lunes, 29 de noviembre de 2010

Mujeres







Cuando era más joven e impulsivo cambié la caótica comodidad del internado en la Universidad Laboral de Alcalá de Henares por la escuela de la vida. Ésta consistía en ocho horas de trabajo diarias ─de lunes a viernes─ en una empresa multinacional norteamericana, seguidas de otras tantas de clase en la escuela de Ingeniería Técnica de Telecomunicación madrileña, que por aquel entonces estaba situada en el madrileño barrio de Salamanca.

Como tantos de mi generación, a los veinte años estaba convencido de que la seguridad en uno mismo y la juventud son la misma cosa. Con el tiempo he ido acumulando años y dudas. Especialmente, sobre aquellas supuestas verdades que entonces me tragaba enteras, sin masticar, hasta que su pesada digestión me obligaba a reflexionar sobre ellas. Ahora procuro huir de todas esas generalizaciones colectivas que se hacen sobre la gente, basadas en su clase social, su profesión o su lugar de nacimiento. También en su sexo. Cuando escucho voces masculinas a mi alrededor sosteniendo que sólo hay dos clases de mujeres ─las guapas y las feas─ me acuerdo de tantas que nos han dado a conocer la literatura, el cine y, sobre todo, la vida. Mujeres que no eran ni una cosa ni otra, sino algo muchísimo mejor: interesantes.


Bárbara Tyler, por ejemplo. La conocí en uno de mis insomnios nocturnos. Ella aún no había cumplido los cuarenta pero en sus ojos se podían leer ya todas esas cosas que únicamente han experimentado las mujeres que guardan el secreto del arte de la concentración. Ya saben, la clase de chicas que son capaces de vivir un par de siglos en menos de cuatro semanas. Bárbara era atractiva, millonaria y viuda ─por ese orden─ y, precisamente, porque una cosa le había ido llevando a la otra. Le gustaba resolver los problemas de dos en dos. En medio del funeral de su marido ─anciano y multimillonario─ contrató a un par de cirujanos plásticos de mucho prestigio para que le quitaran unos cuantos de años de encima a la altura del pecho.

Mientras dos docenas de cadetes procedentes de la academia de West Point tocaban “Dios salve a América” en honor del que pronto sería el más rico del cementerio, Bárbara ultimaba detalles en relación con la calidad de los materiales para la fabricación de las dos colinas que le iban a instalar en su nueva coraza. Lloró lo justo sobre el cadáver, que no protestó lo más mínimo. Tal vez porque había muerto feliz, en la cama, a causa de un infarto de miocardio que ella misma le provocó la noche anterior al pasarse de rosca con un beso de tornillo.


Sergio Coello

domingo, 14 de noviembre de 2010

Tarde


Maratones, empleos, trenes, amores; por llegar tarde se han perdido muchas cosas en la vida. Hasta se han perdido vidas, valga la redundancia. Por ejemplo, si usted fuera gobernador de Alabama y decidiese conceder un indulto al condenado a muerte que van a sentar mañana en esa silla con casco protector, cinturón de seguridad y calefacción eléctrica para la cabeza, nunca debería poner el papel firmado y salvador en manos de una tortuga mensajera. Tampoco sería acertado elegir a un tartamudo para que transmitiera por teléfono el indulto perdonavidas al alcaide de la penitenciaría si apenas queda un minuto ─como en las películas─ para que llegue la hora fatal del cumplimiento de la sentencia. Lo más seguro es que la decisión llegue tarde, cuando ese pobre reo esté ya dentro de un ataúd con olor a carne quemada.

En el otro extremo del péndulo, tampoco es aceptable que la policía encuentre las pistas de un crimen un par de días antes de que éste se haya cometido. Eso es lo que hacía el capitán Quinlan en la película Sed de mal. Su instinto le llevaba a descubrir a los asesinos mucho antes de que éstos hubieran pensado en matar a nadie porque aquel policía con cara de buldog sabía que un sospechoso era culpable en cuanto notaba un ligero dolor en su pierna izquierda mientras pasaba al tipo por la piedra del interrogatorio. Ya lo decía Marlene Dietrich sobre el cadáver caliente de Orson Welles, en aquella inolvidable y arrabalera escena final:

-“ Fue un gran sabueso… y un detective deplorable.”

