Las huelgas obreras han sido un tema recurrente para el cine y muchas veces la pantalla nos ha mostrado ese silencio inquietante de las máquinas dormidas dentro de la fábrica mientras fuera, en la calle, atronaban los gritos de unos tipos en movimiento vestidos con monos de trabajo manchados con la grasa de la Historia.
Con la excusa de narrar estos episodios de los que está salpicada la epopeya de las luchas obreras se han hecho obras maestras como La sal de la tierra de H.J. Biberman y Tout va bien de Jean Luc Godard; películas notables como La venganza de J.A.Bardem y Norma Rae de Martin Ritt y bodrios infumables, cuyo título no merece la pena destacar; ya saben, películas de esas que han sido hechas por gente que ignoraba una verdad incontestable: después de ver la pionera de todas ellas –La huelga, del gran padre ruso del cine Serguei Eisenstein, a mayor gloria de la revolución bolchevique– no te entran ganas de hacerte comunista sino director de cine.
No ha sido tan frecuente, en cambio, ver tratado en la pantalla la peliaguda cuestión del plante laboral desde el punto de vista maldito –y tan políticamente incorrecto– del esquirol; ese traidor a la causa que también tiene su corazoncito y unas razones que el corazón de los demás no entiende. En Amargo silencio, una película inglesa de los primeros sesenta, Richard Atemborough interpretaba el papel de un trabajador que, por razones éticas, se negaba a secundar una huelga convocada por sus compañeros porque la consideraba injusta e ilegal. En Casta invencible Paul Newman se dirigía a si mismo interpretando el papel de un empleado de una empresa maderera que decide resistir las presiones de sus compañeros para que participe en una huelga contra la empresa, precisamente porque esas presiones se convierten en un insoportable ataque a su libertad personal. La moraleja es desoladora: Luchar por una causa en la que no crees, quizá rompa algunas de las cadenas que atan al resto de mundo pero es seguro que hará de ti un ser mucho menos libre.
Hasta que conocieron a Jack Mahoney, los del Ceilán jamás pensaron que pudieran existir tipos como él. Hombres de una pieza que por haber sido engendrados de golpe y sin vacilaciones carecían de remaches, rodamientos y tornillos. Hasta parecía que tuvieran el esqueleto formado con un solo hueso. Fulanos de esos que se destrozan un brazo en un accidente, por ejemplo, y resulta que hay que cambiarlos enteros porque no existen piezas sueltas para la sustitución. Jack era uno de ellos. Antes de plantarse delante de los piquetes pro-huelga general, se estuvo arrancando con las uñas toda la silicona que los comandos informativos le habían puesto entre las piernas aprovechándose de que estaba dormido. Pero Jack tenía que trabajar al día siguiente -había sido contratado para interpretar su primer papel protagonista en una película porno- y no estaba dispuesto a que nadie le robara su libertad de fracasar o no en aquella primera oportunidad.
Tenía tal dominio de sí mismo, también del ombligo para arriba, que sabía dejar al ralentí el motor de su alma con turbo para superar esos malos momentos en que los demás siempre acabamos explotando para que, al final, el enemigo recoja luego nuestros pedacitos y los recomponga a su gusto con pegamento. Esa capacidad de aguante le venía a Jack de cuando era niño. El día en que cumplió ocho años, su padre le regaló la obligación de asistir al colegio. Su progenitor le cogió de la mano y se dirigió a la escuela pensando en dejarle allí, sentado en un pupitre, para volver a recogerle al cabo de un par de lustros cuando las instituciones ya hubieran hecho de él un hombre de provecho. Lo malo es que el padre se equivocó de puerta y le dejó en el interior de una fragua, sentado sobre el yunque. Jack no llegó a graduarse en Secundaria pero fue adquiriendo un temple de acero que le convirtió en la envidia de los maleables que se adaptan a todo y un ejemplo a imitar -con el fin de corregirse, se entiende- para cuantos plomizos poblaban el mundo. Se cuenta que cuando llegaba hasta el escaparate elegido como punto fijo de encuentro para sus citas románticas, no había espada, daga o florete que no le tirara los tejos. Gracias a ese autocontrol, el día del Paro General Jack no se llevó por delante los sólidos argumentos que los huelguistas habían plantado delante de la puerta de entrada a los estudios Univestal Pictures, atropellándolos sin contemplaciones como si fueran barricadas de quita y pon.
