viernes, 11 de diciembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XX)

Aunque empecé a amar el cine gracias a los grandes maestros de Hollywood -y todavía sigo pensando que ellos son los clásicos del séptimo arte- tengo que reconocer que me fascinan las buenas películas de Extremo Oriente, las antiguas y las modernas. "El hombre del carrito" es una de esas que hay que redescubrir igual que redescubrimos tarde los paraísos perdidos de nuestra infancia. La obra de Hiroshi Inagaki es tan sencilla y tan alegre que entristece con su optimismo inocente como la sonrisa sin ensayo previo de un bebé. Este film espléndido cuenta la vida de un hombre que empuja un carrito de dos ruedas, del que tira con la fuerza de su voluntad inquebrantable. El hombre del carrito es muy popular entre sus vecinos; le apodan el salvaje por su pronto pendenciero, su enorme expresividad física (en este aspecto, el actor Toshiro Mifune se luce con su mejor talento) y porque carece de ambición. Sus rasgos son legendarios, es elemental y primitivo. Y buena persona. Se pelea, ríe a carcajadas y relata historias a un público que le escucha asombrado, mientras se hurga en la nuca y acaricia los dedos de los pies.

En uno de sus cuentos un niño camina hacia un horizonte de crepúsculo púrpura, entre graznidos de pajarracos, porque allí espera encontrar a su padre desaparecido. Para ello atravesará un bosque poblado de fantasmas y el niño crecerá por dentro. Las ruedas giran, la vida pasa, los viajeros y las mercancías se cargan, las estaciones se suceden y los festejos y los duelos terminan. El verano trae el sudor y el invierno, la nieve. La vida y la muerte se dan la mano para traspasarse el testigo, que no es un objeto inane para apretarlo con la mano cerrada durante unos cuantos metros sino ese ser humano que les confiere el valor que tienen una y otra.




EL HOMBRE DEL CARRITO


Ahora que se acerca la Navidad –con sus noches heladas, sus buenos deseos de quita y pon y sus luces de colores para que no veamos las verdaderas estrellas– se hace más noctámbula y solitaria la presencia del “hombre del carrito”. “El hombre del carrito” va de contenedor en contenedor, como iban de puente a puente las fichas del juego de la oca de nuestra infancia sobre aquella mesa-camilla con mantel de hule en la que habían estampado el mapa de una España gris con regiones de colores.




“El hombre del carrito” es un aprendiz de fantasma con la sábana sucia, un chamarilero que desconfía de la luz del sol y por eso sale a buscar algún filón nocturno de esos en los que jamás será oro nada de lo que reluce. Él se conforma con los cartones aplastados, esa casquería comercial en cuyo interior se guardaba unas horas antes cualquier talismán de la felicidad moderna; una felicidad pasiva y virtual, que consiste en que nos disfracemos todos de compradores sonrientes.
“El hombre del carrito” es el más antiguo de los buscadores de oro falso porque viene persiguiendo desde siempre la riqueza desechable y residual que despreciamos los demás. No tiene nada que ver con aquellos aventureros que hace más de cien años partían desde el puerto de Nueva York hacia California o Alaska, soñando encontrar chispas doradas en la arena de los ríos para dejarse luego, el sábado por la noche, la mitad del fruto de su esfuerzo entre los muslos de las chicas de la cantina. “El hombre del carrito” es de otra pasta; pertenece a una raza milenaria que ha sabido encontrar el valor de las sobras en un mundo derrochador. Le hemos dado muchos nombres a lo largo del tiempo; quinqui, trapero, rebuscador de rastrojos, incluso hombre del saco, pero sólo es alguien que cree de verdad en la utilidad de las migajas; es un erudito de la miseria en ayunas que sigue nuestro melindroso rastro de sabihondos exquisitos porque ha aprendido realmente la lección de esa fábula que comienza con el verso “Cuentan de un sabio que un día”. Nosotros no. Nosotros arrojamos a la basura todas esas malas hierbas que siempre van a oler a hierbabuena para cualquier nariz que venga detrás con el hambre multiplicada por dos porque ha tenido que echar a andar desde más lejos o desde más abajo.

Dice una leyenda urbana que “El hombre del carrito” vive rodeado de gatos en un piso maloliente, lleno de trastos inútiles y que duerme cada noche sobre una mugrienta colchoneta rellena con los tesoros del Rey Salomón. Como si su oficio fuese la cara oculta de una doble moral generalizada que se guía por las falsas apariencias. Claro que, a veces, muy de tarde en tarde, muere alguno de ellos y sucede el milagro; eso es cierto y resulta que “el hombre del carrito” se convierte en el cadáver más rico del cementerio.

Sergio Coello

viernes, 4 de diciembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XIX)

El japonés Nagisa Oshima es un director excepcional. No podría dar lecciones de cine compatriotas suyo como los grandes maestros Akira Kurosawa y Yasujiro Ozu pero los trabajos de Oshima presentan propuestas arriesgadas, siempre a la contra y con una profundidad compleja.
Estrenar en mil novecientos setenta y seis El imperio de los sentidos fue algo así como arrojar un barreño de agua helada al mundo cuando éste dormía profundamente el sueño de los osos hibernantes. A Japón también habían llegado las provocaciones contestatarias de Mayo del sesenta y ocho –especialmente aquellas relacionadas con la liberación de los instintos– y el país asiático nos las devolvía, como un boomerang, después de enriquecerlas con vitriolo. “El imperio de los sentidos” causó mucho revuelo por su fuerte contenido sexual explícito según las reglas del “estilo sucio” habitual en las películas pornográficas.
La película cuenta una historia real sobra la desatada relación sexual y amorosa entre una ex prostituta de nombre Sada y el propietario del hotel donde ella trabaja de limpiadora. Precisamente es una obra que clama contra la censura abusando, en el mejor sentido de la palabra, de esa expresión concreta de la libertad de expresión que es la contemplación de la práctica del sexo hasta la extenuación. Sensitiva, preciosista en su feísmo ultrasexual, “El imperio de los sentidos” se atreve a poner ante los ojos del espectador desacostumbrado el viejo asunto de Eros y Tanatos, del amor y la muerte, en toda su crudeza y como nadie lo había hecho hasta entonces en el cine. La película está enfocada en la necesidad vital del hombre y la mujer por acoplar sus cuerpos una y otra vez hasta que se evaporen los océanos o las estrellas desaparezcan del firmamento.


Algunos aspectos del mejor cine asiático actual –desde las películas del coreano Kim-Ki-Duk hasta las de los chinos Ang Lee y Wong-Kar-Wai– serían inexplicables sin este desvergonzado precedente. La película es pura poesía corporal, sexualidad extrema, biología básica y hasta arte nudista que, sin duda, apreciarán todos aquellos a los que no les resulte asquerosa esa necesidad obsesiva que sienten un hombre y una mujer –cuando están enamorados hasta el tuétano– de abrazarse desnudos y jugar con sus cuerpos hasta maltratarlos, traspasándose hormonas, células y microcosmos internos, tantas veces como lo ordena toda pasión sin medida.


19.- EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS

Durante un año justo, Brandon fue compañero de celda de Parrish Calder en la prisión de Arizona. El tal Parrish no era mal tipo pero había cometido una equivocación por amor y la tuvo que pagar muy cara a lo largo de diez años y un día. La única vez que pisó una universidad fue para llevarse cinco autoclaves que acababan de llegar al Departamento de Microbiología. Las colocó en el mercado negro para saldar una deuda de juego de Rachel, su chica, pero le pillaron al poco tiempo porque estaban infectadas con el virus VIH y porque ella -ya sin el lastre de la deuda- echó a volar lejos de su avalista después de delatarle. Tras la novatada que le gastó Cupido, Calder presumía de haber aprendido mucho de la vida. Se creía un artista de la palabra.

- En una relación de pareja sólo vale la pena ser el del medio - decía a menudo.


A Brandon le hacían gracia esas salidas de tono que tenía su vecino de litera carcelaria pero enseguida supo que hablaba de oído. Que nunca había vivido, realmente, una historia de verdadero amor loco porque si hubiera sido así ya no estaría vivo. Lo suyo con Rachel había sido una especie de sarampión negro juvenil que le contagió ella y que, en lugar de llevarle en volandas hasta el Paraíso, le dejó tirado al otro lado de las rejas. Brandon, en cambio, venía de escarmentar en cabeza ajena como la de aquel tipo de Kansas City, cuando estuvo allí trabajando en las obras de ampliación de su puerto fluvial. Se llamaba Eliot Doherty, decía ser corredor de bolsa y presumía de que por sus manos habían pasado más de cuarenta estrellas de cine. Un día invitó a Brandon a su casa para jugar una partida de póker junto a un par de pardillos y le bastó ver cómo quitaba el precinto al mazo de cartas sin estrenar para darse cuenta de que se trataba de un burlanga, un profesional de la timba. En el dorso de aquellos naipes figuraban paisajes fascinantes de diferentes países. Al cabo de un par de jugadas ruinosas para los incautos -un trío de reyes frente a otros dos de damas y sietes de sus oponentes y un póker de ases frente a dos escaleras, una al diez de corazones y otra a la dama de diamantes, de aquellos dos cervatillos- éstos se acabaron largando desnudos y metidos en un par de barriles.
Entonces el tahúr Doherty le confesó a Brandon que iba a pisotear aquellas cartas para que no le tachasen de mentiroso cuando contara al mundo que él había puesto sus pies en los lugares más fantásticos de la Tierra. Los fulanos como Eliot y Parrish nunca se enteraban de nada. Ni de que a los amantes les gusta engañarse -y pensar que la pasión sólo es imán para los cuerpos de él y ella- ni de que el tirón de la carne es una magnetita que atrae con mayor fuerza aún ese acero afilado de un cuchillo que alguien ha dejado abandonado por allí, sin querer, cerca del nido. En el fondo, ignoran para qué sirve cualquier arma blanca después del amor.