Para Albert Eninstein el paso de tiempo era tan relativo como su pelo blanco ─que era negro a la altura de su bigote─ y con la pérdida de la impaciencia juvenil la mayoría de nosotros acabamos aprendiendo que “tarde” y “temprano” son conceptos tan antagónicos como ambiguos. El escritor Julio Cortázar escribió un relato sobre un hombre que exigía a las personas con las que quedaba la misma puntualidad impecable que él aplicaba a sus citas. Hasta tal extremo era puntual el hombre que su nuca llegaba a todas partes al mismo tiempo que la punta de su nariz, sin la más milimétrica diferencia. Cortázar desvela al final del cuento cómo se las ingeniaba el personaje para salvar a su esqueleto de las tres dimensiones que soportamos los demás. Pero eso es literatura. En la vida real lo que abundan, precisamente, son individuos que se distinguen por todo lo contrario. Ya saben, gente que apenas se toma la molestia de amagar una disculpa por el retraso cuando se presenta a devolverte ─al cabo de treinta años─ aquella primera novia tuya que te pidió prestada para bailar con ella When a man loves a woman en la fiesta de fin de carrera. Por eso me ha parecido bien que unos científicos se hayan tomado la molestia ensayística de ponerse a calcular con exactitud qué es lo que la Humanidad entiende por “tarde”. Resulta que, para el mundo, “tarde” es, exactamente, diez minutos y diecisiete segundos. Como valor promedio, se entiende. Lo reveló una macro-encuesta hace tiempo y, ya se sabe, las matemáticas y la física de las últimas décadas no son nada sin la teoría de probabilidades. No digamos la política.


Las estadísticas han venido a sustituir a las viejas mentiras históricas en las relaciones del poder con los ciudadanos. La estadística es participativa y solidaria como ella sola pero sus cuestionarios tienen un defecto-trampa: de todas esas preguntas directas que nos hacen, lo que menos importa es la respuesta que damos a las cuestiones planteadas. Lo fundamental para el que pregunta es aquello que le confesamos de nuestra intimidad ─de nuestra manera de pensar y sentir, me refiero─, casi sin darnos cuenta y aprovechando que el encuestador nos tira de la lengua. Las preguntas de los cuestionarios llevan siempre dentro ─muy bien escondido─ un abridor para esa lata donde conservamos nuestros secretos y un sacacorchos para destapar la botella medio llena con nuestras debilidades. Resultaría interesante averiguar cuántas elecciones se han ganado gracias a campañas inspiradas en todo eso que la mayoría de los futuros electores revelamos de nosotros mismos por la puerta falsa de las encuestas preelectorales. Estoy convencido de que cada vez que respondemos a una pregunta sobre nuestro estilo de vestir lo que hacemos, en realidad, es desnudarnos delante del preguntador. Es casi seguro, que ─sin apenas advertirlo─ le acabamos mostramos nuestros puntos débiles y él se encarga de informar al analista. Y, al final, aparece el político de turno en la televisión rellenando con palabras bonitas nuestro vacío previamente confesado. Por ahí debe de andar la verdadera ganancia comercial del negocio estadístico…y político.

Sergio Coello

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Extramuros



Escrito por Sergio Coello con motivo del puente de
Los Santos compartido por los laborales en Toledo:




“Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura,
toda de hiedra revestida y llena
que por el tronco va hasta la altura
y así la teje arriba y encadena
que el sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido,
alegrando la hierba y el oído.”

(Garcilaso de la Vega)



EXTRAMUROS


Aunque Toledo ya no es exactamente el mismo que cantara su hijo Garcilaso de la Vega, sigue conservando esa mezcla de fortaleza y vega extensa, de aleación entre la piedra quieta y el agua en movimiento que lleva hasta el mar que no es necesariamente el morir, como insistía otro ilustre poeta, Jorge Manrique.

Ya se sabe, los poetas disponen de libertad imaginaria ─la más potente de todas─ y Garcilaso y Manrique lo eran de sobra. Tenían licencia para ver una primavera florida donde otros sólo alcanzamos a contemplar esa balada nostálgica del otoño con sus hojas secas caídas por el suelo y sus choperas de crestas amarillas.

