martes, 1 de agosto de 2017

TIERRA DE NADIE (13)

13.- ELOGIO DEL VENTILADOR DE TECHO

  Ahora, que llega el verano con sus carreteras de asfalto convertido en salsa espesa en ebullición y con los bosques y montañas cubiertos de nieve en llamas, lamento de nuevo que el cielo haga de España una especie de barbacoa gigante con brasas incombustibles que se extienden desde el Puerto de Pajares hasta el Peñón contrabandista de Gibraltar. Aquí, en Alcalá de Henares, a las cuatro de la tarde de cualquier día de julio o agosto, el sol reluce con el resplandor de aquellos altos hornos de antes donde se amasaba el acero, aunque sin su viejo fuego productivo. Como manchego de pura cepa, además de alcalaíno de adopción, amo el ritmo de la lluvia, el de verdad y el de aquella canción francesa de los años sesenta. Por eso mismo reniego de los veranos de mi infancia, tan llenos de sol y moscas. Prometo que éste será el segundo y último verano que pase lejos de Gijón, a cuyo “orbayu” astifino, frecuente pero no sistemático, proceso una devoción casi religiosa como a tantas otras cosas de Asturias.   



   El caso es que en este mes de julio me da no sé qué mirar esos cerros alcalaínos sobre el río Henares, con su pelusa amarilla y abrasada sobre una tierra del mismo color que se le pone al ladrillo refractario cuando lleva mucho tiempo lamido por la lengua del fuego. Por eso prefiero cerrar los ojos y ver dentro de mi cabeza aquellos ventiladores antiguos colgados del techo de los casinos; unos ventiladores de tres aspas gigantes que giraban a una velocidad razonable --como la de los molinos de viento cervantinos, más o menos— removiendo el aire caldeado de los locales.
     Los ventiladores grandes de mi niñez y primera juventud batían sus alas al mismo ritmo que el bayón de Silvana Mangano y los timbales de Pérez Prado; y bajo su trébol inquie­tante cuajaron no pocas amistades y muchísimos desen­gaños amorosos. Que tire la primera piedra el jubilado de mi ge­neración que no guarde todavía en la memoria, grabada a fuego, la imagen de Janet Leight en blanco y negro, tumbada sobre la cama de aquella pensión mexicana de mala muerte en la película Sed de mal, de Orson Welles. La rubia Janet, en penumbra, me­dio desnuda y  con la piel llena de perlas de sudor, parecía esperar la muerte o el beso pegajoso de Charlton Heston --su marido mexicano y policía-- mien­tras contemplaba absorta las sombras alargadas de los brazos mecánicos girando sobre su cabeza y reflejándose en el techo. Ya no quedan ventiladores así. Bueno, ni chicas como ella. A unos y otras se los ha tragado el progreso, como tantas cosas que hemos acabado echando de menos todos los que un día creímos que el progreso era inocente e inocuo.
   Ahora venden unos ventiladores enjaulados --como si estuvieran locos-- que giran a una velocidad frenética y lanzan contra la gente sus huracanitos de quita y pon. Esa es una forma como otra cualquiera de acabar con los pies calientes y la cabeza fría. También he visto mini-ven­tiladores de bolsillo que funcionan con pilas y que algunos pase­antes llevan en la mano, por la calle, para refrescarse las ideas. Igual que si hubieran contratado un moscardón para que les zumbe alrededor de la cara, que es la máscara --y casi nunca el espejo-- del alma.

    También existe el aire acondicionado, claro, pero no es igual. El aire acondicionado te deja en la habitación una temperatura de paraíso perdido a cambio de arrojar a la puñetera calle –quiero decir al amado prójimo paseante-- ese aire calentorro del desierto del Sáhara que todo local abarrotado teje alrededor de sí mismo. El compresor es como una maleta inmóvil con el vientre lleno de circuitos y ciclos de Carnot invertidos: carece de misterio. Dentro de esos aparatos no hay nada propio de nosotros mismos que explique por qué hemos llegado a cualquier lugar demasiado caliente, huyendo de algo o de alguien.