Sergio Coello

viernes, 27 de noviembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XVIII)

Coja usted un poco de Vértigo, otro poco de La ventana indiscreta, una pizca de Crimen perfecto, dos gotas de Psicosis, páselo por el turmix del erotismo, añádale unas cuantas escenas de telefilm de cruceros y evite cualquier aporte del talento de Alfred Hitchcock. Agítelo y… tendrá Doble cuerpo. Brian De Palma es lo que se ha venido llamando un director posmoderno, una especie de Quentin Tarantino adelantado a su tiempo que rodó esta película como si estuviera estudiando para heredar al maestro del suspense.
Aquí, ya desde el título y el argumento, de Palma intenta y consigue engañar al espectador. Un actor fracasado recibe de otro actor al que acaba de conocer el encargo de vigilar su lujoso piso mientras aquel realiza un viaje. A fuerza de espiar a la mujer de la ventana de enfrente, acaba siendo testigo del asesinato de ella y su obsesión por encontrar al culpable le llevará a mezclarse en una trama del mundo del cine, donde –ya se sabe- nada es lo que parece y las apariencias engañan igual que en la realidad. A ratos, Doble cuerpo parece no tener ni pies ni cabeza (dobles, quiero decir).


Su amoralidad, su discutible buen gusto y su evidente mala uva impregnan acaban dándole un aire autoparódico y descacharrante a esta película que quiere ser un ejercicio de estilo y se queda tirada en la cuneta del intento. Pero no todo es malo en la película, y la valentía del cineasta, al asumir el riesgo que supone el enfrentarse a un argumento descaradamente robado, merece un voto de confianza para quien empezó alentándonos con excelentes trabajos como Carrie, Vestida para matar y El precio del poder y que confirmó con Los intocables de Elliot Ness, antes de empezar una cuesta abajo casi imparable. La música de Pino Donaggio –aquel cantante que nos echaba una mano en las calenturas de los guateques, cuando se callaban Los Teen tops y empezaba él con su Io que no vivo seza te– ayuda mucho a elevar un poco el listón artístico de la película. A estas alturas de la vida, creo que sólo se la recomendaría a los aprendices en el uso de la Viagra.



18.- DOBLE CUERPO

A pesar de su nombre, tan internacional, Mary Sugar había nacido en Moratalaz treinta años antes de que José María Aznar designara a su sucesor como si el Partido Popular fuera el Sacro Imperio Romano-Germánico.
Era hija de un inspector de Hacienda que sólo sabía restar y de una buena mujer que nunca salió desnuda a la terraza para regar los geranios, y cuyo único defecto era que trabajaba de compradora compulsiva de los cupones de la ONCE sin horario fijo. Viendo cómo lloraba su hija, nada más nacer, lo primero que pensó es que había sido madre de una actriz.




Mary no empezó mal su carrera. Ya en su primera prueba -cuando andaban buscando una rubia que midiera noventa y cinco de trópico de cáncer para hacer de chica sexy, tonta y muda- el director del casting se fijó mucho en ella. Pero como aquel tipo era enano y bizco, todas las virtudes que acompañaban a la aspirante -de la garganta para arriba, se entiende- le pasaron desapercibidas. Ese liliputiense metido a juez de muchachas sin padrino que querían ser artistas le enseñó a Mary cómo se pueden llegar a torcer las cosas sin saber cómo ni cuándo.
Ella fue advirtiendo, poco a poco, que sólo la llamaban para pequeños rodajes en las páginas centrales de la revista Interviú, donde únicamente le ofrecían papeles en los que sobraban los diálogos y el tanga.
Si alguna vez sugería que su personaje pronunciara alguna frase ingeniosa, aunque fuera un monosílabo, el fotógrafo le contestaba invariablemente que las tetas tenían que ser como los soldados y su obligación era la de permanecer siempre calladas, en posición de firmes, mientras no se les diera orden en contrario.
Milagrosamente, Mary no cayó en el agujero nocturno y canalla de las alcantarillas de Madrid. Ni siquiera en esos momentos en los que el frío hiela el corazón de las chicas sin suerte y sólo ruedan sobre el asfalto de las calles unas ambulancias del Samur que llevan dentro a alguien a quien le ha nevado más de la cuenta -y a rayas- bajo un techo elegante con gorilas a la puerta. Mary no cometió la habitual tontería que cometen tantas mujeres dentro del proceloso mundo del cine: ser demasiado ambiciosa. Así acabó aprendiendo que lo mejor es enemigo de lo bueno y, gracias a eso, ha llegado a ser una reputadísima actriz de doblaje.
Su culo dobla a los de las más famosas estrellas de nuestra actual Cifesa nacional en todas esas escenas de riesgo que suelen tener lugar junto al borde de un precipicio de camas redondas o contra alguna pared manchada todavía con la sangre fresca del último fusilado al amanecer.
Sergio Coello

viernes, 20 de noviembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XVII)

La Invasión de los Ladrones de Cuerpos es una asfixiante película de terror que llevó al cine ese director mucho menos valorado de lo que se merecía y que se llamaba Don Siegel. A Siegel le debemos que sea autor de la saga de Harry el Sucio, entre otras maravillas como Código del Hampa, Estrella de fuego y La jungla humana. La Invasión de los Ladrones de Cuerpos cuenta como en una pequeña localidad norteamericana la gente empieza a comportarse de manera rara y sin motivo aparente.

Cada vez más personas tienen la sensación de que sus seres queridos no son como antes y una especie de histeria colectiva parece adueñarse paulatinamente de todos, hasta que un día alguien descubre una explicación de los hechos absolutamente aterradora. La historia supone una magistral reflexión sobre la lenta y progresiva implantación de cualquier totalitarismo –no importa el color– y denuncia el sometimiento de la sociedad de masas a la pérdida de identidad individual. Hay varias versiones posteriores –algunas nada despreciables como la que rodó el director Philip Kaufmann en 1978 con el título de La invasión de los ultracuerpos– pero clásica lo que se dice clásica sólo es la de este film en blanco y negro que fue creado bajo las premisas básicas del mejor cine de serie B: poco dinero y mucho talento.



Rodada en plena caza de brujas por parte del senador Mc Carthy contra ese supuesto nido de gentes de izquierdas que era el Hollywood de los años cincuenta, enseguida se tachó a la película de parábola anticomunista, cuando precisamente representaba una alegoría demoledora contra el clima de delaciones y renuncias a la libertad personal que se estaba viviendo en Estados Unidos en ese momento. Siegel aplica un perfecto ritmo in crescendo, a la hora de contar una invasión extraterrestre en la que esporas provenientes del espacio dan origen a vainas, de las que surgen copias idénticas de seres humanos, sin emociones, sentimientos ni deseos; seres sintéticos que ni sientes ni padecen. Una invasión implacable e invisible que se parece demasiado a lo que nos está sucediendo ahora a los ciudadanos supuestamente libres.


LA INVASIÓN DE LOS LADRONES DE CUERPOS


En la esquina donde se cruzan la calle 47 y Glow Street hay una librería cuyo propietario fue, en tiempos, Sam Donnelly. Donelly atendía a los clientes como si hubiese pasado la mitad de su vida ejerciendo de embajador en la corte de Versalles pero, en el fondo, amaba la soledad porque -eso decía él- la soledad nunca te interrumpe cuando le das cuerda al reloj de los recuerdos. Sam se acordaba mucho Calpurne, la ciudad en la que había vivido felizmente hasta que se convirtió en una pesadilla.
- Durante tres años justos -contaba a los clientes- nadie me hizo sentirse culpable una vez al día como mínimo.


