domingo, 28 de octubre de 2012

Siempre nos quedará... París

Presentación

"El nombre genérico -Siempre nos quedará- se entiende bien si, como se puede ver, la entrega inaugural está dedicada a la ciudad de París. Detrás vendrán otras muchas situadas en los cinco continentes".

"En la serie irán apareciendo algunos lugares del mundo que ha ido visitando a lo largo de bastantes años. Aunque muchos de ellos los he recorrido más de una vez, he querido reflejar fundamentalmente la primera impresión que me produjeron. Ya sabes, esas sensaciones únicas que sólo se dan al primer golpe de vista y oído, y que te transmiten las personas y los paisajes cuando llegas hasta ellos con la inocencia del desconocimiento físico, que no literario o cinematográfico".

"No se trata de un recorrido turístico, más o menos salpicado de fotos familiares. De hecho, aunque también incluiré, en ocasiones, alguna foto personal, la mayoría de las imágenes que aporto son ajenas y sólo pretenden complementar el carácter creativo de este trabajo". 

"Lo más interesante ─si es que consigo conectar con los lectores que visiten la página (www.laboraldecordoba.es) ─ tal vez sea esta otra forma personal de hablar de espacios y gentes ajenos a uno mismo, intentando tomarle el pulso urbano a esos lugares del mundo que he visitado y de los que siempre me atraían más su carne y su espíritu que sus espléndidos monumentos."

PARIS
(Sergio Coello)

               París es algo más que París; un lugar mágico enquistado en la cabeza y el corazón de muchos de nosotros gracias a unas cuantas frases célebres mil veces repetidas. “Siempre nos quedará París”, le decía la gabardina de Bogart al sombrero de Ingrid Bergman entre la niebla de aquel aeropuerto con un único avión a punto de despegar y con el amor de sus vidas a un paso de quedar aplazado definitivamente. El año anterior, un Hitler impaciente preguntaba a sus generales “¿Arde ya París?”, como si la llama de la libertad pudiera ser sofocada con más fuego. Y es que aún no se había extinguido del todo aquella otra sentencia incendiaria del aspirante navarro al trono de Francia pronunciada un par de siglos antes -“París bien vale una misa”-, anticipo de que para el poder los principios acaban siempre donde empieza la ambición de mayor poder. París además se ha alojado en nuestro recuerdo a través de canciones en voces inolvidables -Piaf, Brel, Aznavour- aunque uno prefiera aquella copla, entre canalla y nostálgica, que le dedicó Carlos Cano cuando todavía era un españolito pobre en la Ciudad de la Luz: “¡Allez, venez vous, milord! ¡Allez, venez vous, madame! Ecoutez cette chanson, que es primavera en Pigalle”.
   Durante siglos, París ha sido el símbolo de tantas cosas que siempre alguna de ellas acaba interponiéndose entre el viajero y esa ciudad que sigue creyéndose el faro o el ombligo del mundo. Y quizá lo fue alguna vez, cuando enseñaba a la “Humanité” que el poder absoluto se reduce a cero con un golpe de cizalla bien afilado y un cesto para recoger las cabezas sueltas.
       


   El mundo ha dado muchas vueltas desde que París -un pequeño villorrio de pescadores de la Isla de la Cité habitado por los “parisii”, que le han dado su nombre- fuera conquistado por los romanos en el año 55 a.C. Los francos sucedieron a los romanos y decidieron llamar París a la ciudad, que se convirtió en el centro del reino. El Renacimiento y la Ilustración se encargaron de transformarla en una de las más importantes capitales europeas y después la revolución burguesa, la pintura impresionista, la poesía de Rimbaud, el teatro de Camus e Ionesco y los cineastas de la “nouvelle vague” acabaron consolidando su estrellato. París tiene como símbolo un dedo índice luminoso, hecho de hierros entrelazados, que apunta al universo descaradamente. Montparnasse, los Inválidos, los jardines de las Tullerías donde, por cierto, bebí una espléndida cerveza tumbado en una hamaca frente al Arco del Carrusel, el Palacio de Chaillot, las estaciones de Austerlitz, Lyon y D’Orsay; la Asamblea Nacional, la Iglesia del Dôme, el Pantheón, la Sainte-Chapelle, el Hotel de Ville, la Comedíe Française, el Palais Royal; el Pont Saint Michel y, a lo lejos, como un azucarero de porcelana, ese Sacré-Coeur haciendo contraste con los viejos tejados húmedos y rojizos de Montmartre. La verdad es que, a la hora de pasear por sus calles, París es infinito. Llegué allí por primera vez hace bastantes años, llevando dentro de mi equipaje esa memoria sentimental que resulta imprescindible para ir incluso al bar de la esquina. Uno siempre espera encontrarse con la ciudad que ya lleva consigo en la maleta de los sueño. Yo confiaba en que bajo el museo en el que han transformado el viejo mercado de Les Halles advertiría algún movimiento o ruido de aquel vientre urbano, visceral, erótico y violento, que descubrí en las novelas de Emilio Zola cuando el pueblo de París tenía que sobrevivir a puñetazos contra la vida. Unos tiempos en que los escasos placeres que quedaban al alcance de las encallecidas manos del pueblo eran todos pecados mortales. Suponía en mi ingenuidad viajera, ya digo, que en cualquier rincón de Saint-Denis me tropezaría con el perfume tierno de Irma “la Dulce”, vigilada de cerca por las muecas de Jack Lemon vestido de gendarme. No fue así. En Saint-Denis  había, por supuesto, mujeres de la calle que iban vestidas con la elegancia cubista de las señoritas de Avignon y en el Bois de Boulogne vi mujeres de alquiler con un parasol impresionista en la mano, como si se hubieran escapado de un cuadro de Auguste Renoir, pero lo que de verdad me sorprendió de esos lugares fueron unos restaurantes griegos donde se comía arroz envuelto en hojas de parra hervidas en caldo con aroma de eneldo. Y que me recordaban al sirtaki final de Zorba el griego, con Anthony Quinn contagiando su baile lleno de vida a un caballero inglés racionalista en medio de la playa. También me acordé de la sala de cine en la que vi esa inolvidable película de Michel Cacoyanis por primera vez. Eran otros tiempos y  en la cordobesa Plaza de las Tendillas el Palacio del Cine aún estaba vivo para acogernos las tardes de domingo a los laborales de entonces.
  En el París flamante de mi primer viaje, Pigalle aparecía vacío de mujeres al anochecer aunque lleno de travestonas con brazos de camionero norteamericano. Y su Moulin Rouge (¡ay!) estaba herido de gravedad porque una de las cuatro aspas se había apagado más o menos para siempre.
      
