(Hay que tener un buen par de razones entre las piernas para atreverte a darle a Paul Newman el papel de perdedor nato en una película de detectives crepusculares. Una era que la historia estaba sacada de una de esas grandes novelas que escribió Ross Mc Donald sugiriendo que el pan de la Humanidad ha sido amasado con sangre desde que Caín resolvió sus problemas de envidia con aquel fraternal mandoble de quijada de burro. La otra que ese guión lo había pulido un tipo tan brillante como William Goldman, quien unos años después sería capaz de escribir los libretos de “Dos hombres y un destino” y “Todos los hombres del presidente”.
El caso es que este maldito embrollo comienza en la pantalla con un trago de leche agria a primera hora de la mañana, seguido de un sorbo de café recién hecho, recuperando el filtro usado de la bolsa de basura. Así es la vida: el hombre corre desesperado en pos de su sueño y el tiempo viene caminando, tranquilamente, detrás; recogiendo los despojos de uno y otro.
En esta película de cine negro en technicolor hay de todo: miradas opacas, sonrisas cínicas, respuestas displicentes, sexo contenido y un investigador privado que parece sabérselas todas pero no es para tanto. La interpretación de Newman es de oscar pero queda eclipsada por una señora que ni siquiera se levanta de la cama en toda la secuencia; Lauren Bacall. Sí, aquella rubia larguirucha y fantástica que veinte años antes acudía al lado de Humphrey Bogart cada vez que éste silbaba. Harper, investigador privado es una de esas películas en las que lees el reparto y ya sabes que sobran las palabras; que bastará con ver cómo hablan, beben, fuman, caminan, se sientan, odian y aman los personajes para disfrutar de la tragedia. (Como escribió alguien al respecto, sería para ponerle un nueve si no fuera porque a uno le están sujetando…)
A Frank Mazinsky le hubiera gustado ser teniente de detectives y tener un rostro como el que lucía Nick Nolte en Aflicción, la película de Paul Schrader, con la piel curtida por el viento invernal que barre esos paisajes nevados de Minnesota que se extienden desde Bismarck hasta Saint Paul. Tiene que dar un gustazo tremendo presentarse en la escena del crimen con cara de mala leche y que los policías del precinto te dejen pasar porque te reconocen casi tanto como te envidian. Pero no pudo ser. Los cincuenta años se le echaron a Frank encima por sorpresa, como atacándole por la espalda, y al rebasar su media vida se quedó sólo en eso: un tipo vulgar que siempre hacía preguntas difíciles en momentos inoportunos.
Una noche, en el Albatros, el camarero intentaba animar a un pobre hombre que había entrado en el Club para emborrachar su amargura y fue entonces cuando Frank batió su propio record de inoportunidades. Aquel tipo aún llevaba encima, prendida en la solapa del abrigo con un alfiler, la nota que le había dejado su esposa. Con una letra de bordes afilados como el de una navaja de afeitar, ella había escrito que no se acababa de largar con su mejor amigo sino con su mejor cuenta corriente. A Frank eso le dio igual. Se colocó de espaldas a la barra y apoyando los codos dejó caer su interrogación a los pies de los clientes del Albatros, incluido aquel desconocido que no estaba para reproches.
-¿Alguien se ha planteado alguna vez por qué los maridos abandonados carecen de patrón? Muchos se levantan temprano con la intención de empezar bien ese primer día del resto de su vida pero en la nevera sólo les queda la ceniza del hielo y la caja de galletas para el desayuno está más vacía que el otro lado de su cama. A esta clase de tipos les pasan cosas malas y menos buenas. Por ejemplo, siempre hay alguien que los contrata para buscar a a algún fulano con ojos del calibre nueve milímetros parabellum; uno de esos para quienes la crueldad sólo es una herramienta de trabajo y sólo ponen sal y vinagre en la carne viva de los desollados si mejora los resultados del trabajo bien hecho.
Esa es la razón de que los hombres cuya mujer se ha ido con otro más joven, más guapo o más rico estén convencidos de que un amargo despertar es el momento cumbre del día. Saben que a partir de ahí todo puede ir a peor; que además les hayan dejado entre las escobillas del parabrisas del coche una multa por aparcamiento no autorizado o les hayan instalado una bomba-lapa entre los bajos del coche con el papelito. Ya saben, para que estalle justo cuando al girar un cuarto de vuelta la llave de contacto que mueve el motor de arranque. De arranque. Irónico, ¿no? Deben llamarlo así porque a muchos les arranca la vida de cuajo.