     Parece mentira que seamos nietos de aquellos segadores de posguerra y de unas mujeres que luchaban contra el infierno franquista del verano gracias al movimiento de un abanico decorado con moti­vos flora­les y puntillitas negras. Cuando oigo a algún loco llamar decadencia a esto de ahora, me pregunto si no llevará su punto de razón.

sábado, 3 de junio de 2017

TIERRA DE NADIE (12)

MUJERES


    Cuando era más joven e impulsivo cambié la comodidad de un internado con beca de universitario laboral, primero en Córdoba y después en Alcalá de Henares, por la escuela de la vida. Esta vida consistía en ocho horas de trabajo diarias de lunes a viernes, en una compañía multinacional norteamericana, seguidas de otras tantas de clase en la escuela de Ingeniería Técnica de Telecomunicaciones que estaba situada entonces en el madrileño barrio de Salamanca. Quiero decir que, como tantos, a los veintidós años yo también estaba convencido de que la seguridad en uno mismo y la juventud son la misma cosa. Con el paso del tiempo he ido acumulando años y dudas. Especialmente, sobre aquellas supuestas verdades que entonces me había tragado enteras, sin masticar, hasta que su pesada digestión me hizo reflexionar sobre ellas. Ahora procuro huir de todas las generalizaciones que se hacen sobre las personas y que están  basadas en su clase social, su profesión, sus creencias, su ideología y su lugar de nacimiento. También en su sexo. Cuando escucho a mi alrededor que sólo hay dos clases de mujeres --las guapas y las feas-- me acuerdo de tantas de ellas que la literatura, el cine y la vida nos han hecho conocer, Mujeres que no eran ni bellas ni adefesios, sino algo mucho mejor: interesantes.


Barbara Tyler
    Bárbara Tyler, por ejemplo. Bárbara aún no había cumplido los cuarenta y en sus ojos se podían leer ya todas esas cosas que ha experimentado únicamente esa clase de mujer que tiene el arte de la concentración. Ya saben, ese tipo de chica que es capaz de vivir un par de siglos en menos de cuatro semanas. Bárbara era atractiva, millonaria y viuda --por ese orden-- y, precisamente, porque una cosa la había ido llevando a la otra. Le gustaba resolver los problemas de dos en dos. En medio del funeral de su anciano marido contrató a un par de cirujanos plásticos de mucho prestigio --amigos del muerto-- para que le quitaran un puñado de años de encima. Mientras dos docenas de cadetes procedentes de la academia de West Point  tocaban “Dios salve a América” en honor de aquel fiambre ex-millonario, su viuda ultimaba detalles en relación con la calidad de la silicona que le iban a implantar. Acababa de perder al marido por culpa de un infarto de miocardio, que ella misma le había provocado al pasarse de rosca con un beso de tornillo. Los médicos esteticistas quedaron tan satisfechos de su trabajo en el cuerpo de la Tyler que, después de darle el alta, se le ofrecieron personalmente como guardaespaldas. Para proteger la propia obra, dijeron. Bárbara los rechazó. Sabía que cada vez que le apeteciera lo que suele venir en las películas después de la última copa de champán, ella tendría a su disposición una legión de jovencitos bien armados; muchachos con ganas de esa clase de guerra cuerpo a cuerpo que se salda con la derrota gozosa de ambos ejércitos en un campo de batalla cuyo suelo son unas sábanas de seda. De Bárbara Tyler me contaron que una vez en el Batton Rouge, por esas casualidades que hacen cruzarse una sola vez en la vida a un Rolls Royce amarillo con un serpa tibetano, alguien la escuchó decir:

-“A partir del medio siglo los hombres se vuelven demasiado frágiles. Apenas soportan que una mujer los agite un rato dentro de la coctelera. A estas alturas de mi vida, lo único interesante que puedo esperar de cualquier tipo que no sea joven es que me dedique por escrito el contenido de su testamento. Si prefiero a los veinteañeros es porque la edad convierte a los hombres en  bultos. Mi último marido, sin ir más lejos, se sentaba en el salón para ver un partido de fútbol en la tele y ya no había manera de distinguir dónde acababa la piel del sofá y dónde empezaba la de su culo.” 

