domingo, 26 de mayo de 2013

Siempre nos quedará.... Venecia





      Venecia es la humedad hecha arte. La de los cimientos mojados en centenares de casas que enmohecen por culpa del líquido corrosivo de los canales y de las lágrimas de aquellos que lamentan inútilmente lo inevitable, como la puesta de sol de cada día detrás de la raya del horizonte. Humedad de esa brisa adriática que es una mancha de color gris plata en medio del azul añil mediterráneo. Y a estas humedades, en verano hay que añadir la del calor bochornoso de esa bahía llena de parejas de todas las partes del mundo que vienen aquí con el deseo de que se transforme en eterno lo que es irremediablemente perecedero.


      
      El mundo está empeñado en salvar Venecia de una muerte lenta, una especie de suicidio a plazos que la hunde en el mar, porque ignoran lo que un veterano guía del Parque Nacional de Doñana me dijo a mí una vez, mientras contemplábamos juntos un sofá ruinoso y semi-enterrado en aquellas dunas de arena playera: que el mar siempre devuelve a la tierra todo lo que está definitivamente muerto. Para recuperar Venecia habría que aplicarle una eutanasia limpia, rápida y eficaz y así tal vez el mar la devolvería tal como la han soñado el cine y la literatura; es decir, convertida en un santuario para nostálgicos, solitarios y perdedores que siempre confían en empezar su eterna su luna de miel en Venecia.      
           

      Situada en el noroeste de Italia, Venecia es la capital de la región de Véneto y sus cuatrocientos mil habitantes se asientan sobre un archipiélago de ciento veinte islotes comunicados entre sí por ciento setenta y siete canales. A la salida del golfo está su famoso puerto del Lido moviendo los frutos de una intensa actividad industrial -siderurgia, construcciones aeronavales, maquinaria agrícola, textil, química, mobiliaria, conservera, tabaco, vidrio, cemento y cerámica- que fue instalada en Mestre y Marghera, ya en tierra firme. Venecia es un centro turístico de primer orden -uno de los tres más importantes de Italia junto a Roma y Florencia- con aeropuerto, arzobispado y universidad.

    

     Las islas de la laguna sirvieron de refugio a gentes que huían de las invasiones bárbaras (hunos y godos, principalmente) y a finales del siglo VI estos inmigrantes formaban ya doce poblados independientes y confederados que eligieron como autoridad superior a un “doge” bajo la lejana soberanía de Bizancio. Poco a poco, la ciudad fue desarrollando sus propias instituciones y su comercio y, como tantas veces ocurre a lo largo de la Historia, una actividad bélica --las cruzadas contra el islamismo que había invadido la ciudad-pilar cristiana de Jerusalén-- fue el “polo de desarrollo” medieval de Venecia. La necesidad de aprovisionamiento de los ejércitos y su “corpus” civil acompañante le abrieron las puertas del comercio con el Próximo Oriente.         La decadencia de Bizancio, contra la que esta ciudad supo desviar inteligentemente la cuarta cruzada en 1202, le permitió conquistar algunas islas griegas extendiendo su poder marítimo hasta ser en el siglo XIII directa rival de Génova en cuanto al monopolio comercial bizantino. Además, paralelamente, había iniciado la absorción de buena parte del interior del norte italiano (Verona, Padua, Brescia, Bergamo y Cremona) pero la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453 supuso un duro golpe para la poderosa Venecia y su comercio se vio duramente afectado. La decadencia de la república fue imparable hasta que la propia institución desapareció al ser invadida la zona por Napoleón en 1797 y su territorio repartido entre Austria y Francia en la firma del tratado de Campoformio. Después vivió una fugaz recuperación, al ser restaurada la república durante la revolución de 1848, pero dieciocho años más tarde Austria la cedió al Napoleón III y éste, respetando los resultados de un plebiscito popular, la entregó al reino de Italia.    

