lunes, 19 de octubre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XIII)

Estamos en la fría Europa del norte en mitad del siglo XIX. Un vehículo avanza a través de la niebla, entre traqueteos, hacia cualquier ciudad. En él viajan una trouppe de magos y vendedores de ilusiones inexplicables para el profano, que se asombra y aterroriza de ese poder oculto tan propio de seres errantes. El inicio de El rostro es puro expresionismo alemán: la apariencia, el juego de los espejos, la máscara y su doble; el enfrentamiento entre la ciencia y el arte. En esta película da miedo todo, hasta la belleza sobrehumana de Ingrid Thulin.



El cine de Ingmar Bergman ha producido tanta bibliografía como el descubrimiento de América. El ascua de las películas de Ingmar Bergman han intentado llevársela hasta sus sardinas los católicos fervientes y los ateos contumaces, los admiradores del cine clásico de Dreyer y los godardianos que flipaban con el desmadre sesentayochista del mayo francés. De las películas del famoso director sueco han hablado bien carcas de pelo en pecho, progres con la trenca de color marrón e intelectuales estructuralistas, de esos que cogen un puzzle terminado y lo convierten en cinco mil piezas sueltas sin el menor sentido.


Alguna vez el propio Bergman ha explicado que hizo esta película como una pequeña venganza artística contra sus vecinos durante el tiempo en que vivió en Malmoe y los actores sólo eran aceptados socialmente cuando llevaban puesta la máscara. En El rostro se enfrentan el orden racional de las cosas y los hechos inexplicables que parecen proceder de un mundo ignoto movido por fuerzas misteriosas. La visión de esa lucha no es simplista, ni maniquea. La pírrica victoria del ilusionista –basada en trucos y engaños– y el “deus ex machina” final, con los artistas despreciados por los prohombres de la ciudad pero invitados a actuar en el palacio real, no sólo forman parte de un vistoso fuego de artificio; también invitan al espectador a una reflexión moral sobre las grandes verdades y mentiras que nos contamos a nosotros mismos.


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XIII)”:

EL ROSTRO



Kyle Morrison vivía de noche porque, según decía él, de noche todos los gatos son pardos, incluidos los tigres. En una de ellas, conoció en el Miami a un tipo de ademanes extraños que después de apurar su quinta copa de ron añejo le dijo que vivía de la muerte. En el desarrollo de la conversación, Kyle no encontró un momento propicio para preguntarle a aquel fulano si era enterrador o carroñero y, tras la despedida, le entró ese desasosiego permanente que te produce el adiós de alguien que desearías fuera definitivo pero sospechas que no va a ser así porque el reencuentro huele a inevitable por predestinado. Como si quedase pendiente entre ambos alguna cuestión tan vaga e imprecisa que no está claro si de ella eres tú el deudor o tienes la obligación de satisfacerla. Podrías sentarte tranquilamente durante años a esperar cuál de los dos mueve pieza primero en ese ajedrez imaginario, sin tener la menor idea de si juegas con blancas o negras.
- Después, a solas en casa, -contaba Kyle a sus amigos- me asaltó una duda inquietante: si llega ese momento, ¿seguiríamos ambos en la misma igualdad de condiciones? Eso me ha quitado el sueño y no le podido recuperar ni bebiendo aquel mismo ron de caña que tomaba ese tipo.


Un ron cubano llamado Legendario con el mismo color que la piel de una chica habanera que conocí en Cuba hace un par de años. A sus veintidós, ya estaba viuda y cansada de serlo. Creo que ella me envía las botellas como aviso; para que no me olvide de la boda que le prometí una noche en la que me hizo crecer y multiplicarme hasta beberme siete mojitos en dos horas. Pero, joder, es que ella me hacía de vaso. En sus cartas suele preguntarme cuándo le voy a enviar el billete de avión pero yo me hago el loco y le contesto que sólo falta que mi ex-mujer firme los papeles del divorcio.

Porque, claro, no sabe que no tengo mujer ni la tendré jamás. Después de todo, ese ron tampoco me cura el insomnio y estamos en paz. Por cierto, aquel tipo tan siniestro que conocí la otra noche en el Miami no sé si será su ex-marido. Puede que se haya cansado ya de estar muerto y se haya venido aquí, como todos ellos, a ganarse la vida en el boys del tanatorio. Vivir de la muerte, lo que se dice vivir de la muerte, ya no lo hacen las gentes sin alma sino las almas sin cuerpo.

Sergio Coello

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