Rossy Sedanke
     Rossy Sedanke, en cambio, era una finlandesa de Turku que tenía el atractivo abismal de las diosas paganas. Bailar con ella un fox-trot era como tocar el cielo con las yemas de los dedos de los pies. Una cita con aquella chica de ámbar báltico encerraba mayor peligro que atracar la caja del Pentágono el día de pago a los generales del Alto Estado Mayor. Bobby La Cava --un matón a sueldo que enfriaba sus güisquis con pólvora congelada-- invitó a cenar a Rossy una noche y se acabó ahorrando el pago de la elevadísima factura en el restaurante porque no llegó vivo al segundo plato. Murió de un disparo que su asesino le hizo a la gabardina de Bobby creyendo que él estaba dentro. La separación entre aquel rufián y su prenda para protegerse de la lluvia no le sirvió de nada a la hora de conservar la vida. Como el escote de la Sedanke se daba un cierto aire al cráter de los volcanes que hay en la isla de Java, el forense se hartó de mirar dentro y luego echó un vistazo desganado al cadáver de Bobby antes de decir:   

-“El disparo a la gabardina no ha interesado a ningún órgano vital pero el agujero en la tela se le ha complicado a la víctima con un beso que le estaba dando su compañera de mesa. La mezcla de ambas cosas es la que ha resultado mortal de necesidad” 

Cathy Mc Guire
       Cathy Mc Guire no era guapa pero le sentaban fantásticamente los vestidos cortos y ajustados. Se movía con tanta soltura dentro de ellos que a los semáforos se le ponían los ojos rojos cuando la veían venir desde lejos. Cathy era una mujer capaz de mostrar confianza en sí misma, incluso colgando de la cuerda de un patíbulo. Ya saben, todo lo contrario de ciertas chicas de ahora que a decidirse entre pedir un agua mineral o una Coca Cola ellas lo llaman “enfrentarse a una angustiosa alternativa vital”. Linda Savanah, sin embargo, era exhibicionista y desconfiada. Una vez le preguntaron unos encuestadores qué opinaba del divorcio y antes de responderles les pidió tiempo muerto para consultar la respuesta con su abogado. Resultaba tan llamativa que sus escapadas del hogar eran, en realidad, entradas triunfales en la calle. Le sobraba el dinero pero no perdonaba ni las vueltas de una limosna. Controlaba tanto los gastos personales que sus manos ajustaban cuentas entre sí antes de hacerse mutuamente la manicura. Pedirle un favor a Linda sin un fajo de billetes de por medio resultaba tan absurdo como pretender hacer una hoguera con dos paletadas de nieve. 

    Ya no se ven mujeres así en ningún sitio. No las hay en el cine que se hace ahora, ni en la literatura que se  pliega a la moda editorial. Y mucho menos en la vida.  La lluvia fina de las leyes contra la libertad individual y las diferentes cadenas de montaje educativas para manufacturar “hombres y mujeres de serie” –con los mismos gustos, los mismos defectos, las mismas virtudes y los mismos sueños-- han acabado domesticando a los pocos seres humanos sueltos que aún triscaban hierba en las praderas y galopaban sueltos en busca de un horizonte móvil, simplemente por el placer de galopar sin riendas y sin jinete. 

domingo, 2 de abril de 2017

TIERRA DE NADIE (11)

