martes, 12 de mayo de 2009

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos VII y VIII.

CAPITULO VII: EL AMA DE CLAVES.

Marion Barnes, la jefa de camareras del Hotel Paradise, había conocido a Mike Guffin veinte años antes de que éste se convirtiera en el dueño del establecimiento. Entonces ella sólo era una corista con las piernas de Cyd Charise que escribía versos en el espejo con su lápiz de labios y Mike un hombre que nunca había sido niño y realizaba turbias tareas a sueldo del mafioso Frank Matone. Ya saben , esa clase de trabajo en el que es preciso evitar la presencia de testigos. A veces, sin que se enterara su patrón ni tampoco la destinataria, echaba un puñado de dólares en el buzón del portal con el nombre de la viuda. Entonces su sangre le tomaba las curvas en las venas a la misma velocidad que lo hacen los fórmula uno en las Quinientas Millas de Indianápolis. En aquel tiempo, Guffin se sentía como si fuera una especie de barco de carne y hueso con alergia a las bocanas de los puertos. Dormía cada noche con una mujer distinta a un lado y la misma pistola de siempre al otro. Su frase favorita era:
-“El cigarrillo de medianoche no sólo sirve para calmar los nervios, su lumbre también puede ayudarle a un hombre a iluminar su propio camino en la oscuridad.”


Todo el que haya cumplido el suficiente número de años se dará cuenta de a qué época me refiero. Días y noches en la que no se concebía el amor sin riesgo y no era raro alcanzar el éxito -aun sin haber nacido en una buena cuna- si uno optaba por buscarle las vueltas a la ley. Naturalmente, siempre que se tuviera la suerte de cara y la policía continuara llegando, como siempre, sospechosamente tarde a la escena del crimen. Marion se cruzó con Mike una madrugada de aquellos años en el momento justo, cuando él bailaba solo y borracho un rock and roll en el borde de un acantilado cercano a la playa de Santa Mónica. Acababa de cumplir un encargo un poco más sucio de lo habitual y la presencia de aquella mujer joven y hermosa le sentó como una taza de café después de una buena ducha. Ella venía de pasar por algunas experiencias de esas que te hacen madurar de golpe, igual que madura un recién llegado al salvaje oeste cuando le cuelgan de un árbol a la entrada del pueblo y después le preguntan si ha sido él quien ha estado robándole últimamente las reses al ganadero más poderoso del lugar. La Barnes había pasado de asustarse un poco al cumplir los trece -con la sorpresa de la primera regla adolescente- al agobio constante de los años posteriores en los que fue perseguida por un ex-novio obsesivo y estúpido como el marido de Thelma, la de Thelma y Louise. Aquel fulano que pretendía hacerla feliz amarrándola con una alianza de oro y un puñado de costillas a la barbacoa de los sábados por la tarde, a la crema de cacahuetes y a la celebración anual del día de Acción de Gracias. En su escapada, menos alquilar sus esplendidas curvas para que patinaran en ellas esos fulanos zafios que abrazan a las mujeres con las pezuñas, la solitaria Marion hizo de todo. A la mañana siguiente de su encuentro con Guffin en el acantilado, y una vez sobrio, éste le agradeció el detalle alquilando para ambos un apartamento pequeño y limpio junto al puente de Brooklyn en el que era imposible hacer el amor de pie en la cocina sin retirar antes la mesa plegable. Desde entonces fue la chica de Mike. Aprendió a no hacer preguntas cuando aquel tipo atractivo que vivía con ella sólo a ratos salía de noche con un bulto sospechoso bajo la chaqueta a la altura del corazón. El caprichoso trazado de las carreteras de la vida los separó cinco años más tarde en una cruz de caminos pero el azar volvió a juntarlos, profesionalmente, veinte años después en la apertura del Paradise. Entre la despedida y el reencuentro, Marion Barnes conoció otros hombres y todos se le fueron quedando pequeños. A los pocos meses de vivir con ellos, le encogían como esos vestidos malos que venden en los mercadillos. Siempre fue la primera en atreverse a decir que una pareja no puede resignarse simplemente a compartir el mal aliento de cada mañana. Cuando llegaba ese día, Marion hacía su maleta y cambiaba de aires, de trabajo y de amores.


