lunes, 31 de agosto de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (VI)

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(En la trilogía de “El padrino” Francis Ford Coppola nos venía a decir que todo grupo social de más de una persona deviene inevitablemente en familia mafiosa en cuanto se establecen entre sus miembros relaciones de poder por encima de todo. “Uno de los nuestros”, del director Martin Scorsese –el de Taxi driver y Casino, entre otra media docena de obras maestras– daba eso por sobreentendido y se atrevía a ir más lejos: hay tipos para quienes la maldad sólo es un punto de vista o una manera de resolver eficazmente las cosas. Ese director creció viendo en la pantalla aquel cuento del ogro Robert Mitchum perseguiendo niños para comérselos crudos y hacerse rico de golpe. Aunque sabía que en la calle esas historias acaban mucho peor que en el cine, manchando de sangre los zapatos de claqué del matón a sueldo de algún don apacible. Hay directores de cine que llegan muy lejos porque saben subirse a tiempo a esa caravana que condujeron treinta años antes gigantes llamados John Ford y Howard Hawks.
Scorsese acertó a partirnos el alma con esa historia, tierna y dura a la vez, de sueños rotos sobre la lona y rubias imposibles y cuyo título es Toro salvaje.

Algunos de las cosas que hace el personaje interpretado por el actor Joe Pesci en Uno de los nuestros, las hemos visto –un poco menos teñidas de sangre y, a veces, ni eso– en grupos de amigos mal avenidos, reuniones de vecinos de la misma comunidad, juntas directivas de club de fútbol, matrimonios a punto de divorciarse a cuchillazo limpio, staff-meetings de altos ejecutivos, comités locales de partidos políticos con nombre revolucionario y fiestas familiares para celebrar alguna primera comunión. Es curioso, pero de todas las verdades terribles que aquí se cuentan sobre la destreza de hacer daño que tiene el alma humana, la más indiscutible es que un hombre vale tanto como la capacidad que tenga de hacer daño a los suyos cuando rompe con ellos.)

“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (VI):

UNO DE LOS NUESTROS

En el Cotton Club no era nada fácil entrar. Lo decían sus socios presumiendo del estricto derecho de admisión. No entrabas ni de camarero, a no ser que tuvieras fama de ser uno de los mejores y luego lo demostraras cada día. Monty tuvo esa suerte. Le contrataron al ojeo como gorila para la puerta pero a los pocos días ya no le hubieran cambiado ni por todo el escaparate de la joyería Tiffanys. Al encargado del Cotton le fascinaba la calidad cinco estrellas de su manera de servir a los clientes pero, sobre todo, el hoyuelo que tenía en el centro de la barbilla y que se lo había regalado Kirk Douglas cuando, una mañana, el espejo se atrevió a recordarle al gran actor que ya se le había pasado el arroz para según qué cosas.


Monty llegó a ver tantos sucesos extraordinarios dentro de los salones del Cotton que a pesar de su juventud hubiera podido dar sopas con ondas a la Junta Directiva de un Club de Diablos Jubilados. Los lunes por la noche, víspera de su día libre, se reunía con los amigos en un bar cercano al club y allí, entre tragos largos de ginebra Bombay -la de la botella azul- les contaba algunas de las cosas insólitas que sucedían dentro del local.

-¿Sabéis una cosa? Allí sólo hay mujeres con piel de hada y hombres que presumen de duros, fulanos que conducen su Cadillac sujetando el volante con los párpados y pisan el acelerador con el dedo gordo de su tercer pie. Dan miedo. Esos tipos usan el alma como cementerio de los escasos buenos sentimientos que les van quedando. La otra noche, uno de ellos le dio un pisotón a su pareja mientras bailaban en un concurso de tangos y no creáis que le pidió disculpas. Cualquiera de nosotros hubiera musitado a un milímetro de distancia de los pendientes de brillantes que ella llevaba puestos alguna palabra dulce como, por ejemplo, perdón. Aquel individuo no. Sin más, le disparó a quemarropa tres balas del nueve largo que añadieron otros tres ojales al vestido color rojo sangre de la chica. Y aunque se quedó solo en medio de la pista, él siguió bailando con su cadáver entre los brazos. Más tarde me aclararon que aquel asesinato formaba parte del concurso y que el último platillazo de la orquesta había sido, en realidad, el aviso para el enterrador.


Sergio Coello

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