DOS SORTIJAS Y UN FRASCO DE PERFUME

    El lujo tiene estas cosas. Un pequeño detalle de marca llega mucho más lejos que cualquier tragedia personal, por larga y dura que sea. Los secuestradores de la periodista francesa Florence Aubenas le regalaron dos sortijas y un frasco de perfume horas antes liberarla junto a su guía iraquí Hanoun y después de pasar ambos ciento cincuenta y siete días encerrados en una covacha. A las pocas semanas del rapto, uno de sus guardianes les dijo “hemos preparado regalos para vosotros" y después de haberles obligado a permanecer durante cierto tiempo en cuclillas y en la oscuridad les ofrecieron un par de sillas. Era la primera vez que se sentaban desde el cinco de enero anterior. En la rueda de prensa que dio después en París la periodista del diario Liberation contó que tras salir por última vez del subterráneo en el que permanecieron ocultos durante cinco meses, los secuestradores les ofrecieron té y pollo asado, "como a unos invitados". Allí, en su cautiverio, no eran Florence y Hussein sino el número cinco y el número seis; que los números despersonalizan mucho, ya se sabe. Florence también contó que, a la hora de dejarles libres, y para sortear los puntos de control norteamericanos e iraquíes, sus secuestradores la obligaron a hacerse pasar por la esposa de su chófer y llevar el rostro tapado. El mandamás de aquellos terroristas –a los que algunos desahogados morales de Europa se atreven a llamar “tropas insurgentes”– le dijo:   
-"Si alguien te habla te pones a llorar y diremos que padeces una fuerte depresión." 
  Por suerte para ella, en uno de los controles les hicieron bajar del coche y un oficial francés le ordenó destaparse los ojos y ahí acabó la película de miedo. No tengo la menor prueba de ello pero estoy convencido de que la colonia femenina le resultó familiar al oficial francés. En cuanto deja de ser niña, lo primero que hace una mujer es elegir un perfume que la identifique y la distinga de todas las demás mujeres del mundo, algo así como su ADN de efluvios personales. Muchas infidelidades, por cierto, se han descubierto gracias al hecho de que los hombres prestan poca atención a esta regla de oro femenina.
  Pero lo que a mí me llamó la atención fue que la mayor parte de los titulares de los periódicos del mundo destacaron que todo había terminado felizmente y ya nadie se acordó de los ciento cincuenta días sin higiene ni complementos de moda que pasaron los secuestrados. Se ve que un par de joyas y un buen perfume francés se bastan para iluminar con su brillo y endulzar con su fragancia la oscuridad maloliente de cualquier secuestro. 
   Leyendo esta noticia me he acordado de lo mucho que aprendí de Thelma Perkins. Thelma se había licenciado en Historia por Berkeley pero luego tuvo una vida tan agitada que hubiera producido vértigo a una vagoneta de la montaña rusa  Siete Picos     del madrileño Parque de Atracciones. Tenía tanto pasado y tan revuelto que cuando daba una conferencia sobre la tempestuosa vida erótica de Catalina la Grande parecía una testigo presencial de los hechos. Por sus numerosos líos con hombres, Thelma no tenía nada que envidiar a la zarina rusa, que había coleccionado palacios y amantes en la misma proporción que los campesinos coleccionan granos de trigo. Las andanzas amorosas de Thelma Perkins no hubieran cabido en el Hermitage ni aun suprimiendo la parte gráfica de sus posturas más obscenas. Una noche que estábamos tomando un daiquiri en el Floridita de La Habana observé cómo sus pestañas de terciopelo negro se pusieron a bailar el bolero que interpretaba la orquesta. Cuando dejó de sonar la música, ella me soltó de pronto:
-“¿Sabes una cosa? Una mujer como yo cuenta los hombres que ha perdido igual que lo haría un general en el campo de batalla, por batallones. Es difícil que algún tipo llegue a sorprenderme a estas alturas con ese cuento chino sobre el amor a primera vista. La última vez que creí en las palabras de un hombre fue porque él se limitó a darme la hora. Y, así y todo, me aseguré antes de que podía fiarme echándole un vistazo al Cartier de oro que llevaba en la muñeca. Una vez fui secuestrada por un coleccionista de amantes y cuando se le llenó su vitrina me devolvió a la calle con un billete de diez dólares. Me sentí la mujer más rica del mundo.”          
   Thelma conocía a los secuestradores al dedillo. Sabía de qué pie cojeaban cuando les escuchaba decir eso de “tranquila, no te pasará nada si los tuyos cumplen su parte del compromiso y pagan el rescate”. La volví a ver una noche en el Dresde, el mejor cabaret de Berlín. Ella estaba en la barra tomando un gin fizz y espantándose de la cara, con su sombrero de espía de entreguerras, a media docena de moscones ex-nazis que la asediaban con la intención de ponerle la bota encima y lo demás dentro. Cuando se libró de aquellos tipos que eructaban la canción Lili Marlen desafinando un poco, Thelma me comentó en un aparte:
-         “Los hombres acertáis raramente a la hora de hacernos el regalo que preferimos pero los secuestradores siempre dan en el clavo. Te regalan un bolso de plexiglás cuando te liberan y te crees la reina de Saba. Yo siempre les doy el mismo consejo a las chicas jóvenes"  –me dijo Thelma–: “Si te secuestran, pequeña, no te pongas exigente. Olvida tu buen gusto y sobrevivirás”.  
      Las malas lenguas decían que, años después, Thelma dejó de llamarse Thelma para llamarse Deborah. Se dedicaba a emplearse a fondo en la caza de secuestradores. Tejía a su alrededor una telaraña invisible y ellos caían como moscas. Entonces, se los tomaba de aperitivo; para ir haciendo boca.
-         “Los secuestradores son como los cigarrillos.”  –Me dijo en otra ocasión– “Cuando están juntos formando una piña parecen uno de esos paquetes de tabaco que llevan el terror de la muerte en una pegatina con letras negras pero tomándolos de uno en uno, no son nada. Si doy con alguno, nunca le envío a la tumba directamente. Me podrían acusar de homicidio en primer grado. Simplemente, procuro apagarle aplastando su colilla en el  primer cenicero que me cae a mano.”          