             Tampoco encontré en los cafés de Saint-Germain-dés-Près una silla vacía esperando al esqueleto de Jean-Paul Sartre para que reescribiera “Las manos sucias”, ni el cenicero con los restos del último cigarrillo que fumó Albert Camus antes de estrellar su coche contra el futuro, que el futuro, en ocasiones, es un callejón sin salida. No perdí el tiempo rastreando las calles de París a la búsqueda  de algún souvenir sentimental o político de aquel Mayo del 68, uno de los mayores fracasos intelectuales de la izquierda europea del siglo XX. A aquellas alturas de mi vida ya sabía que no es que no quedase nada, es que quedaba lo peor: las calvas conformistas y las barrigas cerveceras -me refiero a las mentales, naturalmente- de aquellos jóvenes radicales que acabaron haciendo de la revolución una plaza funcionarial para toda la vida. 
           Frente al Palacio de la Ópera estaba la oficina de American Express, siempre de guardia, y no me quedó claro si en sus sótanos los domingos de agosto se seguía refugiando el fantasma. El arte está cerrado en esas fechas pero el dinero no. En la Île de la Cité -rodeada de río por todas partes menos por una llamada cielo- está el imperio gótico de Notre-Dame atestado de turistas extranjeros. Su torre multiplicada por dos tampoco es ya el último refugio del jorobado Quasimodo y la zíngara Esmeralda, sino otro mirador más desde el que contemplar cuarenta siglos de Historia sin necesidad de creerse uno Napoleón.    
       Entre los puentes Neuf y D’Alma -donde murió Diana de Gales huyendo de los “paparazzi”- pasan de noche, sobre el agua del Sena, unos bateaux llenos de gentes que van a ver, iluminada, la noche parisina. Y en los Paseos de la rive gauche y droite del río se ven elegantes messieurs de pelo blanco -a la caza de chicos jóvenes- y muchachas indias menores de edad que rodean al turista entre gritos para marearle y hacerse, al instante, con su cartera. Del Louvre recuerdo, especialmente, la sonrisa de la Gioconda y una Victoria de Samotracia con la que se topaban todos los turistas al entrar. Y en el palacete du Jeu de Paume -todavía no habían llevado los “impresionistas” al museo D’Orsay- hice una larga  espera de tres horas para ver la mejor colección de cuadros de mis pintores favoritos, aquellos tipos que fueron los primeros en atreverse a salir de los palacios reales para ponerse a pintar lo que había fuera de ellos. Bueno, la verdad es que fueron los segundos. Velázquez les llevaba un par de siglos de ventaja.
  El Centro Pompidou -uno de esos edificios que tienen sus tripas metálicas al aire disfrazadas de conductos de agua y aire acondicionado- goza de mucha fama pero a mí me resultó más fascinante la plaza la Place de la Ville de París─  donde se asienta. Allí he visto gentes de todas partes agrupadas por clanes: estudiantes italianos con la palabra Benetton en la mochila, músicos bolivianos tocando la quena, mercaderes turcos con los kilis al hombro y bretones barbudos con perro sin bozal. Y, en medio de todos ellos, un chino mandarín que lograba fascinar a ese medio mundo con cuatro velas y un poco de cuento. Chino.   

            
      Nunca hay que buscar ese París que ya no existe. Lo más probable es que uno pierda el juicio como Don Quijote y se crea que está dentro de esa tierra prometida con la que sueñan los que se niegan a aceptar que detrás de las montañas del horizonte sólo hay más montañas.
  Ya lo cantó magistralmente a ritmo de vals un granadino universal que no se llamaba Federico, antes de que le fallara el corazón en lo mejor de la vida:
 “¡À París, à París mon coeur ça va!. ¡À París, à París j’avais vingt ans! Que hay que vivir y soñar. Y hay que reír y cantar. ¡Olvide y viva feliz, que sólo en París se puede olvidar!”. Pues eso.