           

    Venecia está llena de monumentos que recuerdan su antigua riqueza pero destaca la impresionante basílica de San Marcos, que fue construida durante el siglo XI en estilo bizantino y levantada en la Plaza del mismo nombre. La “piazza San Marco”, junto al mar, está llena de turistas y palomas voraces a cualquier hora y en ella hay orquestas sinfónicas que amenizan la velada de los ocupantes de las terrazas interpretando música clásica. Primero ha de visitarse de día; y, luego, de noche -iluminada- para comprobar que son dos plazas distintas y que una y otra no tienen nada que ver. El “Palazzo Ducale” fue antigua sede de la presidencia de la república y La Scala d’Oro fue realizada bajo la dirección de Sansovino y Scarpagnino. Del siglo XIII son las iglesias de Santa María Gloriosa del Frai y San Giovanni y San Paolo; y entre los siglos XIII y XIV se edificaron palacios, como la Ca’ d’Oro, que han dado a Venecia su clásica personalidad monumental. Otros valiosos edificios palaciegos son el Corneron, Rezzonico, Grimani y  Pesaro. 
   


   También deben visitarse los templos de San Zaccaria y San Giorgio Maggiore. En Venecia hay muchos museos: la Casa Goldoni, el Arqueológico, de la Comunidad Israelita, de Arte Moderno, Correr, de Arte Oriental, de Pintura Sacro-bizantina, Fortuni, de Historia Natural, di Torcello, Peggy Guggenheim y los de “Setechento” y “Ottochento” Venecianos; y sus tres principales teatros son el del Ridotto, el Goldoni y, sobre todo, La Fenice -el preferido de María Calas- que se incendió hace pocos años y las subvenciones oficiales de medio mundo corrieron, puntualmente y al instante, en su auxilio. 

     También hay famosos hoteles aunque cinéfilos y melómanos prefieren el Hotel des Bains que la película “Muerte en Venecia” de Luchino Visconti  hizo inmortal porque le convirtió en un lugar mágico donde hasta el silencio suena a sinfonía de Gustav Mahler. En su gran salón puede espiarse la belleza de la lejana juventud. El Gran Canal está atravesado por el famoso “Ponte Rialto” -del siglo XVI- y de él parten la mayoría de las góndolas con turistas, aunque yo prefiero esa infinidad de puentes pequeños que atraviesan canales más estrechos con su forma quebrada de semi-exágono. Venecia es la ciudad preferida de la pantalla grande porque todo en ella -desde su decadente moribundia hasta el elegante y refinado carnaval- vale como escenario para películas de cualquier argumento. Por eso no hay género que no tenga su película veneciana: románticas, de terror, policiacas, comedias de enredo, eróticas, de aventuras, históricas, de espías y melodramas.  
                        
     En algunas plazuelas recoletas de Venecia hay gatos sueltos que arañan a los hijos de los visitantes cuando intentan acariciarlos con sus manitas inocentes de criaturas aún no resabiadas frente a  las uñas de la vida. Y los gondoleros no dan un palo al agua; en realidad, lo que hacen en apoyar la punta de la larga vara en un fondo poco profundo para empujar la embarcación y dar un rápido paseo inolvidable a los visitantes - muchos de ellos, españoles- por sus canales. En uno de esos paseos contemplé demasiados esplendores apulgarados por el paso del tiempo y la fugacidad de la gloria en las fachadas enmohecidas. 
           

Aquellas mansiones señoriales habían sido abandonadas con las ventanas abiertas y, por ellas, se colaba -incluso en agosto- el frío de la muerte hasta el mismo tuétano de un pasado ya irrecuperable. Los paseos en góndola sirven, fundamentalmente, -lo sé por propia experiencia- para que uno se haga una idea exacta de que Venecia está siempre triste, tengas o no tengas una mujer a tu lado, y con o sin la famosa canción de Aznavour  moscardoneándote en la oreja. Los canales de Venecia despiden ese cierto olor a despojo urbanita porque en la superficie de sus aguas flotan peces muertos con la tripa hinchada, no sé si por culpa de algún atracón de efemérides mal digeridas, que es la peor contaminación que pueden sufrir los seres vivos cuando se afincan en cualquier sitio.