Pero los poetas, salvo Homero ─que perdió la guerra de Troya─ y John Milton ─que perdió el Paraíso─ no están ciegos. Ni tuertos como el profesor Ortega; aquel paisano suyo que en los primeros años sesenta del siglo pasado nos daba Formación del Espíritu Nacional a los “laborales” de Córdoba en Segundo Curso de Oficialía Industrial. Recuerdo su eterno esparadrapo blanco en el ojo izquierdo ─que no era político sino estético─, sus amenazas en broma a toda la clase ─“mis ceros no son como los de los demás profesores, son tan grandes que tendréis que llevarlos rodando con una guía, como si fueran aros”─ y la expresión “toledano, tonto y vano; si lo sabré yo”; auténtica “prueba del nueve” de su honrado sentido del humor; que el humor bien entendido, como la caridad, siempre debe empezar por uno mismo.

El caso es que un buen grupo de ex-alumnos de la Universidad Laboral de Córdoba nos hemos reunido los días 29, 30 y 31 de octubre en Toledo. Lo hicimos bajo el paraguas de ULACOR, un paraguas transparente que no nos impide ver el horizonte, a la vez que nos protegió de la lluvia; escasa, por cierto. Porque de lo que se trata es de estar a favor de todos y contra nadie. Por eso hicimos nuestro encuentro a “extramuros” ─¡que hermosa metáfora!─ de esa ciudad monumental llamada Toledo y que parece encastillada, un poco encerrada en sí misma; aunque las apariencias engañen, como siempre, porque hasta allí acuden gentes de todas partes sin problemas de aranceles, salvoconductos o contraseñas.

Ignoro si Juan Antonio Olmo lleva escondido dentro, quizá sin saberlo siquiera él mismo, uno de esos poetas de las casualidades o el niño descubridor “malgre lui” de hallazgos afortunados como aquel pequeño protagonista de La isla del tesoro de Stevenson. El Hotel Beatriz, donde estuvimos alojados, se encuentra fuera de esa ciudad-castillo, en la zona abierta; ya libre del abrazo-soga del Tajo. Desde siempre, uno es muy de metáforas pero es que el paso del tiempo y las fatigas y alegrías de la vida le han llevado a considerar que las metáforas ─las buenas metáforas, naturalmente─ definen mucho mejor a la Humanidad que los malentendidos.

Todos los “laborales” que hemos estado en Toledo, sin excepción, somos firmes partidarios de las puertas abiertas, de las vallas sin cancela y del derribado muro de Berlín. La antigua capital visigoda, con sus siglos de historia tolerante entre culturas, su pintor universal que no era de allí, su Escuela de Traductores para que los hombres del mundo se entiendan entre sí y su mezcla de arquitecturas donde caben todos los estilos de utilidad y belleza, no necesita aprobar ningún examen de convivencia. Nadie discute eso. Pero no vamos a negar que el caso histórico toledano tiene esa forma de alcázar defensivo; como si estuviera un poco encerrado en sí mismo; algo así como aquel Fuerte Clark desde el que el Séptimo de Caballería se defendía de los apaches. Para todos nosotros, escudos y lanzas están de sobra. Por eso insisto en que fue un acierto, ético y estético, ─además de una magnífica alegoría─ instalar el campamento en el Hotel Beatriz.

El movimiento se demuestra andando y fuera de la muralla, en campo abierto, es donde mejor se habla de buena voluntad y de un futuro compartido, de entendimiento y unidad. Todo por ese orden tranquilo de buenos alimentos, espirituales y de los otros.

De Toledo me quedo con lo bueno y con lo mejor. Lo bueno es que he vuelto a ver la maravillosa obra del hombre a través de los siglos. Lo mejor: que he compartido estos tres días con personas magníficas a las que tenía más o menos archivadas en la carpeta de la memoria. Ahora han cobrado vida y se han presentado ante mí como lo que realmente son: sencillos héroes cotidianos de la batalla sin fuego cruzado de la vida. Y es que en el mundo real cualquier otra clase de héroe sólo es un gran invento. Como el turismo.

Sergio Coello