domingo, 2 de abril de 2017

TIERRA DE NADIE (11)

DOS SORTIJAS Y UN FRASCO DE PERFUME

    El lujo tiene estas cosas. Un pequeño detalle de marca llega mucho más lejos que cualquier tragedia personal, por larga y dura que sea. Los secuestradores de la periodista francesa Florence Aubenas le regalaron dos sortijas y un frasco de perfume horas antes liberarla junto a su guía iraquí Hanoun y después de pasar ambos ciento cincuenta y siete días encerrados en una covacha. A las pocas semanas del rapto, uno de sus guardianes les dijo “hemos preparado regalos para vosotros" y después de haberles obligado a permanecer durante cierto tiempo en cuclillas y en la oscuridad les ofrecieron un par de sillas. Era la primera vez que se sentaban desde el cinco de enero anterior. En la rueda de prensa que dio después en París la periodista del diario Liberation contó que tras salir por última vez del subterráneo en el que permanecieron ocultos durante cinco meses, los secuestradores les ofrecieron té y pollo asado, "como a unos invitados". Allí, en su cautiverio, no eran Florence y Hussein sino el número cinco y el número seis; que los números despersonalizan mucho, ya se sabe. Florence también contó que, a la hora de dejarles libres, y para sortear los puntos de control norteamericanos e iraquíes, sus secuestradores la obligaron a hacerse pasar por la esposa de su chófer y llevar el rostro tapado. El mandamás de aquellos terroristas –a los que algunos desahogados morales de Europa se atreven a llamar “tropas insurgentes”– le dijo:   
-"Si alguien te habla te pones a llorar y diremos que padeces una fuerte depresión." 
  Por suerte para ella, en uno de los controles les hicieron bajar del coche y un oficial francés le ordenó destaparse los ojos y ahí acabó la película de miedo. No tengo la menor prueba de ello pero estoy convencido de que la colonia femenina le resultó familiar al oficial francés. En cuanto deja de ser niña, lo primero que hace una mujer es elegir un perfume que la identifique y la distinga de todas las demás mujeres del mundo, algo así como su ADN de efluvios personales. Muchas infidelidades, por cierto, se han descubierto gracias al hecho de que los hombres prestan poca atención a esta regla de oro femenina.
  Pero lo que a mí me llamó la atención fue que la mayor parte de los titulares de los periódicos del mundo destacaron que todo había terminado felizmente y ya nadie se acordó de los ciento cincuenta días sin higiene ni complementos de moda que pasaron los secuestrados. Se ve que un par de joyas y un buen perfume francés se bastan para iluminar con su brillo y endulzar con su fragancia la oscuridad maloliente de cualquier secuestro. 
   Leyendo esta noticia me he acordado de lo mucho que aprendí de Thelma Perkins. Thelma se había licenciado en Historia por Berkeley pero luego tuvo una vida tan agitada que hubiera producido vértigo a una vagoneta de la montaña rusa  Siete Picos     del madrileño Parque de Atracciones. Tenía tanto pasado y tan revuelto que cuando daba una conferencia sobre la tempestuosa vida erótica de Catalina la Grande parecía una testigo presencial de los hechos. Por sus numerosos líos con hombres, Thelma no tenía nada que envidiar a la zarina rusa, que había coleccionado palacios y amantes en la misma proporción que los campesinos coleccionan granos de trigo. Las andanzas amorosas de Thelma Perkins no hubieran cabido en el Hermitage ni aun suprimiendo la parte gráfica de sus posturas más obscenas. Una noche que estábamos tomando un daiquiri en el Floridita de La Habana observé cómo sus pestañas de terciopelo negro se pusieron a bailar el bolero que interpretaba la orquesta. Cuando dejó de sonar la música, ella me soltó de pronto:
-“¿Sabes una cosa? Una mujer como yo cuenta los hombres que ha perdido igual que lo haría un general en el campo de batalla, por batallones. Es difícil que algún tipo llegue a sorprenderme a estas alturas con ese cuento chino sobre el amor a primera vista. La última vez que creí en las palabras de un hombre fue porque él se limitó a darme la hora. Y, así y todo, me aseguré antes de que podía fiarme echándole un vistazo al Cartier de oro que llevaba en la muñeca. Una vez fui secuestrada por un coleccionista de amantes y cuando se le llenó su vitrina me devolvió a la calle con un billete de diez dólares. Me sentí la mujer más rica del mundo.”          
   Thelma conocía a los secuestradores al dedillo. Sabía de qué pie cojeaban cuando les escuchaba decir eso de “tranquila, no te pasará nada si los tuyos cumplen su parte del compromiso y pagan el rescate”. La volví a ver una noche en el Dresde, el mejor cabaret de Berlín. Ella estaba en la barra tomando un gin fizz y espantándose de la cara, con su sombrero de espía de entreguerras, a media docena de moscones ex-nazis que la asediaban con la intención de ponerle la bota encima y lo demás dentro. Cuando se libró de aquellos tipos que eructaban la canción Lili Marlen desafinando un poco, Thelma me comentó en un aparte:
-         “Los hombres acertáis raramente a la hora de hacernos el regalo que preferimos pero los secuestradores siempre dan en el clavo. Te regalan un bolso de plexiglás cuando te liberan y te crees la reina de Saba. Yo siempre les doy el mismo consejo a las chicas jóvenes"  –me dijo Thelma–: “Si te secuestran, pequeña, no te pongas exigente. Olvida tu buen gusto y sobrevivirás”.  
      Las malas lenguas decían que, años después, Thelma dejó de llamarse Thelma para llamarse Deborah. Se dedicaba a emplearse a fondo en la caza de secuestradores. Tejía a su alrededor una telaraña invisible y ellos caían como moscas. Entonces, se los tomaba de aperitivo; para ir haciendo boca.
-         “Los secuestradores son como los cigarrillos.”  –Me dijo en otra ocasión– “Cuando están juntos formando una piña parecen uno de esos paquetes de tabaco que llevan el terror de la muerte en una pegatina con letras negras pero tomándolos de uno en uno, no son nada. Si doy con alguno, nunca le envío a la tumba directamente. Me podrían acusar de homicidio en primer grado. Simplemente, procuro apagarle aplastando su colilla en el  primer cenicero que me cae a mano.”