Entrabas en su establecimiento preguntando por un códice del abate Albert du Champolier y ya no te librabas de oírle hablar tres horas seguidas de Calpurne. Eso sí, jamás dejaba caer ni una sola pista sobre dónde estaba ni cómo llegar allí. Te contaba, por ejemplo, que un día regresó de uno de sus viajes y se encontró las calles totalmente vacías y las puertas de las casas cerradas a cal y canto.
Que no tardó en descubrir que todos sus habitantes -salvo él, por haber estado fuera- estaban crucificados en la cara interior de las hojas de madera, cruzados como tablones para reforzar la resistencia a la apertura. Todo lo que Sam relataba acerca de Calpurne tenía aire de leyenda. Como eso de que unos le echaran la culpa de aquella crucifixión mutua calpurniana a la maligna influencia de una secta satánica y otros, en cambio, sostuvieran que el viento había traído disueltas en el aire unas esporas venenosas desde el espacio que, de uno en uno, volvieron locos clónicos a los cuerdos. Incluso sonó mucho la teoría de que lo habían hecho porque, colmadas todas sus aspiraciones, estaban aburridos y sin ilusión.
Que al no tener nada que hacer ni a dónde ir acabaron llegando a la conclusión de que les sobraban las manos y los pies. Pero Sam sospechaba que aquella suicida propuesta había partido de las autoridades locales, en las que todos confiaban ciegamente. A él le tenía fascinado la evidencia de que, por fuerza, el último de aquellos ciudadanos-lacayos de Calpurne tuvo que verse obligado a hacer de carpintero de sí mismo. Calpurne era, para Sam, el ejemplo perfecto de una de esas democracias formales -formal viene de forma- en las que la forma era la de una cáscara de nuez vacía. Sam solía poner fin a la conversación con su frase favorita:

- No sabe usted cómo lamento no haber estado allí en el preciso instante en que sonó el último martillazo.

Sergio Coello

miércoles, 11 de noviembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XVI)

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Esta película es el símbolo con el que se suelen identificar todos esos partidarios de los aspectos más superficiales y propagandísticos del deporte de competición. Si tendrá marketing la cosa, que tanto el título como la banda sonora han formado parte de miles de celebraciones de empresa, unas conmemoraciones triunfalistas que pretenden, ante todo, conseguir que el burro de una nueva vuelta a la noria y que el agua siga fluyendo desde los cangilones hasta los bancales del huerto.

El espíritu olímpico, esa cosa tan bonita que se ha perdido con los años y que inventó el Barón Pierre de Coubertin, intentando simular la cultura física de la Grecia clásica, sirve hoy también para fines inconfesables. Actualmente, lo Juegos Olímpicos se han transformado en un circo mundial. Los deportistas de elite intentan satisfacer la exigencia a la que están sometidos por un sistema de masas mediático que mezcla banderas de colores, dopajes subterráneos, interesen políticos muy bastardos y esas músicas que se escuchan desde lo alto de un cajón, con una mano en el pecho y los ojos mirando a ninguna parte. Resulta emocionante imaginarse corriendo a Harold Abrahms y Eric Lidell, cada uno con sus creencias, sus ideas, porque todos hemos soñado alguna vez con nadar en las Picornell, correr en el olímpico de Munich, superarnos en Atenas, y aplastar a los norteamericanos negros en la cancha de basket pekinesa, mientras suena la música de Vangelis. Aunque la mayoría de la gente no le guste competir porque sabe que si participara en alguna prueba deportiva es muy posible que quedase un par de puestos por detrás del último. Existe la creencia de que el cine es un buen medio para conocer la historia de la Humanidad. Personalmente, tengo mis dudas y no sé si llevarán razón los que opinan que de las cien creencias históricas totalmente erróneas que hoy tiene asumidas la Humanidad por lo menos noventa y nueve las adquirieron viendo películas como “Carros de fuego”.


16.- CARROS DE FUEGO



A Donald Carrigan le daban cien patadas en la barriga las cervezas tibias. Y ciento una, los gestos de prepotencia política.

- El poder no existe, sólo el abuso de poder - repetía cada vez que tenía uno de esos encontronazos con la administración, cuando coincidía con ella en un paso a nivel sin barreras. Y es que siempre le tocaba a él hacer el papel de bicicleta frente al tren expreso estatal que va a toda marcha. Si se topaba con algún político en la barra del Boston se le subía la sangre a la cabeza. Cualquier otro que no fuera él hubiera visto en aquel rostro electoral los años de cárcel que había sufrido por defender sus ideas prohibidas durante el régimen anterior o el prestigioso árbol genealógico familiar del que procedía. Donald no. A él se le llenaban los ojos de fechas y lugares correspondientes a la larga lista de atropellos de los que aquel tipo se había ido de rositas a lo largo de su carrera política llena de cargos públicos. Donald se había criado en la neurótica New Jersey y era pintor. Gozaba de mucho prestigio gracias a sus exposiciones monográficas sobre el abuso de los poderosos. Su cuadro favorito era

Adán y Eva expulsados del Paraíso, de Angelo Venice.

- Mirad este ejemplo - Decía siempre – Miles y miles de años pagando entre todos el robo de una simple manzana por esa pareja de zánganos subvencionados.



Todo el mundo millonario quería comprar su última pintura mural pero él decía que no había dinero suficiente para pagarla. En ella, aparecía el presidente de la mayor potencia militar y económica dentro de su despacho, bebiendo cerveza Budweiser en lata y a morro como si le hubiesen parido a martillazos en una de esas cadenas de montaje que la Ford tiene en Detroit. Junto a él, podía verse a otra figura -el presidente que había gobernado un país europeo en el que todos sus políticos tenían complejo de inferioridad nacional- que también había puesto los pies encima de la mesa.

Éste daba la impresión de que seguía llevando dentro de la cabeza una de aquellas cuadrillas de gañanes que labraban las tierras de su abuelo cincuenta años atrás. Ambos personajes se divertían cruzando apuestas sobre sus respectivas punterías pero no estaba claro si se referían al orín o a la saliva como munición.


Sergio Coello

martes, 3 de noviembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XV)

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No me consta que al rodar la película Gigante el gran director George Stevens se propusiera de entrada lo que consiguió: explicar mucho mejor que Wikipedia buena parte de la historia norteamericana. Exactamente, ese periodo que abarca desde los tiempos heroicos y canallas de Sitting Bull y Billy el Niño hasta la aparición de la T. P. y otras compañías petroleras.
A través de cincuenta años de una familia tejana –que acaba aceptando, después de decir no muchas veces, una propuesta que no podía rechazar–, en Gigante podemos ver que el futuro ya no es lo que era, cuando el mundo cambió sólo porque algunos prescindieron del engorde de ganado a fuerza de pastos y se pasaron a la adoración de ese dios manchado por un líquido pringoso y oscuro que todavía sigue moviendo el mundo. Interpretada por lo más granado del Hollywood de la época, como Elizabeth Taylor, Rock Hudson, James Dean, Carroll Baker, Dennis Hopper y Sal Mineo, la historia comienza con Jordan Benedict, dueño de una extensa hacienda, conociendo a Leslie en Maryland y casándose con ella.

La vida en el rancho Reata no es fácil para una señorita del Este. Sobre todo si anda por allí James Dean haciendo de capataz; recostándose en una vieja furgoneta, con un pitillo encendido en los labios, y desnudando a la nueva dueña de la cosa con aquellos ojos suyos que se emboscaban bajo el ala de su inquietante sombrero. Algunos dicen que ésta es la mejor película de George Stevens y a mí eso me parece una barbaridad, teniendo como tenemos para elegir Un lugar en el sol, El diario de Ana Frank y, sobre todo, Raíces profundas, pero estoy de acuerdo en que Dean no se pudo despedir de mejor manera del cine y de la vida con esta película que trata, en el fondo, del amor imposible entre un enano y una giganta. La naturaleza imita a arte, ya se sabe. Por eso, antes de que la película se estrenara, un golpe de mala suerte estrelló aquel Pontiac Firebird 550 conducido por la nueva estrella contra un Ford corriente y moliente a cuyo volante iba un estudiante del montón.



“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (XV):

GIGANTE


El tiempo cambia a los hombres pero mucho más a las mujeres. Chase y Woody estaban hartos de que las chicas vivieran bajo la terrible dictadura estética que exigía aquel tono casi transparente para la piel femenina y que entre ésta y el esqueleto no se interpusiera nada. De que no hubiera pasarela “de prestigio” que no exhibiera ese estilo de campo de exterminio.
Woody aún se acuerda de aquel año en que no hubo manera de ver una mujer de menos de cuarenta que llegase al peso mosca. Para alcanzar los cuarenta y cinco -kilos, se entiende- unas recurrían a la chatarra dorada de Cartier mientras las otras echaban mano de algún cirujano plástico de esos que inyectaban la silicona con cuentagotas en el sitio justo. Aquellas muchachas no tenían el centro de gravedad en el ombligo -como las de siempre- sino dentro de la plataforma de sus zapatones fosforescentes. Parecían figuras de alambre subidas a un pedestal de caucho, igual que si fueran esculturas diseñadas por el hijo tísico de Rubens.