El caso es que este maldito embrollo comienza en la pantalla con un trago de leche agria a primera hora de la mañana, seguido de un sorbo de café recién hecho, recuperando el filtro usado de la bolsa de basura. Así es la vida: el hombre corre desesperado en pos de su sueño y el tiempo viene caminando, tranquilamente, detrás; recogiendo los despojos de uno y otro.
En esta película de cine negro en technicolor hay de todo: miradas opacas, sonrisas cínicas, respuestas displicentes, sexo contenido y un investigador privado que parece sabérselas todas pero no es para tanto. La interpretación de Newman es de oscar pero queda eclipsada por una señora que ni siquiera se levanta de la cama en toda la secuencia; Lauren Bacall. Sí, aquella rubia larguirucha y fantástica que veinte años antes acudía al lado de Humphrey Bogart cada vez que éste silbaba. Harper, investigador privado es una de esas películas en las que lees el reparto y ya sabes que sobran las palabras; que bastará con ver cómo hablan, beben, fuman, caminan, se sientan, odian y aman los personajes para disfrutar de la tragedia. (Como escribió alguien al respecto, sería para ponerle un nueve si no fuera porque a uno le están sujetando…)
“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS”(V):
HARPER
HARPER
A Frank Mazinsky le hubiera gustado ser teniente de detectives y tener un rostro como el que lucía Nick Nolte en Aflicción, la película de Paul Schrader, con la piel curtida por el viento invernal que barre esos paisajes nevados de Minnesota que se extienden desde Bismarck hasta Saint Paul. Tiene que dar un gustazo tremendo presentarse en la escena del crimen con cara de mala leche y que los policías del precinto te dejen pasar porque te reconocen casi tanto como te envidian. Pero no pudo ser. Los cincuenta años se le echaron a Frank encima por sorpresa, como atacándole por la espalda, y al rebasar su media vida se quedó sólo en eso: un tipo vulgar que siempre hacía preguntas difíciles en momentos inoportunos.
Una noche, en el Albatros, el camarero intentaba animar a un pobre hombre que había entrado en el Club para emborrachar su amargura y fue entonces cuando Frank batió su propio record de inoportunidades. Aquel tipo aún llevaba encima, prendida en la solapa del abrigo con un alfiler, la nota que le había dejado su esposa. Con una letra de bordes afilados como el de una navaja de afeitar, ella había escrito que no se acababa de largar con su mejor amigo sino con su mejor cuenta corriente. A Frank eso le dio igual. Se colocó de espaldas a la barra y apoyando los codos dejó caer su interrogación a los pies de los clientes del Albatros, incluido aquel desconocido que no estaba para reproches.
-¿Alguien se ha planteado alguna vez por qué los maridos abandonados carecen de patrón? Muchos se levantan temprano con la intención de empezar bien ese primer día del resto de su vida pero en la nevera sólo les queda la ceniza del hielo y la caja de galletas para el desayuno está más vacía que el otro lado de su cama. A esta clase de tipos les pasan cosas malas y menos buenas. Por ejemplo, siempre hay alguien que los contrata para buscar a a algún fulano con ojos del calibre nueve milímetros parabellum; uno de esos para quienes la crueldad sólo es una herramienta de trabajo y sólo ponen sal y vinagre en la carne viva de los desollados si mejora los resultados del trabajo bien hecho.
Esa es la razón de que los hombres cuya mujer se ha ido con otro más joven, más guapo o más rico estén convencidos de que un amargo despertar es el momento cumbre del día. Saben que a partir de ahí todo puede ir a peor; que además les hayan dejado entre las escobillas del parabrisas del coche una multa por aparcamiento no autorizado o les hayan instalado una bomba-lapa entre los bajos del coche con el papelito. Ya saben, para que estalle justo cuando al girar un cuarto de vuelta la llave de contacto que mueve el motor de arranque. De arranque. Irónico, ¿no? Deben llamarlo así porque a muchos les arranca la vida de cuajo.
Sergio Coello
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