Se volvieron a ver por casualidad y Mike le propuso a Marion que aceptara el puesto de jefa de camareras cuando aquella mujer había crecido tanto por dentro que ya no le quedaba en el corazón ni medio gramo de inocencia. Sabía que ni siquiera el mejor nadador del mundo tiene la menor posibilidad de conseguir una medalla olímpica cuando se lanza a una piscina llena de cemento fresco, así que se limitó a responderle:
-“Acepto, Mike. Con una condición, nunca me pidas nada que ya hayamos hecho tú y yo en el pasado. Odio las segundas oportunidades; sólo sirven para confirmar que las mujeres nos enamoramos incluso más de una vez del hombre que menos nos conviene.”
A diferencia de la actriz Blanche Anderson y la cantante Melody Maker, que aún se aferraban a lo más hermoso de su pasado, Marion nunca tuvo vocación de artista. Siempre fue una chica todo-terreno; una mujer de esas que tiran para adelante incluso cuando conducen marcha atrás. Se sentía relativamente orgullosa de no haber sido jamás un patito feo de los que acaban transformándose en cisnes con el cuello en forma de signo de interrogación para fijarse sólo en la gente que les arroja de bombones para arriba al agua del estanque.


Milagrosamente, tampoco tenía ese aire de mujer amargada que disfruta con el sufrimiento del hombre más cercano a ella. Si alguna vez tuvo que tragarse las lágrimas lo hizo siempre en vaso largo, con un par de cubitos de hielo y un poco de Jack Daniel’s. Veinte años después aún era una mujer apetecible. De hecho, un par de semanas antes había recibido una proposición bastante decente de un despistado petrolero de California que recaló en el hotel por error intentando llegar al Cesar’s Casino de Las Vegas. Marión rechazó la oferta de aquel tipo forrado de pasta después de pasar la noche con él en la única suite del Paradise:
-“Lo siento, esto ha sido todo” - Le dijo Marion a aquel hombre rico que la trató espléndidamente bien en la mesa y en la cama - “No creo que volvamos a vernos. Dentro de algún tiempo me lo agradecerás, cuando lo único que te recuerde a mí sea el cargo de esa factura del hotel que te acabará pasando el tiempo por haber permanecido una noche en este lugar al que jamás hubieras llegado por propia iniciativa.”



CAPITULO VIII: ALMA DE REVÓLVER.

Decía el gángster retirado Frank Matone que su final coincidiría con el comienzo de un mercado de consumo donde sólo se iba a vender un producto: la carne humana fresca. Aunque en sus buenos tiempos el mafioso Matone estuvo a punto de ser homenajeado por las compañías de pompas fúnebres en agradecimiento a su valiosa aportación de clientes al negocio, ahora se sentía inútil y pesado como una pistola con el cañón requemado por el uso. El Paradise no era nada más que el lugar al que le había conducido su particular senda de los elefantes. Solía lamentarse de que la inmadurez era una especie de inocencia bienintencionada frente a las apariencias de las cosas y las palabras -propia de quien todavía no es enteramente hombre o mujer- se estaba adueñando de un mundo que ya no consideraba suyo.


Recuerdo una noche en que nos hallábamos sentados en el bar-club junto al dueño del Hotel Paradise, Mike Guffin, el que fuera sicario a sus órdenes y ahora era dueño del establecimiento donde ahora se alojaba -o escondía- aquel padrino. Un padrino al que odiaba un botones ahijado por él que, además, era hijo natural suyo. En ese momento Melody Marker cantaba He’s my guy (“Él es mi tipo”) con aquellos ojos de color esmeralda que iban mucho más allá de la letra y la música. De pronto, Frank nos dijo:
-“Cuando se es joven no hay manera de escapar de ese sarampión que consiste en creer que las averías del mundo se arreglan con un martillo y un destornillador. Uno se cura de todo eso después de verse obligado a echarle un par de pulsos a la vida y salir perdiendo. Sospecho que los chicos de ahora lo tienen más difícil que nosotros porque están indefensos frente al fracaso y no sé si sabrán sobrevivir a él. Creo que la culpa es de esos gimnasios modernos; son tan blandengues que les pagas para que te enseñen boxeo y sales de allí habiendo aprendido únicamente la parte de las posturas.”