Claro que eso no podía durar mucho y no duró. Una tarde Chase y Woody paseaban por el corazón de Nueva York comentando lo que disfrutarían el día que vieran la Quinta Avenida llenarse otra vez de grandes mujeres en todos los sentidos cuando, de pronto, se cruzaron con una de cuyo cuerpo hubieran podido salir un par de Claudias Schiffer y aun le sobrarían tres o cuatro kilos de carne perfumada con Aire de Loewe. A ellos les pareció que el mundo entero acababa de salir de un pozo negro. Era muy atractiva pero tenía la expresión cansada; como si llevara toda la tarde recorriendo sin éxito tiendas de tallas especiales para encontrar alguna prenda concreta a su medida. Aquella tarde lluviosa de Nueva York, Woody -que tenía una debilidad mayor por esa clase de mujeres- le dijo a Chase:
- “Muchacho, esa mujer que acaba de pasar me parece tan hermosa que daría mi Bentley recién matriculado por estar a su altura. Quiero decir que me gustaría ser en este instante, qué sé yo, el Coloso de Rodas, el ogro de Pulgarcito o Gulliver en el país de los enanos para poder ofrecerle sin condiciones -y sin complejos- mi compañía y mi tarjeta de crédito hasta que ella consiga dar con esa prenda que tanto le cuesta encontrar. Bueno y, para qué negarlo, también por la posibilidad de que me invite a traspasar la puerta del probador.”
Sergio Coello

martes, 27 de octubre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XIV)

La elegancia es una extraña cualidad que tiene tantas definiciones como maestros. Todos estamos de acuerdo en que besar a una mujer con los ojos, permitirle al contrario que recupere el aliento antes de rematarle o amenizar con “El danubio azul” sobre la cubierta del Titanic el propio naufragio, son gestos elegantes.

Sabemos también que puesto que la elegancia es un eje de ordenadas y la moda una línea vertical asíntota, ambos sólo coincidirán en el infinito. Por eso resultan tan horteras algunas formas de vestir pseudo-elegantes que han estado de moda, como esa de protegerte los ojos con unas gafas de sol Dolce&Gabanna de la media luz que envuelve cualquier garito sin encanto, cubrirte la oreja derecha con la visera de una gorra de béisbol o enseñar el borde superior del tanga por debajo del ombligo. Dicen las malas lenguas que el elegante nace y no se hace. Igual que esas rubias de carne y hueso que parecen haber sido engendradas por el óleo que destilaban los pinceles escurridos de Modigliani.

Un rico de nacimiento, ya se sabe, jamás sudaría otra cosa que unas gotas de Gucci per uomo y para que se produjese tal milagro sería necesario que le enviásemos a un lugar del desierto donde uno orina vapor de urea. Nada hay tan patético como esas ceremonias de boda clónicas de si mismas en las que el novio y el padrino tienen que cambiar su habitual camiseta sudada con la imagen de Ho-Chi-Ming por un esmoquin alquilado que necesariamente ha de ser más ancho que largo para que quepan dentro los hipopótamos. Lo único elegante que aparece en la película “Rubi Cairo” –aparte de la fantástica Andie Mac Dowell, quiero decir– es ese empeño de una supuesta viuda por encontrar las razones de su marido muerto mientras la intriga la lleva a recorrer medio mundo.

Cada nueva ciudad es una sorpresa a su medida y acabará por comprender lo que cualquier adulto casado debería saber de antemano: es perfectamente posible que la persona que duerme a nuestro lado todos los días durante cuarenta años sea una perfecta desconocida.


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (XIV): RUBI CAIRO

De entre todos los que en el curso del cuarenta y cuatro se doctoraron en Matemáticas dentro de las selectivas aulas de la Universidad de Columbia, Barney Pitt era el único que podía pasar por dandy. Los otros estudiantes no existían para los exquisitos ojos color turquesa de aquellas distinguidas señoritas de Columbus con las que compartían pupitre.

Se veía a cien leguas que ellas no soñaban decir “si quiero” ante el altar junto a uno de aquellos muchachos becados por su talento sino al lado de algún pretendiente de sangre azul-petróleo. Otra cosa distinta era la cuestión de la pérdida de la inocencia dentro de un cadillac descapotable de color rojo. Para eso valía cualquier canalla de buen ver como Barney, por ejemplo. De él sí que veían el corte perfecto de sus trajes cada vez que se lo cruzaban en los pasillos.

Los demás, en cambio, pasaban desapercibidos porque se trataba de americanos profundos, fulanos desgarbados incapaces de distinguir un frac de una levita. Los pobres creían que el colmo de la elegancia era la Fórmula de la Integral de Poisson, por haber resuelto de manera señorial ese problema de Dirichlet acerca de los valores-frontera de una función armónica.

La única vez que aquellos muchachos se ajustaron el nudo de una corbata fue para asistir al baile de graduación, pero sus aristocráticas compañeras se negaron a saludarles y se comprende. Parecían una reata de recién ajusticiados en la horca. Daban la impresión de que se les había olvidado devolver la soga al verdugo después de abrirse la trampilla bajo sus pies.



Todos ellos, excepto Barney, abandonaron el baile en fila india; humillados, como si se encaminaran por su cuenta u directamente al cementerio para no deberle a la Iglesia ni el último viaje. Barney, en cambio, era de otra pasta. Se colocaba un sombrero en la cabeza y al instante aparecía por el campus un productor de Hollywood gordo y judío rogándole que aceptara el papel de protagonista en El Gran Gatsby. Cuando Barney se enteró de que el actor Omar Sharif había puesto una tienda de ropa en Madrid donde se vendían camisas que no necesitaban plancha, se presentó allí de inmediato. Llegó, vio y compró; lo mismo que un Julio César de Armani que estuviera al frente de modernas legiones de Roma formadas por una juventud bruta de pantalón tejano y camiseta sin mangas. Con la cabeza cubierta con una gorra de visera curva para que no le pegase la luz del sol ni la del entendimiento en la frente, Barney salió de la tienda luciendo una de aquellas camisas tiesas. Iba hecho un faraón. Como si su destino inmediato fuese el Valle de los Reyes o una de esas esquelas herméticas como sarcófagos que publica los domingos el ABC.
Sergio Coello

lunes, 19 de octubre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XIII)

Estamos en la fría Europa del norte en mitad del siglo XIX. Un vehículo avanza a través de la niebla, entre traqueteos, hacia cualquier ciudad. En él viajan una trouppe de magos y vendedores de ilusiones inexplicables para el profano, que se asombra y aterroriza de ese poder oculto tan propio de seres errantes. El inicio de El rostro es puro expresionismo alemán: la apariencia, el juego de los espejos, la máscara y su doble; el enfrentamiento entre la ciencia y el arte. En esta película da miedo todo, hasta la belleza sobrehumana de Ingrid Thulin.



El cine de Ingmar Bergman ha producido tanta bibliografía como el descubrimiento de América. El ascua de las películas de Ingmar Bergman han intentado llevársela hasta sus sardinas los católicos fervientes y los ateos contumaces, los admiradores del cine clásico de Dreyer y los godardianos que flipaban con el desmadre sesentayochista del mayo francés. De las películas del famoso director sueco han hablado bien carcas de pelo en pecho, progres con la trenca de color marrón e intelectuales estructuralistas, de esos que cogen un puzzle terminado y lo convierten en cinco mil piezas sueltas sin el menor sentido.


Alguna vez el propio Bergman ha explicado que hizo esta película como una pequeña venganza artística contra sus vecinos durante el tiempo en que vivió en Malmoe y los actores sólo eran aceptados socialmente cuando llevaban puesta la máscara. En El rostro se enfrentan el orden racional de las cosas y los hechos inexplicables que parecen proceder de un mundo ignoto movido por fuerzas misteriosas. La visión de esa lucha no es simplista, ni maniquea. La pírrica victoria del ilusionista –basada en trucos y engaños– y el “deus ex machina” final, con los artistas despreciados por los prohombres de la ciudad pero invitados a actuar en el palacio real, no sólo forman parte de un vistoso fuego de artificio; también invitan al espectador a una reflexión moral sobre las grandes verdades y mentiras que nos contamos a nosotros mismos.


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XIII)”:

EL ROSTRO



Kyle Morrison vivía de noche porque, según decía él, de noche todos los gatos son pardos, incluidos los tigres. En una de ellas, conoció en el Miami a un tipo de ademanes extraños que después de apurar su quinta copa de ron añejo le dijo que vivía de la muerte. En el desarrollo de la conversación, Kyle no encontró un momento propicio para preguntarle a aquel fulano si era enterrador o carroñero y, tras la despedida, le entró ese desasosiego permanente que te produce el adiós de alguien que desearías fuera definitivo pero sospechas que no va a ser así porque el reencuentro huele a inevitable por predestinado. Como si quedase pendiente entre ambos alguna cuestión tan vaga e imprecisa que no está claro si de ella eres tú el deudor o tienes la obligación de satisfacerla. Podrías sentarte tranquilamente durante años a esperar cuál de los dos mueve pieza primero en ese ajedrez imaginario, sin tener la menor idea de si juegas con blancas o negras.
- Después, a solas en casa, -contaba Kyle a sus amigos- me asaltó una duda inquietante: si llega ese momento, ¿seguiríamos ambos en la misma igualdad de condiciones? Eso me ha quitado el sueño y no le podido recuperar ni bebiendo aquel mismo ron de caña que tomaba ese tipo.


Un ron cubano llamado Legendario con el mismo color que la piel de una chica habanera que conocí en Cuba hace un par de años. A sus veintidós, ya estaba viuda y cansada de serlo. Creo que ella me envía las botellas como aviso; para que no me olvide de la boda que le prometí una noche en la que me hizo crecer y multiplicarme hasta beberme siete mojitos en dos horas. Pero, joder, es que ella me hacía de vaso. En sus cartas suele preguntarme cuándo le voy a enviar el billete de avión pero yo me hago el loco y le contesto que sólo falta que mi ex-mujer firme los papeles del divorcio.

