A golpe de sermones cantados, las puritanas señoritas del Ejército de Salvación norteamericano emprendieron su campaña a favor de la Ley Seca como si el alcohol de marca lo hubiera inventado Al Capone.
Se ve que habían leído la Biblia deprisa y no se enteraron bien. El dulce néctar de los dioses es tan antiguo como la religión. Noé, el pionero de los armadores navieros, inventó el strip tease después de emborracharse por casualidad. Bebió con retraso, cuando ya había fermentado, el zumo de las uvas de su propia viña. La mitología tampoco se ha quedado atrás. Ulises y sus muchachos se metieron a enólogos y le dieron a probar vino al cíclope Polifemo para debilitarle y escapar de la cueva, aprovechando que hasta los ogros de un solo ojo ven doble cuando están ebrios. Desde siempre, el alcohol ha corrido en ayuda del hombre, en sus horas más bajas para subirle el ánimo y en los momentos de euforia para alegrarse más todavía. El problema es que en esa ascensión se acaba llegando a un punto –la cima; es decir, la última copa aceptable–, a partir de la cual se inicia el descenso. A veces, hasta el mismísimo infierno. Probablemente hay tantas formas de estar beodo como de estar lúcido. Yo he conocido mamados con talento, fulanos con muy mal vino y supuestos trozos de carne con ojos que les afloraba el Aristóteles que llevaban dentro cada vez que se cogían un pedo cosaco.
En la novela de Malcom Lowry, llevada al cine por el gran John Huston –en las venas de uno y otro corrían mezclados los caudales crecidos del bourbon y el arte– se nos cuenta aparentemente la historia lúcida y amarga de un cónsul honorario inglés en un pueblo de México, durante la fiesta del Día de los Muertos. En realidad, se nos habla de otra cosa. De traiciones y desencuentros, del fracaso inevitable que supone medir lo que acabamos siendo con la vara de nuestros sueños de juventud, de la autodestrucción como forma de vida y de la imposibilidad de que el hombre desande los pasos de su existencia. En la cabalgata de los esqueletos siempre se acaba colando algún zombie )
A veces, es cierto, se ponía un poco pesado contigo intentando convencerte de que pidieras al camarero un agua tónica o una “cerveza sin” para que no te sucediese lo mismo que a él, que había empezado bebiendo para olvidar y acabó olvidando para qué coño bebía. Pero antes de que le llegara al cerebro aquella marea diaria de alcohol y soledad Willy ya había descubierto que la barra del Hampa no era exactamente una barra de bar sino la perfecta sala de curas para gentes como él, tipos necesitados de que les aplicasen donde más les dolía un chorro de bourbon barato de Kentucky en lugar de The Edradour, ese güisqui irlandés de malta con el que se consolaban algunas viejas estrellas de Hollywood que el star system dejaba tiradas en la cuneta.
La barra de caoba del Hampa estaba bastante usada pero todavía aguantaba bien el peso de los brazos agarrados a ella como si fueran garfios de un abordaje a otro galeón más seguro. Incluso conservaba la muesca que dejó en su madera aquella bala perdida que pudo matar a Al Capone pero, por un par de milímetros, se había limitado a romper el espejo del fondo de rebote. Llegaba la medianoche y la barra del Hampa se convertía en un quirófano donde a los desahuciados de la madrugada les hilvanaban las heridas con un hilo desinfectado en alcohol de marca para que no anidase en ellas la bacteria de la soledad, ese microbio que se reproducía más y mejor al calor del miedo a que amaneciera un nuevo día milimétricamente idéntico al anterior porque ya no quedaban fuerzas ni mañas para cambiarlos. La última noche, a Willy le hicieron una transfusión desde el garrafón hasta su vena y eso le permitió salir de allí más entero que nunca y a toda pastilla. Algunos dicen que después de aquel trasvase tajo-segura particular de Four Roses vieron a Willy ponerse de cero a cien millas por hora en siete segundos, como si le hubieran petroleado el motor de la supervivencia. Y es él era muy suyo. Seguro que pensaba que todavía era capaz de llegar a Dakar antes que nadie para que le diera el beso del trunfo una rubia con minifalda mientras le ponía en el cuello la corona de laurel. De Baco.