Con la excusa de narrar estos episodios de los que está salpicada la epopeya de las luchas obreras se han hecho obras maestras como La sal de la tierra de H.J. Biberman y Tout va bien de Jean Luc Godard; películas notables como La venganza de J.A.Bardem y Norma Rae de Martin Ritt y bodrios infumables, cuyo título no merece la pena destacar; ya saben, películas de esas que han sido hechas por gente que ignoraba una verdad incontestable: después de ver la pionera de todas ellas –La huelga, del gran padre ruso del cine Serguei Eisenstein, a mayor gloria de la revolución bolchevique– no te entran ganas de hacerte comunista sino director de cine.
No ha sido tan frecuente, en cambio, ver tratado en la pantalla la peliaguda cuestión del plante laboral desde el punto de vista maldito –y tan políticamente incorrecto– del esquirol; ese traidor a la causa que también tiene su corazoncito y unas razones que el corazón de los demás no entiende. En Amargo silencio, una película inglesa de los primeros sesenta, Richard Atemborough interpretaba el papel de un trabajador que, por razones éticas, se negaba a secundar una huelga convocada por sus compañeros porque la consideraba injusta e ilegal. En Casta invencible Paul Newman se dirigía a si mismo interpretando el papel de un empleado de una empresa maderera que decide resistir las presiones de sus compañeros para que participe en una huelga contra la empresa, precisamente porque esas presiones se convierten en un insoportable ataque a su libertad personal. La moraleja es desoladora: Luchar por una causa en la que no crees, quizá rompa algunas de las cadenas que atan al resto de mundo pero es seguro que hará de ti un ser mucho menos libre.
“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (XII): CASTA INVENCIBLE
Hasta que conocieron a Jack Mahoney, los del Ceilán jamás pensaron que pudieran existir tipos como él. Hombres de una pieza que por haber sido engendrados de golpe y sin vacilaciones carecían de remaches, rodamientos y tornillos. Hasta parecía que tuvieran el esqueleto formado con un solo hueso. Fulanos de esos que se destrozan un brazo en un accidente, por ejemplo, y resulta que hay que cambiarlos enteros porque no existen piezas sueltas para la sustitución. Jack era uno de ellos. Antes de plantarse delante de los piquetes pro-huelga general, se estuvo arrancando con las uñas toda la silicona que los comandos informativos le habían puesto entre las piernas aprovechándose de que estaba dormido. Pero Jack tenía que trabajar al día siguiente -había sido contratado para interpretar su primer papel protagonista en una película porno- y no estaba dispuesto a que nadie le robara su libertad de fracasar o no en aquella primera oportunidad.
Tenía tal dominio de sí mismo, también del ombligo para arriba, que sabía dejar al ralentí el motor de su alma con turbo para superar esos malos momentos en que los demás siempre acabamos explotando para que, al final, el enemigo recoja luego nuestros pedacitos y los recomponga a su gusto con pegamento. Esa capacidad de aguante le venía a Jack de cuando era niño. El día en que cumplió ocho años, su padre le regaló la obligación de asistir al colegio. Su progenitor le cogió de la mano y se dirigió a la escuela pensando en dejarle allí, sentado en un pupitre, para volver a recogerle al cabo de un par de lustros cuando las instituciones ya hubieran hecho de él un hombre de provecho. Lo malo es que el padre se equivocó de puerta y le dejó en el interior de una fragua, sentado sobre el yunque. Jack no llegó a graduarse en Secundaria pero fue adquiriendo un temple de acero que le convirtió en la envidia de los maleables que se adaptan a todo y un ejemplo a imitar -con el fin de corregirse, se entiende- para cuantos plomizos poblaban el mundo. Se cuenta que cuando llegaba hasta el escaparate elegido como punto fijo de encuentro para sus citas románticas, no había espada, daga o florete que no le tirara los tejos. Gracias a ese autocontrol, el día del Paro General Jack no se llevó por delante los sólidos argumentos que los huelguistas habían plantado delante de la puerta de entrada a los estudios Univestal Pictures, atropellándolos sin contemplaciones como si fueran barricadas de quita y pon.
Sergio Coello
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