Aquella noche Mike no estuvo demasiado de acuerdo con su ex-jefe pero no llegaron a discutir, quizá porque el director-gerente del Paradise venía de un mundo donde jamás se discutían las opiniones del que te pagaba y sabía que cuando las cosas no te gustan la solución es relativamente sencilla: poner más de mil kilómetros de distancia entre las cosas y tú. También quizá porque no presentía tan cercano su fin. Sin embargo, a aquel viejo capo no le faltaba parte de razón. Opinan los que se dedican a cantar aquello que han perdido que lo peor de la inmadurez es que ésta se ha convertido hoy en el punto más brillante del currículum de cualquiera. Que ha calado hondo en todas partes la idea de que las grandes aventuras y los cambios radicales en la vida sólo pueden ponerse en marcha antes de que el espejo te traicione mostrándote la primera arruga. Es como si se nos hubiera echado encima una epidemia de toallas arrojadas al suelo del ring antes de que el sonido de la campana anuncie el fin del primer asalto porque uno ve demasiada gente anclada en el suelo como si fueran estatuas a pesar de que todavía no han pasado de la primera mitad de su vida. Tipos que caminan inmóviles por las calles con las manos cruzadas sobre el nudo del ombligo y esa mirada de ojos cerrados por una mano ajena tan propia de los cadáveres dentro de sus ataúdes.


Lo bueno del Paradise es que allí podían verse un puñado de hombres y mujeres desobedientes a esa regla no escrita, según la cual los cambios de dirección personal tienen fecha de caducidad limitada. Un buen ejemplo podría ser el propio Guffin. Al filo de los cincuenta, había dado un golpe de timón y su mano derecha pasó de fabricar viudas dándole gusto al dedo sobre el gatillo a firmar facturas de proveedores honrados y palmear espaldas de viejos amigos a los que trataba como si fueran de verdad sus clientes favoritos. O huéspedes fijos como la cantante Melody Marker, la actriz Blanche Anderson, el pianista Roger Brown o el escritor Paul Gallagher, que también pasaron de ser peones o alfiles movidos por una mano con hilos de los que pendían sus cabezas a convertirse en espectadores de esa partida de ajedrez que juegan otros con el mundo por apuesta. En este sentido, el caso más interesante me pareció, sin duda, el gángster Matone. Aquel capo tenía alma de revólver. En lugar de cumplir años, había ido marcando muescas en la culata de su mente hasta que se le ablandó el cañón de más abajo. Su frase favorita era la respuesta que le da Burt Lancaster a Lee Marvin en la película Los profesionales cuando están en la secuencia del desfiladero. El canoso actor de Doce del patíbulo recuerda que lo mejor de las revoluciones es que en ellas uno entierra a muy buenos amigos y entonces Lancaster remacha:
-“Y a muy buenos enemigos.”


Frank citaba ese diálogo de cine cada vez que recordaba el largo camino que había recorrido, un camino con las cunetas llenas de padres de huérfanos por decisión personal suya. Ahora empezaba a verle las orejas al lobo. Todo lo que poseía era una fortuna inmensa, los primeros síntomas de una enfermedad terminal, un hijo bastardo que le despreciaba y aquella amante que podía ser su nieta y a la que mantenía sujeta a su lado gracias a unas esposas de platino y diamantes. Con ella únicamente podía practicar el amor platónico, no le quedaba fuerza para otra cosa. Ya ni siquiera le divertía que una legión mixta de perseguidores llevase años husmeando su rastro por los cinco continentes; una gavilla de fulanos con dientes de rottweiller que se había lanzado a cazarle, y que estaba compuesta al cincuenta por ciento por agentes del FBI y sentimientos personales de culpa de oscura raíz judeocristiana. Lo más impresionante que le escuché decir a Frank Matone fue:
-“Soy un hombre cansado y enfermo. Tengo el cerebro lleno de recuerdos buenos y malos, de promesas incumplidas y de remordimientos. Muchacho, mi corazón es una mezcla de los de la ballena Moby Dick y del capitán Acab, veinte páginas después del final de esa novela.”

(Continuará…)

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