Porque, claro, no sabe que no tengo mujer ni la tendré jamás. Después de todo, ese ron tampoco me cura el insomnio y estamos en paz. Por cierto, aquel tipo tan siniestro que conocí la otra noche en el Miami no sé si será su ex-marido. Puede que se haya cansado ya de estar muerto y se haya venido aquí, como todos ellos, a ganarse la vida en el boys del tanatorio. Vivir de la muerte, lo que se dice vivir de la muerte, ya no lo hacen las gentes sin alma sino las almas sin cuerpo.

Sergio Coello

jueves, 15 de octubre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XII)

Las huelgas obreras han sido un tema recurrente para el cine y muchas veces la pantalla nos ha mostrado ese silencio inquietante de las máquinas dormidas dentro de la fábrica mientras fuera, en la calle, atronaban los gritos de unos tipos en movimiento vestidos con monos de trabajo manchados con la grasa de la Historia.

Con la excusa de narrar estos episodios de los que está salpicada la epopeya de las luchas obreras se han hecho obras maestras como La sal de la tierra de H.J. Biberman y Tout va bien de Jean Luc Godard; películas notables como La venganza de J.A.Bardem y Norma Rae de Martin Ritt y bodrios infumables, cuyo título no merece la pena destacar; ya saben, películas de esas que han sido hechas por gente que ignoraba una verdad incontestable: después de ver la pionera de todas ellas –La huelga, del gran padre ruso del cine Serguei Eisenstein, a mayor gloria de la revolución bolchevique– no te entran ganas de hacerte comunista sino director de cine.


No ha sido tan frecuente, en cambio, ver tratado en la pantalla la peliaguda cuestión del plante laboral desde el punto de vista maldito –y tan políticamente incorrecto– del esquirol; ese traidor a la causa que también tiene su corazoncito y unas razones que el corazón de los demás no entiende. En Amargo silencio, una película inglesa de los primeros sesenta, Richard Atemborough interpretaba el papel de un trabajador que, por razones éticas, se negaba a secundar una huelga convocada por sus compañeros porque la consideraba injusta e ilegal. En Casta invencible Paul Newman se dirigía a si mismo interpretando el papel de un empleado de una empresa maderera que decide resistir las presiones de sus compañeros para que participe en una huelga contra la empresa, precisamente porque esas presiones se convierten en un insoportable ataque a su libertad personal. La moraleja es desoladora: Luchar por una causa en la que no crees, quizá rompa algunas de las cadenas que atan al resto de mundo pero es seguro que hará de ti un ser mucho menos libre.


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (XII): CASTA INVENCIBLE

Hasta que conocieron a Jack Mahoney, los del Ceilán jamás pensaron que pudieran existir tipos como él. Hombres de una pieza que por haber sido engendrados de golpe y sin vacilaciones carecían de remaches, rodamientos y tornillos. Hasta parecía que tuvieran el esqueleto formado con un solo hueso. Fulanos de esos que se destrozan un brazo en un accidente, por ejemplo, y resulta que hay que cambiarlos enteros porque no existen piezas sueltas para la sustitución. Jack era uno de ellos. Antes de plantarse delante de los piquetes pro-huelga general, se estuvo arrancando con las uñas toda la silicona que los comandos informativos le habían puesto entre las piernas aprovechándose de que estaba dormido. Pero Jack tenía que trabajar al día siguiente -había sido contratado para interpretar su primer papel protagonista en una película porno- y no estaba dispuesto a que nadie le robara su libertad de fracasar o no en aquella primera oportunidad.


Tenía tal dominio de sí mismo, también del ombligo para arriba, que sabía dejar al ralentí el motor de su alma con turbo para superar esos malos momentos en que los demás siempre acabamos explotando para que, al final, el enemigo recoja luego nuestros pedacitos y los recomponga a su gusto con pegamento. Esa capacidad de aguante le venía a Jack de cuando era niño. El día en que cumplió ocho años, su padre le regaló la obligación de asistir al colegio. Su progenitor le cogió de la mano y se dirigió a la escuela pensando en dejarle allí, sentado en un pupitre, para volver a recogerle al cabo de un par de lustros cuando las instituciones ya hubieran hecho de él un hombre de provecho. Lo malo es que el padre se equivocó de puerta y le dejó en el interior de una fragua, sentado sobre el yunque. Jack no llegó a graduarse en Secundaria pero fue adquiriendo un temple de acero que le convirtió en la envidia de los maleables que se adaptan a todo y un ejemplo a imitar -con el fin de corregirse, se entiende- para cuantos plomizos poblaban el mundo. Se cuenta que cuando llegaba hasta el escaparate elegido como punto fijo de encuentro para sus citas románticas, no había espada, daga o florete que no le tirara los tejos. Gracias a ese autocontrol, el día del Paro General Jack no se llevó por delante los sólidos argumentos que los huelguistas habían plantado delante de la puerta de entrada a los estudios Univestal Pictures, atropellándolos sin contemplaciones como si fueran barricadas de quita y pon.

Sergio Coello

viernes, 2 de octubre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XI)

Un hombre tranquilo es un tipo pasado de moda. Los ciudadanos modernos, en general, son rápidos, agitados y nerviosos y puedes sacarles de quicio si les sugieres que la virtud está en el término medio. Ellos prefieren mecerse a toda velocidad en el tobogán de temperaturas de una sauna finlandesa. Pídeles calma en cualquier momento que no sea el inmediatamente posterior a un orgasmo y reaccionarán como si les hubieras mentado la madre. Hubo un tiempo en que, entre las luces puntuales del amanecer y las sombras alargadas del crepúsculo -cuando el sol tapaba su cara rojiza con el pico del pañuelo verde de un cerro-, al ser humano le daba tiempo a no hacer nada porque un día podía durar día y medio a poco que lo estirara.



De todo eso habla El hombre tranquilo, una película en la que John Ford daba rienda suelta a su nostalgia por las raíces celtas y su añoranza de aquella Irlanda en la que habían nacido sus padres. La historia es una soberbia combinación de drama y comedia, donde se mezclan el regreso a casa, una tormentosa, apasionada y cómica relación amorosa con la indomable Mary Kate Danaher –espléndida y pelirrojísima Maureen O’Hara– y muchos enfrentamientos con su futuro cuñado –interpretado por Victor McLaglen– que se niega a darle la mano de su hermana al tipo que le ha robado unas tierras. Hay mucho de todo eso que nosotros vimos de niños en nuestros mayores: secretos dolorosos que persiguen a los protagonistas hasta el otro lado del océano, ceremoniales que el protocolo marca para el noviazgo rural, paseos, citas, bailes y encuentros entre la pareja, siempre vigilados por unas miradas con cerrojo que parecen cinturones de castidad. La película es un bálsamo milagroso, eleva la moral y sana las enfermedades del alma. Fábulas maravillosas como ésta son las que nos hacen envidiar la vida plácida y placentera de lugares como Innisfree, ese paraíso infantil que hemos perdido todos desde que nos hicimos adultos.


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (XI) :

EL HOMBRE TRANQUILO


George Denver era un tipo muy tranquilo. Cuentan que le daba tiempo a fumarse un cigarrillo entre dos latidos consecutivos de su corazón calmoso como la superficie del agua que hay dentro de un vaso. Empezó a darles buenos consejos a sus amigos únicamente cuando ya no tuvo edad para seguir dándoles mal ejemplo porque el estómago y la próstata se le convirtieron en dos estuches de virtudes, tan grandes como inútiles.



Algunas tardes, él y su amigo Rudy volvían un poco cargados por dentro con las cervezas frías que servían en la barra del Trocadero; aquellas cervezas literalmente heladas que bajaban por la raya del esófago igual que bajaría un alud de nieve por las torrenteras del Aconcagua. Cuando ambos estaban bajo esas condiciones de presión y temperatura, a George le daba siempre por hacer filosofía, gratis total, en la calle. Engolaba la voz como si estuviera interpretando una escena teatral y quisiera lucirse con sus reflexiones delante del público transeúnte:

- Verás, chico, hay ocasiones en que te puedes tomar el paso por la vida como si se ésta fuera el vuelo de una mariposa sobre una rama de hinojo en flor. En fin, ya sabes, disfrutar del aroma y de esos colores verde y amarillo que tiene el arbusto y que merodee sobre él la Madame Buterfly que todos llevamos dentro. En esos momentos nunca te pasaría por la cabeza que algunos de esos tallos sobre los que estás a punto de posarte andan estudiando biología para ser asesinos el día de mañana. Yo lo comprendí aquella primavera que viví en España. En la primera feria veraniega a la que asistí ya pude ver aquellos palitos convertidos en puñales que atravesaban el corazón de las berenjenas, previamente borrachas de vinagre de Valdepeñas y amortajadas con un pimentón en polvo que crían allí en una región llamada La Vera. Por eso, a ratos, los hombres podemos ser felices si logramos hacer la vista gorda cuando nos cruzamos con la maldad. Sinatra le llamaba a eso vivir his way; a su manera. Pero en otras ocasiones, muchacho, la vida se parece demasiado a un puñetazo de Joe Louis en la boca del estómago. Y entonces si que no te queda otra que afrontar la encrucijada, eligiendo tu propio camino. O respiras hondo hasta que se te pase el dolor -un dolor que inevitablemente acabará volviendo a ti cada vez que recuerdes aquella manaza negra- o dejas de respirar literalmente y así le obligas a él a acordarse de tu entierro durante el resto de su vida.