lunes, 30 de enero de 2017

TIERRA DE NADIE (10)

10.- TARDE
 
     Maratones, empleos,  trenes, amores; por llegar tarde se han perdido muchas cosas en la vida. Hasta se han perdido vidas, así es la cosa. Por ejemplo, si usted fuera gobernador de Alabama y decidiese conceder un indulto a ese condenado a muerte que van a sentar mañana en una silla con casco protector, cinturón de seguridad y calefacción eléctrica para la cabeza, nunca debería poner el papel salvador en manos de una tortuga mensajera. Tampoco sería acertado elegir a un tartamudo para que transmitiera por teléfono esa decisión perdonavidas al alcaide de la penitenciaría si sólo falta un minuto para el cumplimiento de la sentencia. Lo más seguro es que el indulto llegue tarde, cuando ese pobre hombre esté ya para que sus restos suban al camión de la basura que recoge los desperdicios de las barbacoas. En el otro extremo del péndulo, tampoco es aceptable que la policía encuentre las pistas de un crimen, un par de días antes de que se haya cometido. Eso es lo que hacía el capitán Quinlan en la película Sed de mal. Su instinto le llevaba a descubrir a los asesinos mucho antes de que éstos hubieran pensado en matar a nadie. Para saber que un sospechoso iba a cometer un delito futuro, a aquel policía con cara de buldog le bastaba simplemente con que se le presentara un ligero dolor en una de sus piernas mientras le pasaba a ese tipo por la piedra del interrogatorio. Ya lo decía Marlene Dietrich sobre el cadáver caliente de Orson Welles, en aquella inolvidable y arrabalera escena final:


