martes, 12 de mayo de 2009

EL OGRO DORMIDO

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Parece ser que aquí, en esta España de veinticinco años después de hace veinticinco años, no hay manera de que cerremos el último capítulo.

Mal asunto. Se suponía que el principal valor de un hombre de acción era esa cierta elegancia moral para evitar exhibiciones de la propia trayectoria; sobre todo, en público. Y que se debe evitar la fea costumbre de darle demasiadas vueltas al pasado no vaya a resultar que despertemos el dormido afán de las revisión crítica que te hace salir de protagonista en una biografía desmitificadora.

Alguien agarra tu imagen de valeroso héroe, construída –confesémoslo sinceramente– gracias a un par de favores de nuestro amigo Photoshop y te la dejan convertida en felón acobardado.

Hay un espléndido relato de Jorge Luis Borges que el director de cine Bernardo Bertolucci llevó al cine con el nombre de “La estrategia de la araña”. En él, el escritor argentino reflexiona acerca de un viejo asunto: no hay en la Historia ningún grupo de héroes entre los que no se haya camuflado, como uno más, el traidor. Claro que Bertolucci no es más que otro superviviente –un renegado, dirían algunos– de ese siglo XX que ha estado lleno de pequeñas maniobras disfrazadas de grandes revoluciones.
Miro a mi generación –que tanto presume de haber cambiado España– y me pregunto si no habrá un exceso de medallas por méritos pasado cubriendo nuestras pecheras; si buena parte de ese éxito no pertenecerá a otros que callan por humildes o por muertos.

Sin duda, en los últimos cincuenta años hemos avanzado casi siete siglos pero el honor tal vez no sea tanto de nosotros, los laureados, como de nuestros progenitores, a los que tanto se acusara en tiempos de no querer meterse en líos. A los luchadores de los años sesenta y setenta, tibios o candentes, qué más da, quizá sólo nos corresponda una parte de esa gloria del tamaño de las porciones de quesitos El Caserío.

Creo que el verdadero mérito lo hemos tomado “prestado” de la generación anterior – la de nuestros padres–, unos seres tan sacrificados y hechos a la renuncia que ni siquiera se han enterado del secuestro de ese protagonismo.

La inmensa mayoría de las conquistas sociales y económicas sobre las que nuestros diferentes héroes de la etapa democrática ponen el pie para fotografiarse una y otra vez –igual que el cazador planta la bota sobre el cadáver de su presa– puede que sean conquista ajena.

Así que, por una vez y sin que sirva de precedente, entre la verdad y la leyenda, vamos a quedarnos con la verdad: la de que fueron nuestros padres quienes trabajaron realmente para cambiar España, en silencio y sin alborotos, gracias al desarrollo económico y cultural. Que a lo mejor resulta que hace avanzar el mundo con menos ruido pero mucho más deprisa que las pancartas y las consignas.

Sé que los verdaderos titanes de esa epopeya nunca van a reclamarnos nada –ni siquiera nos reprocharán que los hayamos enterrado cubiertos con la injusta bandera del conformismo– pero ya va siendo hora de que les reconozcamos la enorme deuda que los “héroes oficiales” tienen con ellos.

Uno tiene la teoría de que sobre el lecho del relativamente glorioso pasado personal de cada cual descansa una especie de ogro dormido; algo así como un cíclope traspuesto en su cueva, por culpa de la embriaguez de la gloria. Y es que la gloria embota mucho los sentidos.

No he preguntado a mis amigos forenses sin se han topado alguna vez con el cadáver de alguien que haya muerto realmente de éxito pero la vida me ha demostrado que el empacho de triunfo emborracha todavía más que el orujo de Herrera del Pisuerga.

Sergio Coello

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