Se ve que habían leído la Biblia deprisa y no se enteraron bien. El dulce néctar de los dioses es tan antiguo como la religión. Noé, el pionero de los armadores navieros, inventó el strip tease después de emborracharse por casualidad. Bebió con retraso, cuando ya había fermentado, el zumo de las uvas de su propia viña. La mitología tampoco se ha quedado atrás. Ulises y sus muchachos se metieron a enólogos y le dieron a probar vino al cíclope Polifemo para debilitarle y escapar de la cueva, aprovechando que hasta los ogros de un solo ojo ven doble cuando están ebrios. Desde siempre, el alcohol ha corrido en ayuda del hombre, en sus horas más bajas para subirle el ánimo y en los momentos de euforia para alegrarse más todavía. El problema es que en esa ascensión se acaba llegando a un punto –la cima; es decir, la última copa aceptable–, a partir de la cual se inicia el descenso. A veces, hasta el mismísimo infierno. Probablemente hay tantas formas de estar beodo como de estar lúcido. Yo he conocido mamados con talento, fulanos con muy mal vino y supuestos trozos de carne con ojos que les afloraba el Aristóteles que llevaban dentro cada vez que se cogían un pedo cosaco.
En la novela de Malcom Lowry, llevada al cine por el gran John Huston –en las venas de uno y otro corrían mezclados los caudales crecidos del bourbon y el arte– se nos cuenta aparentemente la historia lúcida y amarga de un cónsul honorario inglés en un pueblo de México, durante la fiesta del Día de los Muertos. En realidad, se nos habla de otra cosa. De traiciones y desencuentros, del fracaso inevitable que supone medir lo que acabamos siendo con la vara de nuestros sueños de juventud, de la autodestrucción como forma de vida y de la imposibilidad de que el hombre desande los pasos de su existencia. En la cabalgata de los esqueletos siempre se acaba colando algún zombie )
“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (IX): BAJO EL VOLCÁN
El viejo Willy Benson no bebía para olvidar a su última esposa, que también le había dejado como las demás. Aunque se le podía ver cada noche acodado en la barra del Hampa igual que se acodaría un náufrago en un bote salvavidas con forma de ataúd, él era un tipo equilibrado. La copa medio llena que sostenía con la mano derecha pesaba lo mismo que el ramo de sueños medio vacíos que empuñaba con la izquierda. Willy respondía al perfil de los buenos parroquianos, esos que jamás montan broncas al de la barra porque no les han servido la consumición como Dios manda.A veces, es cierto, se ponía un poco pesado contigo intentando convencerte de que pidieras al camarero un agua tónica o una “cerveza sin” para que no te sucediese lo mismo que a él, que había empezado bebiendo para olvidar y acabó olvidando para qué coño bebía. Pero antes de que le llegara al cerebro aquella marea diaria de alcohol y soledad Willy ya había descubierto que la barra del Hampa no era exactamente una barra de bar sino la perfecta sala de curas para gentes como él, tipos necesitados de que les aplicasen donde más les dolía un chorro de bourbon barato de Kentucky en lugar de The Edradour, ese güisqui irlandés de malta con el que se consolaban algunas viejas estrellas de Hollywood que el star system dejaba tiradas en la cuneta.
La barra de caoba del Hampa estaba bastante usada pero todavía aguantaba bien el peso de los brazos agarrados a ella como si fueran garfios de un abordaje a otro galeón más seguro. Incluso conservaba la muesca que dejó en su madera aquella bala perdida que pudo matar a Al Capone pero, por un par de milímetros, se había limitado a romper el espejo del fondo de rebote. Llegaba la medianoche y la barra del Hampa se convertía en un quirófano donde a los desahuciados de la madrugada les hilvanaban las heridas con un hilo desinfectado en alcohol de marca para que no anidase en ellas la bacteria de la soledad, ese microbio que se reproducía más y mejor al calor del miedo a que amaneciera un nuevo día milimétricamente idéntico al anterior porque ya no quedaban fuerzas ni mañas para cambiarlos. La última noche, a Willy le hicieron una transfusión desde el garrafón hasta su vena y eso le permitió salir de allí más entero que nunca y a toda pastilla. Algunos dicen que después de aquel trasvase tajo-segura particular de Four Roses vieron a Willy ponerse de cero a cien millas por hora en siete segundos, como si le hubieran petroleado el motor de la supervivencia. Y es él era muy suyo. Seguro que pensaba que todavía era capaz de llegar a Dakar antes que nadie para que le diera el beso del trunfo una rubia con minifalda mientras le ponía en el cuello la corona de laurel. De Baco.
Sergio Coello
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