-“ Fue un gran sabueso pero era un detective deplorable.”
   Con la pérdida de la impaciencia juvenil, la mayoría de nosotros acabamos aprendiendo que “tarde” y “temprano” son conceptos tan antagónicos como relativos. El escritor Julio Cortázar escribió un relato sobre un hombre que exigía a las personas con las que quedaba la misma puntualidad impecable que él aplicaba a sus citas. Hasta tal extremo era puntual que su nuca llegaba a todas partes al mismo tiempo que la punta de su nariz, sin la más milimétrica diferencia. Cortázar desvela al final del cuento cómo se las ingeniaba el personaje para salvar a su esqueleto de las tres dimensiones que soportamos los demás. Pero eso es literatura. En la vida real lo que abunda es esa clase de individuo que apenas te amaga una disculpa por el retraso cuando se presenta -para devolvértela, al cabo de treinta años- junto a aquella primera novia tuya que te pidió prestada para bailar Unchained melody en la fiesta de graduación.  El paso de tiempo, ya se sabe, es tan relativo como el pelo blanco de Albert Einstein, que era negro a  la altura de su bigote. Por eso está bien que alguien se haya tomado la molestia científica de ponerse a calcular con exactitud qué es lo que la Humanidad entiende por “tarde”. Y resulta que, para el mundo, “tarde” es diez minutos y diecisiete segundos. Lo ha revelado una macro-encuesta. Las estadísticas, ya se sabe, han sustituido a las viejas mentiras históricas en las relaciones del poder con los ciudadanos. Otra estadística también ha descubierto que cada español es dueño, por término medio, de un cero coma cero cero ocho por ciento de todos los automóviles BMV que hay en el país. Y es que la estadística es participativa y solidaria como ella sola. Sus cuestionarios sólo tienen un defecto, que de todas esas preguntas directas que nos hacen, lo que menos importa es la respuesta que damos. Lo fundamental para el que pregunta es lo que le confesamos de nuestra intimidad -de nuestra manera de pensar y sentir, me refiero-, casi sin darnos cuenta y aprovechando que el encuestador pasaba por allí. Resultaría interesante averiguar cuántas elecciones se han ganado gracias al diseño de una campaña electoral inspirada en todo eso que la mayoría de los futuros electores revelaron previamente de sí mismos por la puerta falsa de las encuestas pre-electorales. Estoy convencido de que cada vez que respondemos a una pregunta sobre el estilo de vestir lo que hacemos, en realidad, es desnudarnos en parte. Así que -sin apenas advertirlo- mostramos nuestras vergüenzas al entrevistador, éste le pasa los papeles al analista y por ahí anda la verdadera ganancia política o comercial del negocio estadístico.

  En todo caso, es poco probable que España hay sido incluida en el campo de estudio para esa encuesta acerca de lo que entiende la gente por “tarde” A llegar a una cita diez minutos y diecisiete segundos después de la hora fijada, la mayoría de los españoles lo consideramos madrugón. Me incluyo como excepción que confirma la regla. Para empezar o más exactamente antes de empezar, En España nos hemos inventado eso de conceder antes de comenzar cualquier reunión diez minutos de “cortesía”, a la espera de los tardones. Quizá porque el español, en general, tiene un respeto imponente a los incumplidores de la educación ciudadana. Especialmente, a los que se hacen esperar para demostrar que nada vale la pena sin su presencia. La encuesta también revela lo convencida que está mucha gente de que únicamente es necesario llamar para disculparse por el retraso cuando pasan diez minutos y diecisiete segundos de la hora de la cita y que un diez por ciento de los entrevistados consideraba normal llegar hasta media hora tarde. Eso sí, un abrumador porcentaje de cincuentones aseguró que jamás
llegan tarde cuando se trata de un compromiso importante porque piensan en los riesgos del tráfico si salen con la hora pegada al culo. Las mujeres jóvenes, en cambio, consideran aceptable y elegante llegar con unos minutos de retraso a su primera cita con un hombre; piensan que lo contrario las haría aparecer ante él como "algo desesperadas". Por último, mujeres y hombres coincidieron en que no les importaría llegar medio siglo tarde al cumpleaños de su suegra. Pero si quieren que les diga la verdad, a mí me ha enseñado poco esta encuesta. Todas estas conclusiones me las resumió mucho mejor la cantante Lorna Thompson, aquella noche, en el Paradise, mientras me hacía llorar echándome el humo mentolado de su cigarrillo a los ojos:

-“Escucha, encanto, - me dijo Lorna- a lo único que una mujer jamás debe llegar tarde es a la lectura del testamento de su marido muerto.”

Sergio Coello