Sergio Coello

domingo, 27 de septiembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (X)

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(En torno a los cócteles hay mucha mitología. Elixires de la eterna juventud, bebedizos para enamorar a vírgenes frígidas, mojitos que llevan incluida, dentro del vaso, una mulatita de la Habana Vieja vestida con un par de hojas de hierbabuena y hasta cócteles de Nueva Orleáns en los que agitas los cubitos de hielo y suena un blues con el swing pantanoso de los sonidos en el bajo Mississipi.
De ese famoso gimlet de las novelas negras se dice que puede hacer de ti un detective cínico capaz de encontrar un pajar dentro de una aguja. Eso sí, después te resultará difícil volver a conciliar el sueño por culpa de alguna rubia imposible. Demasiado cuento. Lo cierto es que si uno es poca cosa, después de beber uno de esos milagrosos brebajes lo más que consigue es llegar a ser una cosa pequeña. En cambio, suelen ser ciertas la mitad de esas historias que se cuentan entre señoras maduras y jóvenes camareros.


Camelot era el nombre de la fortaleza del legendario Rey Arturo, desde donde partía para guerrear. La ciudad fue mencionada por vez primera en el poema Lancelot, el Caballero de la Carreta, de Chrétien de Troyes, pero cobró verdadera carta de naturaleza en la leyenda artúrica. Dado que la ubicación de Camelot sigue siendo un misterio, la verdad sobre ella y los acontecimientos que permitieron el surgimiento y declive de los Caballeros de la Mesa Redonda en aquel idílico reino no se conoce más que por sus referencias imaginarias.

La película “Camelot”, sin embargo, era una reflexión sobre el derecho frente a la barbarie con el telón de fondo de uno de los triángulos amorosos más apasionantes de la historia del cine. Arturo ama a Ginebra, que, a su vez, es amada por Lancelot, que a su vez ama a Arturo que a su vez es amado por Ginebra, que también ama profundamente a Lancelot, que es amado también por Arturo. ¿Lo entienden ustedes? Yo tampoco. Pero ese lío —como todos los que enredan a los hombres y las mujeres— resulta apasionante.

“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (X):

CAMELOT

Cuando empezaron a llegar mujeres que jamás habían pisado su suelo de tarima de puro roble de Oklahoma los clientes habituales del Nebraska no se extrañaron demasiado. Empezaban a correr malos tiempos para el mundo; nadie daba ya la menor importancia a la fidelidad que las personas deben a sus bares y viceversa. Danny y Jeremy descubrieron enseguida la causa de aquella afluencia masiva: un camarero nuevo y los dry martinis que él preparaba con suma delicadeza. Aquel tipo no estaba sordo ni le gustaba el cine pero se daba un cierto aire a Luis Buñuel cuando era joven. Buñuel fue el más famoso preparador de esa mítica bebida, con la que se sentía plenamente realizado cada vez que se la ofrecía a sus amigos. Aunque, de tarde en tarde, dirigiera películas geniales para despistar al mundo acerca de cuál era su verdadera vocación.




Una noche, Danny puso sobre la mesa trescientos dólares contra Jeremy a que aquel barman novato era, en el fondo, una flor de invernadero. A eso de las doce, cuando la carroza de Cenicienta ya había recuperado su verdadera condición de calabaza, le vieron llegar con un traje negro de Armani en lugar del uniforme de chaqueta blanca de otras veces. Lucía unas gafas de sol Police que ocultaban sus ojos de artista loco, ojos de Picasso o de Van Goth. Ya en el lado de la barra que le correspondía, agarró un vaso largo para verter en él una generosa ración de ginebra Tanqueray, tras lanzarle un beso a la botella de Martini. Antes de aquel beso se había pasado la yema del pulgar de la mano derecha por el borde de su labio inferior, clavando su mirada verde en una cliente nueva; una de esas mujeres de edad indefinida que van dejando a su paso una epidemia de tortícolis-macho. Danny y Jeremy se habían dado cuenta de que la belleza y la maldad jugaban al escondite en el fondo del escote de la desconocida. Llevaba puesto un vestido corto de Versace, color rojo ceñido, y los dos amigos empezaron a pensar qué elegirían, lo que la prenda mostraba o lo que cubría, en el hipotético caso de que esa desconocida les ofreciese algo suyo. La verdad es que ni siquiera había reparado en ellos. Ambos tenían ya esa edad que vuelve a los hombres totalmente invisibles a los ojos de cualquier mujer que no sea su propia madre. En cambio, ella aceptó encantada la copa que le ofrecía el joven camarero y se la bebió de un solo trago. A renglón seguido saltó la barra para entrar en el estrecho callejón que había entre las manos largas y fuertes -sin tendinitis ni manchitas oscuras en el dorso- de aquel fulano con más células vivas que ella:

-“No sé lo que has puesto en este vaso pero entérate bien, muchacho, porque
sólo te lo diré una vez: quiero vivir en tus brazos el resto de mi vida. Me
llamo Lady Ginebra y vengo de una mesa redonda llena de caballeros que
me invitaban cada sábado por la noche a lo mismo de siempre. Ya sabes,
el mejor sitio para acabar echando de menos a los truhanes como tú.”

Sergio Coello

lunes, 21 de septiembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (IX)

A golpe de sermones cantados, las puritanas señoritas del Ejército de Salvación norteamericano emprendieron su campaña a favor de la Ley Seca como si el alcohol de marca lo hubiera inventado Al Capone.
Se ve que habían leído la Biblia deprisa y no se enteraron bien. El dulce néctar de los dioses es tan antiguo como la religión. Noé, el pionero de los armadores navieros, inventó el strip tease después de emborracharse por casualidad. Bebió con retraso, cuando ya había fermentado, el zumo de las uvas de su propia viña. La mitología tampoco se ha quedado atrás. Ulises y sus muchachos se metieron a enólogos y le dieron a probar vino al cíclope Polifemo para debilitarle y escapar de la cueva, aprovechando que hasta los ogros de un solo ojo ven doble cuando están ebrios. Desde siempre, el alcohol ha corrido en ayuda del hombre, en sus horas más bajas para subirle el ánimo y en los momentos de euforia para alegrarse más todavía. El problema es que en esa ascensión se acaba llegando a un punto –la cima; es decir, la última copa aceptable–, a partir de la cual se inicia el descenso. A veces, hasta el mismísimo infierno. Probablemente hay tantas formas de estar beodo como de estar lúcido. Yo he conocido mamados con talento, fulanos con muy mal vino y supuestos trozos de carne con ojos que les afloraba el Aristóteles que llevaban dentro cada vez que se cogían un pedo cosaco.
En la novela de Malcom Lowry, llevada al cine por el gran John Huston –en las venas de uno y otro corrían mezclados los caudales crecidos del bourbon y el arte– se nos cuenta aparentemente la historia lúcida y amarga de un cónsul honorario inglés en un pueblo de México, durante la fiesta del Día de los Muertos. En realidad, se nos habla de otra cosa. De traiciones y desencuentros, del fracaso inevitable que supone medir lo que acabamos siendo con la vara de nuestros sueños de juventud, de la autodestrucción como forma de vida y de la imposibilidad de que el hombre desande los pasos de su existencia. En la cabalgata de los esqueletos siempre se acaba colando algún zombie )


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (IX): BAJO EL VOLCÁN

El viejo Willy Benson no bebía para olvidar a su última esposa, que también le había dejado como las demás. Aunque se le podía ver cada noche acodado en la barra del Hampa igual que se acodaría un náufrago en un bote salvavidas con forma de ataúd, él era un tipo equilibrado. La copa medio llena que sostenía con la mano derecha pesaba lo mismo que el ramo de sueños medio vacíos que empuñaba con la izquierda. Willy respondía al perfil de los buenos parroquianos, esos que jamás montan broncas al de la barra porque no les han servido la consumición como Dios manda.

A veces, es cierto, se ponía un poco pesado contigo intentando convencerte de que pidieras al camarero un agua tónica o una “cerveza sin” para que no te sucediese lo mismo que a él, que había empezado bebiendo para olvidar y acabó olvidando para qué coño bebía. Pero antes de que le llegara al cerebro aquella marea diaria de alcohol y soledad Willy ya había descubierto que la barra del Hampa no era exactamente una barra de bar sino la perfecta sala de curas para gentes como él, tipos necesitados de que les aplicasen donde más les dolía un chorro de bourbon barato de Kentucky en lugar de The Edradour, ese güisqui irlandés de malta con el que se consolaban algunas viejas estrellas de Hollywood que el star system dejaba tiradas en la cuneta.



