(Todo funeral es un microcosmos. Parece una contradicción pero no lo es; resulta que en esas reuniones congregadas para despedir al difunto se da la mayor muestra de vida que pueda concebirse. Hay funerales en los que el cadáver presenta el rostro menos desmejorado de todos los asistentes. En otros se cuentan chistes, se pactan acuerdos políticos, se realizan fusiones de negocios y se apañan bodas entre los descendientes solteros del muerto y del asesino. Sé de duelos en los que ninguno de los familiares del finado derramó una sola lágrima porque ese detalle de íntima flaqueza lo aplazaban para después de la lectura del testamento que éste había dejado. Me han hablado, incluso, de funerales en los que se encargan nuevas muertes porque el cuerpo sin vida que hay dentro de esa caja al otro lado del cristal es sólo el primer paso de una operación de largo alcance.
Abel Ferrara, uno de esos directores que elaboran el más inquietante cine norteamericano, es un tipo independiente y maleducado cuya libertad no se basa tanto en una financiación al margen de las grandes productoras de Hollywood -que también- como en la utilización descarada que hace de sus propios códigos morales minoritarios, rompedores, contraculturales. Ferrara, además, como buen trasgresor de las costumbres decentes, carga siempre sobre las tatuadas espaldas de sus violentos personajes ese complejo de culpa judeo-cristiano que acaba aplastando al más pintado antes de que aparezca la palabra fin en la pantalla. El funeral ponía al espectador delante del velatorio de un gángster al que habían acribillado a tiros unos matones a sueldo de otra familia mafiosa de la misma calaña que el fallecido. Los hermanos de éste, hijos de los mismos padres, se parecen entre sí tanto como una huella dactilar a otra. Uno era frío y calculador y el otro violento e irreflexivo, como todos los que están a un paso de volverse locos perdidos. Así que, a lo largo de esa madrugada interminable, ya sabíamos que se acabarían mezclando los recuerdos del pasado con el deseo de ajustarle las cuentas a los asesinos.)
Paul Keaton ya había hecho guardia en peores garitas cuando fue acusado de instigación al asesinato en primer grado. Según la página de sucesos del New York Times, tres sicarios suyos -que antes habían sido músicos de rithm and blues y marines en Guantánamo- estaban inculpados como autores materiales del crimen pero el fiscal sostenía que Keaton los había contratado para que acabaran con dos socios suyos desleales a cambio de medio millón de dólares. Los matones tenían que darle matarile a los dos fulanos y lograr la desaparición de los cadáveres; precisamente, la especialidad de aquel trío calaveras. Primero atrajeron a las víctimas hasta un garito bajo la promesa de una noche de juerga y allí les metieron dos balas por cabeza después de reblandecerles los cerebros con champán para que ofrecieran menor resistencia al plomo. Luego, los despiezaron como si fueran reses, antes de arrojarlos a la picadora de carne de una fábrica de hamburguesas que había cerca de la autopista que comunica Providence con New Jersey. A las dos semanas los asesinos ya estaban matándose entre ellos por culpa del botín y la policía supo aprovecharse de ese rencor que anida siempre en el corazón del que sale perdiendo con el reparto.
El F.B.I. no tardó en cazarlos y el más blando de los tres cantó enseguida una balada country con el nombre del tipo que les había encargado el trabajo. Así que, al mediodía -allí le llaman high noon-, Paul Keaton ya estaba detenido en una de las dependencias de la comisaría número 13. Gordon O’Reilly -quince años de servicio en la policía metropolitana de Brooklyn- estaba tan seguro de que el abogado de Keaton le abriría esa misma tarde la puerta del calabozo con la ganzúa oxidada de alguna ley ambigua, que se puso a explicarle cómo son las cosas a un poli novato de los que aún no habían pasado la yema del dedo índice por el gatillo de su revólver reglamentario.
