domingo, 14 de noviembre de 2010

Tarde


Maratones, empleos, trenes, amores; por llegar tarde se han perdido muchas cosas en la vida. Hasta se han perdido vidas, valga la redundancia. Por ejemplo, si usted fuera gobernador de Alabama y decidiese conceder un indulto al condenado a muerte que van a sentar mañana en esa silla con casco protector, cinturón de seguridad y calefacción eléctrica para la cabeza, nunca debería poner el papel firmado y salvador en manos de una tortuga mensajera. Tampoco sería acertado elegir a un tartamudo para que transmitiera por teléfono el indulto perdonavidas al alcaide de la penitenciaría si apenas queda un minuto ─como en las películas─ para que llegue la hora fatal del cumplimiento de la sentencia. Lo más seguro es que la decisión llegue tarde, cuando ese pobre reo esté ya dentro de un ataúd con olor a carne quemada.

En el otro extremo del péndulo, tampoco es aceptable que la policía encuentre las pistas de un crimen un par de días antes de que éste se haya cometido. Eso es lo que hacía el capitán Quinlan en la película Sed de mal. Su instinto le llevaba a descubrir a los asesinos mucho antes de que éstos hubieran pensado en matar a nadie porque aquel policía con cara de buldog sabía que un sospechoso era culpable en cuanto notaba un ligero dolor en su pierna izquierda mientras pasaba al tipo por la piedra del interrogatorio. Ya lo decía Marlene Dietrich sobre el cadáver caliente de Orson Welles, en aquella inolvidable y arrabalera escena final:

-“ Fue un gran sabueso… y un detective deplorable.”

Para Albert Eninstein el paso de tiempo era tan relativo como su pelo blanco ─que era negro a la altura de su bigote─ y con la pérdida de la impaciencia juvenil la mayoría de nosotros acabamos aprendiendo que “tarde” y “temprano” son conceptos tan antagónicos como ambiguos. El escritor Julio Cortázar escribió un relato sobre un hombre que exigía a las personas con las que quedaba la misma puntualidad impecable que él aplicaba a sus citas. Hasta tal extremo era puntual el hombre que su nuca llegaba a todas partes al mismo tiempo que la punta de su nariz, sin la más milimétrica diferencia. Cortázar desvela al final del cuento cómo se las ingeniaba el personaje para salvar a su esqueleto de las tres dimensiones que soportamos los demás. Pero eso es literatura. En la vida real lo que abundan, precisamente, son individuos que se distinguen por todo lo contrario. Ya saben, gente que apenas se toma la molestia de amagar una disculpa por el retraso cuando se presenta a devolverte ─al cabo de treinta años─ aquella primera novia tuya que te pidió prestada para bailar con ella When a man loves a woman en la fiesta de fin de carrera. Por eso me ha parecido bien que unos científicos se hayan tomado la molestia ensayística de ponerse a calcular con exactitud qué es lo que la Humanidad entiende por “tarde”. Resulta que, para el mundo, “tarde” es, exactamente, diez minutos y diecisiete segundos. Como valor promedio, se entiende. Lo reveló una macro-encuesta hace tiempo y, ya se sabe, las matemáticas y la física de las últimas décadas no son nada sin la teoría de probabilidades. No digamos la política.


Las estadísticas han venido a sustituir a las viejas mentiras históricas en las relaciones del poder con los ciudadanos. La estadística es participativa y solidaria como ella sola pero sus cuestionarios tienen un defecto-trampa: de todas esas preguntas directas que nos hacen, lo que menos importa es la respuesta que damos a las cuestiones planteadas. Lo fundamental para el que pregunta es aquello que le confesamos de nuestra intimidad ─de nuestra manera de pensar y sentir, me refiero─, casi sin darnos cuenta y aprovechando que el encuestador nos tira de la lengua. Las preguntas de los cuestionarios llevan siempre dentro ─muy bien escondido─ un abridor para esa lata donde conservamos nuestros secretos y un sacacorchos para destapar la botella medio llena con nuestras debilidades. Resultaría interesante averiguar cuántas elecciones se han ganado gracias a campañas inspiradas en todo eso que la mayoría de los futuros electores revelamos de nosotros mismos por la puerta falsa de las encuestas preelectorales. Estoy convencido de que cada vez que respondemos a una pregunta sobre nuestro estilo de vestir lo que hacemos, en realidad, es desnudarnos delante del preguntador. Es casi seguro, que ─sin apenas advertirlo─ le acabamos mostramos nuestros puntos débiles y él se encarga de informar al analista. Y, al final, aparece el político de turno en la televisión rellenando con palabras bonitas nuestro vacío previamente confesado. Por ahí debe de andar la verdadera ganancia comercial del negocio estadístico…y político.

Sergio Coello

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