La barra de caoba del Hampa estaba bastante usada pero todavía aguantaba bien el peso de los brazos agarrados a ella como si fueran garfios de un abordaje a otro galeón más seguro. Incluso conservaba la muesca que dejó en su madera aquella bala perdida que pudo matar a Al Capone pero, por un par de milímetros, se había limitado a romper el espejo del fondo de rebote. Llegaba la medianoche y la barra del Hampa se convertía en un quirófano donde a los desahuciados de la madrugada les hilvanaban las heridas con un hilo desinfectado en alcohol de marca para que no anidase en ellas la bacteria de la soledad, ese microbio que se reproducía más y mejor al calor del miedo a que amaneciera un nuevo día milimétricamente idéntico al anterior porque ya no quedaban fuerzas ni mañas para cambiarlos. La última noche, a Willy le hicieron una transfusión desde el garrafón hasta su vena y eso le permitió salir de allí más entero que nunca y a toda pastilla. Algunos dicen que después de aquel trasvase tajo-segura particular de Four Roses vieron a Willy ponerse de cero a cien millas por hora en siete segundos, como si le hubieran petroleado el motor de la supervivencia. Y es él era muy suyo. Seguro que pensaba que todavía era capaz de llegar a Dakar antes que nadie para que le diera el beso del trunfo una rubia con minifalda mientras le ponía en el cuello la corona de laurel. De Baco.
Sergio Coello

lunes, 14 de septiembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (VIII)

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(La película “Breve encuentro” fue dirigida por David Lean en mil novecientos cuarenta y cinco, un año de terrible transición histórica en el que los supervivientes a la catástrofe mundial ya no creían en cuentos de hadas. La vida real en las posguerras de antes tenía únicamente tres colores: negro, gris y sepia y después de que pasara una guerra ´-cualquier guerra- por encima de la gente normal, sólo se movían los trenes. Laura (Celia Jonson) y Alec (Trevor Howard) se conocen al tomar uno de ellos en la estación ficticia de Milford y saltan del andén a un mundo nuevo, el de la posibilidad de un adulterio tranquilo y sin sobresaltos, de esos que se esconden en un callejón sin salida. A esta tremenda película de amor a destiempo François Truffaut la consideraba tan perfecta que dijo de ella que era el mejor romance fugitivo hacia el sacrificio que había dado el cine.

En Breve Encuentro David Lean apela a la regla de tres directa: el amor es a la trama lo que los retratos de los personajes a su destino. Hombre casado se enamora de esposa aburrida y todo es la viva estampa del sufrimiento agónico. El virus contagioso que anida en la punta de la flecha de Cupido se clava en los personajes y la enfermedad crece dentro de ellos mediante una inevitable combinación fatal de impotencia y sentimiento de culpa.



Muchas películas famosas llegaron después y hasta se quedaron con el mérito pero la verdad es que son fotocopias más o menos coloreadas del original. Por ejemplo, y sin ir más lejos, “Los puentes de Madison”.)


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (VIII): BREVE ENCUENTRO


Todo el mundo conoce a alguien que ha nacido para ser siempre el mismo. Esa clase de tipos que en cuanto les sale la muela del juicio se casan con la rutina y le prometen fidelidad hasta que la muerte los separe de ella. Cuando era más joven, Leonard Rodríguez conoció a uno de ellos. Estuvo coincidiendo con él durante sus viajes en tren entre Albany y Brooklyn porque entonces Leo trabajaba para la Delegación que la General Motors tenía en la capital del estado de Nueva York pero vivía en ese barrio situado al sudoeste de Long Island que salía tanto en las películas de antes. Aquel fulano se llamaba Aaron Donahue y era funcionario del Tesoro. Acostumbraba a hablar a la gente sin mirarla a los ojos, como si tuviese mala conciencia por culpa de su trabajo. Quizá porque una decisión suya y la mala suerte de cualquier ciudadano corriente se podían cruzar alguna vez en la vida, siempre para desgracia de este último.



Al cabo de tres o cuatro trayectos recorridos en común, Leo ya había descubierto que aquel tipo llevaba una doble vida aunque lo mantenía en secreto. Era tan precavido que aprovechaba la hora del bocadillo para practicarla. Dejó de verle a los pocos meses pero al cabo de un par de años volvió a encontrarse con él en el mismo tren. A pesar del tiempo transcurrido, se reconocieron inmediatamente y Aaron estuvo muy hablador. Le confesó que, espoleado por la crisis de los cuarenta, un día decidió cambiar de vida pero que sólo había acertado a cambiar de marca de cerveza. Entonces Leo se acordó del país de sus padres, un país del sudoeste de Europa donde los héroes de la resistencia contra la dictadura se hartaron de contemplar cómo pasaba el tiempo sin que el pueblo se rebelase contra el abusivo poder de quien los gobernaba con mano de hierro enfundada en guante de arpillera. Un buen día, estos libertadores decidieron ponerse manos a la obra para derribarle pero lo malo es que sólo lograron tirar abajo su estatua ecuestre en una plaza de provincias de segundo orden. Los padres de Leo le contaron que eso no había sido lo peor. Para su dignidad personal resultó más humillante todavía que lo hicieran cuando el cuerpo real -ya sin caballo- llevaba veintisiete años sepultado bajo una piedra de dos mil kilos. Quizá esté escrito que a los tiranos siempre les toca en suerte, las más de las veces, algunos enemigos demasiado lentos o casi cobardes. Sergio Coello

domingo, 13 de septiembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (VII)

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(Todo funeral es un microcosmos. Parece una contradicción pero no lo es; resulta que en esas reuniones congregadas para despedir al difunto se da la mayor muestra de vida que pueda concebirse. Hay funerales en los que el cadáver presenta el rostro menos desmejorado de todos los asistentes. En otros se cuentan chistes, se pactan acuerdos políticos, se realizan fusiones de negocios y se apañan bodas entre los descendientes solteros del muerto y del asesino. Sé de duelos en los que ninguno de los familiares del finado derramó una sola lágrima porque ese detalle de íntima flaqueza lo aplazaban para después de la lectura del testamento que éste había dejado. Me han hablado, incluso, de funerales en los que se encargan nuevas muertes porque el cuerpo sin vida que hay dentro de esa caja al otro lado del cristal es sólo el primer paso de una operación de largo alcance.

Abel Ferrara, uno de esos directores que elaboran el más inquietante cine norteamericano, es un tipo independiente y maleducado cuya libertad no se basa tanto en una financiación al margen de las grandes productoras de Hollywood -que también- como en la utilización descarada que hace de sus propios códigos morales minoritarios, rompedores, contraculturales. Ferrara, además, como buen trasgresor de las costumbres decentes, carga siempre sobre las tatuadas espaldas de sus violentos personajes ese complejo de culpa judeo-cristiano que acaba aplastando al más pintado antes de que aparezca la palabra fin en la pantalla. El funeral ponía al espectador delante del velatorio de un gángster al que habían acribillado a tiros unos matones a sueldo de otra familia mafiosa de la misma calaña que el fallecido. Los hermanos de éste, hijos de los mismos padres, se parecen entre sí tanto como una huella dactilar a otra. Uno era frío y calculador y el otro violento e irreflexivo, como todos los que están a un paso de volverse locos perdidos. Así que, a lo largo de esa madrugada interminable, ya sabíamos que se acabarían mezclando los recuerdos del pasado con el deseo de ajustarle las cuentas a los asesinos.)

“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS”(VII):

EL FUNERAL

Paul Keaton ya había hecho guardia en peores garitas cuando fue acusado de instigación al asesinato en primer grado. Según la página de sucesos del New York Times, tres sicarios suyos -que antes habían sido músicos de rithm and blues y marines en Guantánamo- estaban inculpados como autores materiales del crimen pero el fiscal sostenía que Keaton los había contratado para que acabaran con dos socios suyos desleales a cambio de medio millón de dólares. Los matones tenían que darle matarile a los dos fulanos y lograr la desaparición de los cadáveres; precisamente, la especialidad de aquel trío calaveras. Primero atrajeron a las víctimas hasta un garito bajo la promesa de una noche de juerga y allí les metieron dos balas por cabeza después de reblandecerles los cerebros con champán para que ofrecieran menor resistencia al plomo. Luego, los despiezaron como si fueran reses, antes de arrojarlos a la picadora de carne de una fábrica de hamburguesas que había cerca de la autopista que comunica Providence con New Jersey. A las dos semanas los asesinos ya estaban matándose entre ellos por culpa del botín y la policía supo aprovecharse de ese rencor que anida siempre en el corazón del que sale perdiendo con el reparto.



El F.B.I. no tardó en cazarlos y el más blando de los tres cantó enseguida una balada country con el nombre del tipo que les había encargado el trabajo. Así que, al mediodía -allí le llaman high noon-, Paul Keaton ya estaba detenido en una de las dependencias de la comisaría número 13. Gordon O’Reilly -quince años de servicio en la policía metropolitana de Brooklyn- estaba tan seguro de que el abogado de Keaton le abriría esa misma tarde la puerta del calabozo con la ganzúa oxidada de alguna ley ambigua, que se puso a explicarle cómo son las cosas a un poli novato de los que aún no habían pasado la yema del dedo índice por el gatillo de su revólver reglamentario.
- Ya sabes, chico, nos regimos por esa clase de leyes que nadie deroga y que esconden un artículo protector de los delincuentes ante el peligro de la honradez. Te apuesto tres de los grandes a que antes de dos horas algún picapleitos entrará en la oficina del comisario con una oferta que el jefe no podrá rechazar. Y encima le sobrarán esos tres nombres del calibre nueve milímetros que lleva anotados en su agenda. Lo sé porque a mí también me han enseñado más de una vez esos tres números infalibles de teléfono que nunca necesitan usar.

