lunes, 14 de septiembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (VIII)

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(La película “Breve encuentro” fue dirigida por David Lean en mil novecientos cuarenta y cinco, un año de terrible transición histórica en el que los supervivientes a la catástrofe mundial ya no creían en cuentos de hadas. La vida real en las posguerras de antes tenía únicamente tres colores: negro, gris y sepia y después de que pasara una guerra ´-cualquier guerra- por encima de la gente normal, sólo se movían los trenes. Laura (Celia Jonson) y Alec (Trevor Howard) se conocen al tomar uno de ellos en la estación ficticia de Milford y saltan del andén a un mundo nuevo, el de la posibilidad de un adulterio tranquilo y sin sobresaltos, de esos que se esconden en un callejón sin salida. A esta tremenda película de amor a destiempo François Truffaut la consideraba tan perfecta que dijo de ella que era el mejor romance fugitivo hacia el sacrificio que había dado el cine.

En Breve Encuentro David Lean apela a la regla de tres directa: el amor es a la trama lo que los retratos de los personajes a su destino. Hombre casado se enamora de esposa aburrida y todo es la viva estampa del sufrimiento agónico. El virus contagioso que anida en la punta de la flecha de Cupido se clava en los personajes y la enfermedad crece dentro de ellos mediante una inevitable combinación fatal de impotencia y sentimiento de culpa.



Muchas películas famosas llegaron después y hasta se quedaron con el mérito pero la verdad es que son fotocopias más o menos coloreadas del original. Por ejemplo, y sin ir más lejos, “Los puentes de Madison”.)


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (VIII): BREVE ENCUENTRO


Todo el mundo conoce a alguien que ha nacido para ser siempre el mismo. Esa clase de tipos que en cuanto les sale la muela del juicio se casan con la rutina y le prometen fidelidad hasta que la muerte los separe de ella. Cuando era más joven, Leonard Rodríguez conoció a uno de ellos. Estuvo coincidiendo con él durante sus viajes en tren entre Albany y Brooklyn porque entonces Leo trabajaba para la Delegación que la General Motors tenía en la capital del estado de Nueva York pero vivía en ese barrio situado al sudoeste de Long Island que salía tanto en las películas de antes. Aquel fulano se llamaba Aaron Donahue y era funcionario del Tesoro. Acostumbraba a hablar a la gente sin mirarla a los ojos, como si tuviese mala conciencia por culpa de su trabajo. Quizá porque una decisión suya y la mala suerte de cualquier ciudadano corriente se podían cruzar alguna vez en la vida, siempre para desgracia de este último.



Al cabo de tres o cuatro trayectos recorridos en común, Leo ya había descubierto que aquel tipo llevaba una doble vida aunque lo mantenía en secreto. Era tan precavido que aprovechaba la hora del bocadillo para practicarla. Dejó de verle a los pocos meses pero al cabo de un par de años volvió a encontrarse con él en el mismo tren. A pesar del tiempo transcurrido, se reconocieron inmediatamente y Aaron estuvo muy hablador. Le confesó que, espoleado por la crisis de los cuarenta, un día decidió cambiar de vida pero que sólo había acertado a cambiar de marca de cerveza. Entonces Leo se acordó del país de sus padres, un país del sudoeste de Europa donde los héroes de la resistencia contra la dictadura se hartaron de contemplar cómo pasaba el tiempo sin que el pueblo se rebelase contra el abusivo poder de quien los gobernaba con mano de hierro enfundada en guante de arpillera. Un buen día, estos libertadores decidieron ponerse manos a la obra para derribarle pero lo malo es que sólo lograron tirar abajo su estatua ecuestre en una plaza de provincias de segundo orden. Los padres de Leo le contaron que eso no había sido lo peor. Para su dignidad personal resultó más humillante todavía que lo hicieran cuando el cuerpo real -ya sin caballo- llevaba veintisiete años sepultado bajo una piedra de dos mil kilos. Quizá esté escrito que a los tiranos siempre les toca en suerte, las más de las veces, algunos enemigos demasiado lentos o casi cobardes. Sergio Coello

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