domingo, 4 de mayo de 2014

Siempre nos quedará... Marrakech

Marrakech es una puerta situada en la primera página de Las mil y una noches, algo así como un ¡Ábrete Sésamo! que da al desierto empezando por el oasis. Al otro lado de este lugar tan mítico como Damasco o Samarkanda y que está al sur del sur, se ven a veces las cumbres nevadas del Gran Atlas y la interminable arena sahariana que forma un velo para  ocultar una inmensa e irredenta África a la que engañaron con esa falsa independencia que concede la libertad de morirse de hambre.


     Fue fundada por los almorávides en el año 1062 y luego los almohades en el siglo XIII convirtieron Marrakech en la capital de su gigantesco imperio. Después, la dinastía de los mariníes la abandonó para trasladarse a Fez y posteriormente los saadianos procedentes del sur la redescubrieron en el siglo XV y entonces empezó su renacimiento. Actualmente es la ciudad más visitada de Marruecos y sus setecientos mil habitantes soportan -encantados, por otra parte- oleadas de turistas que llegan en busca de aventuras exóticas, previo pago de su importe.


    Su medina, que no es tan importante como la de Fez, está llena de bazares, puestos callejeros y zocos de tuaregs; esos hombres azules del desierto que te invitan a dar un paseo en sus camellos y luego, cuando estás amarrado a la joroba, te venden artesanía menuda para guardar en ella unas pócimas mágicas que, según ellos, hacen milagros con los extranjeros que han enfermado de ingenuidad después de haberse descreído del todo.


     En las calles estrechas de Marrakech he visto ancianos bebeberes de inmaculado gorrito blanco y barba de chivo que caminan encorvados mientras murmuran, aunque no podría decir si rezaban a Alá o maldecían a Mahoma porque ya carecían de fuerza para levantar la vista en dirección a La Meca. Y en las avenidas francesas de Marrakech me he cruzado con chiquillos que, en cuanto sales del hotel, adivinan al instante que eres español y gritan a tu paso ¡Casillas! y ¡Visca’l Barsa¡. Recuerdo a uno de ellos, un adolescente pesado como una moscarda, que nos habló en un aceptable castellano de que su paraíso soñado era el municipio madrileño de Leganés, donde había pasado el mejor verano de su vida, un par de años antes, cuando estuvo con un hermano mayor que trabajaba en la construcción y cobraba por ello.
  La mayor parte de los edificios importantes de Marrakech tienen sus paredes exteriores enjalbegadas en un color entre rosáceo y granate porque las pocas veces que llueve en esta ciudad las gotas de agua vienen impregnadas del rojizo polvo que lleva en suspensión el viento del norte del Sáhara y con cada tormenta se manchan las fachadas que no han sido tintadas previamente con ese mismo color.
Marrakech está llena de monumentos arquitectónicos que son fruto de su pasado esplendor: la Mezquita de la Kutubia es uno de los principales y su alminar –es decir, la torre- es el símbolo de la ciudad y hermano gemelo de la Giralda, ya que fue realizado por los mismos arquitectos.
      

   La Puerta de acceso a Marrakech es Bab Agnaou y antiguamente daba paso directamente al palacio del sultán. Hay una imponente necrópolis, que es la Tumba de los Saadianos, decorada con mosaicos de fina loza y estucos de madera de cedro. Y hay también dos grandes palacios: el de Badi -con una reproducción del Patio de los leones de la Alhambra granadina- y el Bahía, construido el siglo pasado. Es recomendable visitar la “medersa” Ben Jussef  (la escuela coránica universitaria) y, sobre todo, dos de sus parques: el Palmeral del norte, con más de cien mil palmeras,  y los Jardines Menara de 1200 metros de longitud y 800 metros de anchura.       
Por ser tan turística, hay muchos y buenos hoteles, pero al hotel “La Mamounía” -el más lujoso que yo he visto y uno de los cinco o seis más caros del mundo- van, a menudo, los hombres más ricos de la Tierra. Para entrar en su lujurioso “lobby” hay que vérselas  con unos porteros que la guardan, vestidos de gran visir y grandes como el genio de la lámpara en la película El ladrón de Bagdag.


   El hotel tiene un casino de fama en el que los viciosos del azar se dejan auténticas fortunas mientras el turista toma fotografías interiores en aquella especie de “Las Vegas menor” colmada de medias lunas, estucados mudéjares, alfanjes de adorno y turbantes de seda roja que huelen a “Rochas pour homme”.     
  En las afueras de la ciudad, cerca de los palacetes que se construyeron Elizabeth Taylor y Jackie Kennedy-Onasis para disfrutar de sus respectivas  juergas, asistí con otros españoles a una auténtica cena árabe. El lugar --ocupado por esas grandes tiendas circulares del desierto llamadas “jaimas”-- es la cara bonita de un país donde los niños te piden en las terrazas de los bares que les dejes beberse la última gota de tu Coca cola. La cosa terminó al aire libre, con un espectáculo ecuestre de jinetes casi niños disparando sus viejas escopetas al aire mientras galopaban en posturas imposibles sobre la montura.  Ninguno se cayó. 
   

  Pero lo más fascinante que hay en Marrakech es la Plaza Djenma el-Fna. Está situada en el centro de la ciudad y es un lugar asombroso que algunos novelistas han reflejado en sus obras escritas en las terrazas de los cafés que la rodean. En esta plaza comenzaba -con un asesinato, por cierto- la película de Alfred Hitchcock El hombre que sabía demasiado.


Es un lugar caleidoscópico;  por la mañana se pueden ver vendedores de perfumes y aceites esenciales, sacamuelas con alicates roñosos entre las manos, encantadores de unas serpientes que salen de la cesta al son de la flauta, músicos callejeros y buitres enjaulados. Y muchísimos más cojos, mancos y tuertos que en ningún otro sitio del planeta. Allí hice lo que jamás se debe hacer en Marruecos ni en ningún otro sitio de África: tomarse uno la libertad de fotografiar paisanos sin haber pagado antes el impuesto revolucionario al fotografiado, aunque éste sea una cobra como la que me miraba fijamente con la boca apuntándome directamente a la yugular. Todavía no sé como logré salir de allí sin haber pagado nada al flautista y con el carrete intacto. A esta plaza, bajo la luna, le ocurre lo mismo que al doctor Jeckyll cuando se convierte en Mister Hyde; de noche se llena de tipos patibularios y malencarados que tienen el rostro atravesado por cicatrices de muchísimo respeto y a los que les brilla una punta de acero en el bolsillo. Así que más vale hacer la visita nocturna protegido por unos cuantos guías-guardaespaldas.


    Naturalmente, a todos esos turistas que van a Marrakech y no salen de un lujoso hotel de cinco estrellas durante su estancia allí, no les pasa nada de esto pero ellos se lo pierden.