Sergio Coello

lunes, 31 de agosto de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (VI)

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(En la trilogía de “El padrino” Francis Ford Coppola nos venía a decir que todo grupo social de más de una persona deviene inevitablemente en familia mafiosa en cuanto se establecen entre sus miembros relaciones de poder por encima de todo. “Uno de los nuestros”, del director Martin Scorsese –el de Taxi driver y Casino, entre otra media docena de obras maestras– daba eso por sobreentendido y se atrevía a ir más lejos: hay tipos para quienes la maldad sólo es un punto de vista o una manera de resolver eficazmente las cosas. Ese director creció viendo en la pantalla aquel cuento del ogro Robert Mitchum perseguiendo niños para comérselos crudos y hacerse rico de golpe. Aunque sabía que en la calle esas historias acaban mucho peor que en el cine, manchando de sangre los zapatos de claqué del matón a sueldo de algún don apacible. Hay directores de cine que llegan muy lejos porque saben subirse a tiempo a esa caravana que condujeron treinta años antes gigantes llamados John Ford y Howard Hawks.
Scorsese acertó a partirnos el alma con esa historia, tierna y dura a la vez, de sueños rotos sobre la lona y rubias imposibles y cuyo título es Toro salvaje.

Algunos de las cosas que hace el personaje interpretado por el actor Joe Pesci en Uno de los nuestros, las hemos visto –un poco menos teñidas de sangre y, a veces, ni eso– en grupos de amigos mal avenidos, reuniones de vecinos de la misma comunidad, juntas directivas de club de fútbol, matrimonios a punto de divorciarse a cuchillazo limpio, staff-meetings de altos ejecutivos, comités locales de partidos políticos con nombre revolucionario y fiestas familiares para celebrar alguna primera comunión. Es curioso, pero de todas las verdades terribles que aquí se cuentan sobre la destreza de hacer daño que tiene el alma humana, la más indiscutible es que un hombre vale tanto como la capacidad que tenga de hacer daño a los suyos cuando rompe con ellos.)

“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (VI):

UNO DE LOS NUESTROS

En el Cotton Club no era nada fácil entrar. Lo decían sus socios presumiendo del estricto derecho de admisión. No entrabas ni de camarero, a no ser que tuvieras fama de ser uno de los mejores y luego lo demostraras cada día. Monty tuvo esa suerte. Le contrataron al ojeo como gorila para la puerta pero a los pocos días ya no le hubieran cambiado ni por todo el escaparate de la joyería Tiffanys. Al encargado del Cotton le fascinaba la calidad cinco estrellas de su manera de servir a los clientes pero, sobre todo, el hoyuelo que tenía en el centro de la barbilla y que se lo había regalado Kirk Douglas cuando, una mañana, el espejo se atrevió a recordarle al gran actor que ya se le había pasado el arroz para según qué cosas.


Monty llegó a ver tantos sucesos extraordinarios dentro de los salones del Cotton que a pesar de su juventud hubiera podido dar sopas con ondas a la Junta Directiva de un Club de Diablos Jubilados. Los lunes por la noche, víspera de su día libre, se reunía con los amigos en un bar cercano al club y allí, entre tragos largos de ginebra Bombay -la de la botella azul- les contaba algunas de las cosas insólitas que sucedían dentro del local.

-¿Sabéis una cosa? Allí sólo hay mujeres con piel de hada y hombres que presumen de duros, fulanos que conducen su Cadillac sujetando el volante con los párpados y pisan el acelerador con el dedo gordo de su tercer pie. Dan miedo. Esos tipos usan el alma como cementerio de los escasos buenos sentimientos que les van quedando. La otra noche, uno de ellos le dio un pisotón a su pareja mientras bailaban en un concurso de tangos y no creáis que le pidió disculpas. Cualquiera de nosotros hubiera musitado a un milímetro de distancia de los pendientes de brillantes que ella llevaba puestos alguna palabra dulce como, por ejemplo, perdón. Aquel individuo no. Sin más, le disparó a quemarropa tres balas del nueve largo que añadieron otros tres ojales al vestido color rojo sangre de la chica. Y aunque se quedó solo en medio de la pista, él siguió bailando con su cadáver entre los brazos. Más tarde me aclararon que aquel asesinato formaba parte del concurso y que el último platillazo de la orquesta había sido, en realidad, el aviso para el enterrador.


Sergio Coello

sábado, 22 de agosto de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (V)

(Hay que tener un buen par de razones entre las piernas para atreverte a darle a Paul Newman el papel de perdedor nato en una película de detectives crepusculares. Una era que la historia estaba sacada de una de esas grandes novelas que escribió Ross Mc Donald sugiriendo que el pan de la Humanidad ha sido amasado con sangre desde que Caín resolvió sus problemas de envidia con aquel fraternal mandoble de quijada de burro. La otra que ese guión lo había pulido un tipo tan brillante como William Goldman, quien unos años después sería capaz de escribir los libretos de “Dos hombres y un destino” y “Todos los hombres del presidente”.

El caso es que este maldito embrollo comienza en la pantalla con un trago de leche agria a primera hora de la mañana, seguido de un sorbo de café recién hecho, recuperando el filtro usado de la bolsa de basura. Así es la vida: el hombre corre desesperado en pos de su sueño y el tiempo viene caminando, tranquilamente, detrás; recogiendo los despojos de uno y otro.

En esta película de cine negro en technicolor hay de todo: miradas opacas, sonrisas cínicas, respuestas displicentes, sexo contenido y un investigador privado que parece sabérselas todas pero no es para tanto. La interpretación de Newman es de oscar pero queda eclipsada por una señora que ni siquiera se levanta de la cama en toda la secuencia; Lauren Bacall. Sí, aquella rubia larguirucha y fantástica que veinte años antes acudía al lado de Humphrey Bogart cada vez que éste silbaba. Harper, investigador privado es una de esas películas en las que lees el reparto y ya sabes que sobran las palabras; que bastará con ver cómo hablan, beben, fuman, caminan, se sientan, odian y aman los personajes para disfrutar de la tragedia. (Como escribió alguien al respecto, sería para ponerle un nueve si no fuera porque a uno le están sujetando…)

“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS”(V):

HARPER

A Frank Mazinsky le hubiera gustado ser teniente de detectives y tener un rostro como el que lucía Nick Nolte en Aflicción, la película de Paul Schrader, con la piel curtida por el viento invernal que barre esos paisajes nevados de Minnesota que se extienden desde Bismarck hasta Saint Paul. Tiene que dar un gustazo tremendo presentarse en la escena del crimen con cara de mala leche y que los policías del precinto te dejen pasar porque te reconocen casi tanto como te envidian. Pero no pudo ser. Los cincuenta años se le echaron a Frank encima por sorpresa, como atacándole por la espalda, y al rebasar su media vida se quedó sólo en eso: un tipo vulgar que siempre hacía preguntas difíciles en momentos inoportunos.

Una noche, en el Albatros, el camarero intentaba animar a un pobre hombre que había entrado en el Club para emborrachar su amargura y fue entonces cuando Frank batió su propio record de inoportunidades. Aquel tipo aún llevaba encima, prendida en la solapa del abrigo con un alfiler, la nota que le había dejado su esposa. Con una letra de bordes afilados como el de una navaja de afeitar, ella había escrito que no se acababa de largar con su mejor amigo sino con su mejor cuenta corriente. A Frank eso le dio igual. Se colocó de espaldas a la barra y apoyando los codos dejó caer su interrogación a los pies de los clientes del Albatros, incluido aquel desconocido que no estaba para reproches.

-¿Alguien se ha planteado alguna vez por qué los maridos abandonados carecen de patrón? Muchos se levantan temprano con la intención de empezar bien ese primer día del resto de su vida pero en la nevera sólo les queda la ceniza del hielo y la caja de galletas para el desayuno está más vacía que el otro lado de su cama. A esta clase de tipos les pasan cosas malas y menos buenas. Por ejemplo, siempre hay alguien que los contrata para buscar a a algún fulano con ojos del calibre nueve milímetros parabellum; uno de esos para quienes la crueldad sólo es una herramienta de trabajo y sólo ponen sal y vinagre en la carne viva de los desollados si mejora los resultados del trabajo bien hecho.

Esa es la razón de que los hombres cuya mujer se ha ido con otro más joven, más guapo o más rico estén convencidos de que un amargo despertar es el momento cumbre del día. Saben que a partir de ahí todo puede ir a peor; que además les hayan dejado entre las escobillas del parabrisas del coche una multa por aparcamiento no autorizado o les hayan instalado una bomba-lapa entre los bajos del coche con el papelito. Ya saben, para que estalle justo cuando al girar un cuarto de vuelta la llave de contacto que mueve el motor de arranque. De arranque. Irónico, ¿no? Deben llamarlo así porque a muchos les arranca la vida de cuajo.

Sergio Coello