- Ya sabes, chico, nos regimos por esa clase de leyes que nadie deroga y que esconden un artículo protector de los delincuentes ante el peligro de la honradez. Te apuesto tres de los grandes a que antes de dos horas algún picapleitos entrará en la oficina del comisario con una oferta que el jefe no podrá rechazar. Y encima le sobrarán esos tres nombres del calibre nueve milímetros que lleva anotados en su agenda. Lo sé porque a mí también me han enseñado más de una vez esos tres números infalibles de teléfono que nunca necesitan usar.
Abel Ferrara, uno de esos directores que elaboran el más inquietante cine norteamericano, es un tipo independiente y maleducado cuya libertad no se basa tanto en una financiación al margen de las grandes productoras de Hollywood -que también- como en la utilización descarada que hace de sus propios códigos morales minoritarios, rompedores, contraculturales. Ferrara, además, como buen trasgresor de las costumbres decentes, carga siempre sobre las tatuadas espaldas de sus violentos personajes ese complejo de culpa judeo-cristiano que acaba aplastando al más pintado antes de que aparezca la palabra fin en la pantalla. El funeral ponía al espectador delante del velatorio de un gángster al que habían acribillado a tiros unos matones a sueldo de otra familia mafiosa de la misma calaña que el fallecido. Los hermanos de éste, hijos de los mismos padres, se parecen entre sí tanto como una huella dactilar a otra. Uno era frío y calculador y el otro violento e irreflexivo, como todos los que están a un paso de volverse locos perdidos. Así que, a lo largo de esa madrugada interminable, ya sabíamos que se acabarían mezclando los recuerdos del pasado con el deseo de ajustarle las cuentas a los asesinos.)
“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS”(VII):
EL FUNERAL
EL FUNERAL
Paul Keaton ya había hecho guardia en peores garitas cuando fue acusado de instigación al asesinato en primer grado. Según la página de sucesos del New York Times, tres sicarios suyos -que antes habían sido músicos de rithm and blues y marines en Guantánamo- estaban inculpados como autores materiales del crimen pero el fiscal sostenía que Keaton los había contratado para que acabaran con dos socios suyos desleales a cambio de medio millón de dólares. Los matones tenían que darle matarile a los dos fulanos y lograr la desaparición de los cadáveres; precisamente, la especialidad de aquel trío calaveras. Primero atrajeron a las víctimas hasta un garito bajo la promesa de una noche de juerga y allí les metieron dos balas por cabeza después de reblandecerles los cerebros con champán para que ofrecieran menor resistencia al plomo. Luego, los despiezaron como si fueran reses, antes de arrojarlos a la picadora de carne de una fábrica de hamburguesas que había cerca de la autopista que comunica Providence con New Jersey. A las dos semanas los asesinos ya estaban matándose entre ellos por culpa del botín y la policía supo aprovecharse de ese rencor que anida siempre en el corazón del que sale perdiendo con el reparto.
El F.B.I. no tardó en cazarlos y el más blando de los tres cantó enseguida una balada country con el nombre del tipo que les había encargado el trabajo. Así que, al mediodía -allí le llaman high noon-, Paul Keaton ya estaba detenido en una de las dependencias de la comisaría número 13. Gordon O’Reilly -quince años de servicio en la policía metropolitana de Brooklyn- estaba tan seguro de que el abogado de Keaton le abriría esa misma tarde la puerta del calabozo con la ganzúa oxidada de alguna ley ambigua, que se puso a explicarle cómo son las cosas a un poli novato de los que aún no habían pasado la yema del dedo índice por el gatillo de su revólver reglamentario.
- Ya sabes, chico, nos regimos por esa clase de leyes que nadie deroga y que esconden un artículo protector de los delincuentes ante el peligro de la honradez. Te apuesto tres de los grandes a que antes de dos horas algún picapleitos entrará en la oficina del comisario con una oferta que el jefe no podrá rechazar. Y encima le sobrarán esos tres nombres del calibre nueve milímetros que lleva anotados en su agenda. Lo sé porque a mí también me han enseñado más de una vez esos tres números infalibles de teléfono que nunca necesitan usar.
Sergio Coello
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