domingo, 27 de septiembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (X)

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(En torno a los cócteles hay mucha mitología. Elixires de la eterna juventud, bebedizos para enamorar a vírgenes frígidas, mojitos que llevan incluida, dentro del vaso, una mulatita de la Habana Vieja vestida con un par de hojas de hierbabuena y hasta cócteles de Nueva Orleáns en los que agitas los cubitos de hielo y suena un blues con el swing pantanoso de los sonidos en el bajo Mississipi.
De ese famoso gimlet de las novelas negras se dice que puede hacer de ti un detective cínico capaz de encontrar un pajar dentro de una aguja. Eso sí, después te resultará difícil volver a conciliar el sueño por culpa de alguna rubia imposible. Demasiado cuento. Lo cierto es que si uno es poca cosa, después de beber uno de esos milagrosos brebajes lo más que consigue es llegar a ser una cosa pequeña. En cambio, suelen ser ciertas la mitad de esas historias que se cuentan entre señoras maduras y jóvenes camareros.


Camelot era el nombre de la fortaleza del legendario Rey Arturo, desde donde partía para guerrear. La ciudad fue mencionada por vez primera en el poema Lancelot, el Caballero de la Carreta, de Chrétien de Troyes, pero cobró verdadera carta de naturaleza en la leyenda artúrica. Dado que la ubicación de Camelot sigue siendo un misterio, la verdad sobre ella y los acontecimientos que permitieron el surgimiento y declive de los Caballeros de la Mesa Redonda en aquel idílico reino no se conoce más que por sus referencias imaginarias.

La película “Camelot”, sin embargo, era una reflexión sobre el derecho frente a la barbarie con el telón de fondo de uno de los triángulos amorosos más apasionantes de la historia del cine. Arturo ama a Ginebra, que, a su vez, es amada por Lancelot, que a su vez ama a Arturo que a su vez es amado por Ginebra, que también ama profundamente a Lancelot, que es amado también por Arturo. ¿Lo entienden ustedes? Yo tampoco. Pero ese lío —como todos los que enredan a los hombres y las mujeres— resulta apasionante.

“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (X):

CAMELOT

Cuando empezaron a llegar mujeres que jamás habían pisado su suelo de tarima de puro roble de Oklahoma los clientes habituales del Nebraska no se extrañaron demasiado. Empezaban a correr malos tiempos para el mundo; nadie daba ya la menor importancia a la fidelidad que las personas deben a sus bares y viceversa. Danny y Jeremy descubrieron enseguida la causa de aquella afluencia masiva: un camarero nuevo y los dry martinis que él preparaba con suma delicadeza. Aquel tipo no estaba sordo ni le gustaba el cine pero se daba un cierto aire a Luis Buñuel cuando era joven. Buñuel fue el más famoso preparador de esa mítica bebida, con la que se sentía plenamente realizado cada vez que se la ofrecía a sus amigos. Aunque, de tarde en tarde, dirigiera películas geniales para despistar al mundo acerca de cuál era su verdadera vocación.




Una noche, Danny puso sobre la mesa trescientos dólares contra Jeremy a que aquel barman novato era, en el fondo, una flor de invernadero. A eso de las doce, cuando la carroza de Cenicienta ya había recuperado su verdadera condición de calabaza, le vieron llegar con un traje negro de Armani en lugar del uniforme de chaqueta blanca de otras veces. Lucía unas gafas de sol Police que ocultaban sus ojos de artista loco, ojos de Picasso o de Van Goth. Ya en el lado de la barra que le correspondía, agarró un vaso largo para verter en él una generosa ración de ginebra Tanqueray, tras lanzarle un beso a la botella de Martini. Antes de aquel beso se había pasado la yema del pulgar de la mano derecha por el borde de su labio inferior, clavando su mirada verde en una cliente nueva; una de esas mujeres de edad indefinida que van dejando a su paso una epidemia de tortícolis-macho. Danny y Jeremy se habían dado cuenta de que la belleza y la maldad jugaban al escondite en el fondo del escote de la desconocida. Llevaba puesto un vestido corto de Versace, color rojo ceñido, y los dos amigos empezaron a pensar qué elegirían, lo que la prenda mostraba o lo que cubría, en el hipotético caso de que esa desconocida les ofreciese algo suyo. La verdad es que ni siquiera había reparado en ellos. Ambos tenían ya esa edad que vuelve a los hombres totalmente invisibles a los ojos de cualquier mujer que no sea su propia madre. En cambio, ella aceptó encantada la copa que le ofrecía el joven camarero y se la bebió de un solo trago. A renglón seguido saltó la barra para entrar en el estrecho callejón que había entre las manos largas y fuertes -sin tendinitis ni manchitas oscuras en el dorso- de aquel fulano con más células vivas que ella:

-“No sé lo que has puesto en este vaso pero entérate bien, muchacho, porque
sólo te lo diré una vez: quiero vivir en tus brazos el resto de mi vida. Me
llamo Lady Ginebra y vengo de una mesa redonda llena de caballeros que
me invitaban cada sábado por la noche a lo mismo de siempre. Ya sabes,
el mejor sitio para acabar echando de menos a los truhanes como tú.”

Sergio Coello

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