de una sobredosis de Chanel número cinco que se llevó a la tumba a la hija del político, a la embarazada Bettina se le complicaron las cosas en el parto. La amante de Matone se puso tan firme ante la muerte que la funcionaria de la guadaña tuvo que resignarse y esperar hasta que aquella primípara terminara completamente su trabajo y diera a luz un bebé sano con los ojos grises clavados a los del padre doblemente viudo.

Cuando llegamos a la puerta de mi habitación, el botones soltó las maletas y recogió la generosa propina que le ofrecí. Luego fijó sus ojos en los míos sin mostrar la menor señal de agradecimiento pero en aquella mirada pude advertir la tenebrosa paciencia con la que un iceberg agazapado entre la niebla esperó al Titanic la noche del catorce de abril de mil novecientos doce.
-“Este muchacho no durará mucho aquí” - Me comentó Mike horas más tarde - “Lo justo hasta que crezca lo bastante como para estar en condiciones de robarle la novia a su propio padre. Sospecho que Andy va a ser de los que triunfan ahí fuera, en algún sitio legal de esos donde las mujeres besan con la uñas y la valía de un hombre se mide únicamente por el daño que puede hacer a aquellos para quienes ha estado trabajando.”



Mike Guffin me contó que el capo Matone había aprovechado su refugio en el Paradise para hacer testamento. En un momento de debilidad, cuando le apareció sangre en la orina por primera vez, decidió disponer el reparto de sus bienes a partes iguales entre su joven amante Roxie Ball y aquel hijo natural vestido de uniforme con botones dorados y raya roja en el pantalón. Por supuesto, para que fuese efectivo a partir del día en que sus pulmones se vaciasen de humo para siempre, ni un segundo antes. Aquel gángster, al que la prenda que mejor le sentaba ya no era la metralleta sino una colilla de puro casi apagada, no les había dicho nada a ninguno de los dos. En sus buenos tiempos, Frank fue un hombre implacable, uno de esos tipos duros que no tienen el menor problema para beberse una piedra de medio kilo con una pajita. Y esa gente suele ser partidaria de que la juventud incapaz de apreciar el valor del dinero caído del cielo aprenda antes a quitarse la sed tragando dos veces la propia saliva. Una vez, mientras Roxie bailaba en el centro de la pista con su propia sombra como pareja, aquel fulano empapado de crímenes que se había escondido en el Paradise para que no le encontrase la sensación de culpa me confesó de pronto:
-“Te daré un consejo; Nunca confíes en el bote salvavidas de una patera porque no existe. Esa ha sido mi regla número uno. Y convencer de lo contrario a mis enemigos, la número dos. Con ese par de principios, un hombre sin demasiados miramientos puede llegar tan lejos como le permita su futuro cáncer de próstata.”
Viéndole en compañía de la veinteañera rubia que llevaba silicona bajo el collar de esmeraldas me acordé de aquellos curas con sobrina de antaño. No sé si la chica estaba allí para cuidar al viejo o para alegrarle lo poco que le quedaba de vida. Con Andy, el mafioso Frank era mucho más frío. Le trataba como si fuera el chico de los recados. Una mañana en que coincidimos los tres en el ascensor, la cabina empezó a subir y el padrino le dijo al hijo no reconocido:
-“Oye, muchacho ¿quieres ganarte cuarenta dólares?
-“¿A quién hay que matar, señor Matone?”– Respondió Andy.
-“Sólo tienes que traerle a mi chica dos docenas de rosas rojas porque hoy cumple ese mismo número de años” – Le contestó el gángster, señalando al techo con aquel puro tan menguado y crepuscular como él mismo - “Recuerda, han de ser rosas rojas; las mejores que encuentres en la floristería.”
-“De acuerdo, señor” – Remachó el joven ascensorista – “Pero eso le costará doscientos dólares. Cien para las flores y cien para mí. Con ese dinero pienso invitar a cenar a una chica que está harta de recibir todos los años flores del mismo color de su futuro ex-novio.”

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