Un hombre tranquilo es un tipo pasado de moda. Los ciudadanos modernos, en general, son rápidos, agitados y nerviosos y puedes sacarles de quicio si les sugieres que la virtud está en el término medio. Ellos prefieren mecerse a toda velocidad en el tobogán de temperaturas de una sauna finlandesa. Pídeles calma en cualquier momento que no sea el inmediatamente posterior a un orgasmo y reaccionarán como si les hubieras mentado la madre. Hubo un tiempo en que, entre las luces puntuales del amanecer y las sombras alargadas del crepúsculo -cuando el sol tapaba su cara rojiza con el pico del pañuelo verde de un cerro-, al ser humano le daba tiempo a no hacer nada porque un día podía durar día y medio a poco que lo estirara.
De todo eso habla El hombre tranquilo, una película en la que John Ford daba rienda suelta a su nostalgia por las raíces celtas y su añoranza de aquella Irlanda en la que habían nacido sus padres. La historia es una soberbia combinación de drama y comedia, donde se mezclan el regreso a casa, una tormentosa, apasionada y cómica relación amorosa con la indomable Mary Kate Danaher –espléndida y pelirrojísima Maureen O’Hara– y muchos enfrentamientos con su futuro cuñado –interpretado por Victor McLaglen– que se niega a darle la mano de su hermana al tipo que le ha robado unas tierras. Hay mucho de todo eso que nosotros vimos de niños en nuestros mayores: secretos dolorosos que persiguen a los protagonistas hasta el otro lado del océano, ceremoniales que el protocolo marca para el noviazgo rural, paseos, citas, bailes y encuentros entre la pareja, siempre vigilados por unas miradas con cerrojo que parecen cinturones de castidad. La película es un bálsamo milagroso, eleva la moral y sana las enfermedades del alma. Fábulas maravillosas como ésta son las que nos hacen envidiar la vida plácida y placentera de lugares como Innisfree, ese paraíso infantil que hemos perdido todos desde que nos hicimos adultos.
George Denver era un tipo muy tranquilo. Cuentan que le daba tiempo a fumarse un cigarrillo entre dos latidos consecutivos de su corazón calmoso como la superficie del agua que hay dentro de un vaso. Empezó a darles buenos consejos a sus amigos únicamente cuando ya no tuvo edad para seguir dándoles mal ejemplo porque el estómago y la próstata se le convirtieron en dos estuches de virtudes, tan grandes como inútiles.
Algunas tardes, él y su amigo Rudy volvían un poco cargados por dentro con las cervezas frías que servían en la barra del Trocadero; aquellas cervezas literalmente heladas que bajaban por la raya del esófago igual que bajaría un alud de nieve por las torrenteras del Aconcagua. Cuando ambos estaban bajo esas condiciones de presión y temperatura, a George le daba siempre por hacer filosofía, gratis total, en la calle. Engolaba la voz como si estuviera interpretando una escena teatral y quisiera lucirse con sus reflexiones delante del público transeúnte:
- Verás, chico, hay ocasiones en que te puedes tomar el paso por la vida como si se ésta fuera el vuelo de una mariposa sobre una rama de hinojo en flor. En fin, ya sabes, disfrutar del aroma y de esos colores verde y amarillo que tiene el arbusto y que merodee sobre él la Madame Buterfly que todos llevamos dentro. En esos momentos nunca te pasaría por la cabeza que algunos de esos tallos sobre los que estás a punto de posarte andan estudiando biología para ser asesinos el día de mañana. Yo lo comprendí aquella primavera que viví en España. En la primera feria veraniega a la que asistí ya pude ver aquellos palitos convertidos en puñales que atravesaban el corazón de las berenjenas, previamente borrachas de vinagre de Valdepeñas y amortajadas con un pimentón en polvo que crían allí en una región llamada La Vera. Por eso, a ratos, los hombres podemos ser felices si logramos hacer la vista gorda cuando nos cruzamos con la maldad. Sinatra le llamaba a eso vivir his way; a su manera. Pero en otras ocasiones, muchacho, la vida se parece demasiado a un puñetazo de Joe Louis en la boca del estómago. Y entonces si que no te queda otra que afrontar la encrucijada, eligiendo tu propio camino. O respiras hondo hasta que se te pase el dolor -un dolor que inevitablemente acabará volviendo a ti cada vez que recuerdes aquella manaza negra- o dejas de respirar literalmente y así le obligas a él a acordarse de tu entierro durante el resto de su vida.
“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (XI) :
EL HOMBRE TRANQUILO
EL HOMBRE TRANQUILO
George Denver era un tipo muy tranquilo. Cuentan que le daba tiempo a fumarse un cigarrillo entre dos latidos consecutivos de su corazón calmoso como la superficie del agua que hay dentro de un vaso. Empezó a darles buenos consejos a sus amigos únicamente cuando ya no tuvo edad para seguir dándoles mal ejemplo porque el estómago y la próstata se le convirtieron en dos estuches de virtudes, tan grandes como inútiles.
Algunas tardes, él y su amigo Rudy volvían un poco cargados por dentro con las cervezas frías que servían en la barra del Trocadero; aquellas cervezas literalmente heladas que bajaban por la raya del esófago igual que bajaría un alud de nieve por las torrenteras del Aconcagua. Cuando ambos estaban bajo esas condiciones de presión y temperatura, a George le daba siempre por hacer filosofía, gratis total, en la calle. Engolaba la voz como si estuviera interpretando una escena teatral y quisiera lucirse con sus reflexiones delante del público transeúnte:
- Verás, chico, hay ocasiones en que te puedes tomar el paso por la vida como si se ésta fuera el vuelo de una mariposa sobre una rama de hinojo en flor. En fin, ya sabes, disfrutar del aroma y de esos colores verde y amarillo que tiene el arbusto y que merodee sobre él la Madame Buterfly que todos llevamos dentro. En esos momentos nunca te pasaría por la cabeza que algunos de esos tallos sobre los que estás a punto de posarte andan estudiando biología para ser asesinos el día de mañana. Yo lo comprendí aquella primavera que viví en España. En la primera feria veraniega a la que asistí ya pude ver aquellos palitos convertidos en puñales que atravesaban el corazón de las berenjenas, previamente borrachas de vinagre de Valdepeñas y amortajadas con un pimentón en polvo que crían allí en una región llamada La Vera. Por eso, a ratos, los hombres podemos ser felices si logramos hacer la vista gorda cuando nos cruzamos con la maldad. Sinatra le llamaba a eso vivir his way; a su manera. Pero en otras ocasiones, muchacho, la vida se parece demasiado a un puñetazo de Joe Louis en la boca del estómago. Y entonces si que no te queda otra que afrontar la encrucijada, eligiendo tu propio camino. O respiras hondo hasta que se te pase el dolor -un dolor que inevitablemente acabará volviendo a ti cada vez que recuerdes aquella manaza negra- o dejas de respirar literalmente y así le obligas a él a acordarse de tu entierro durante el resto de su vida.
Sergio Coello
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