(Que levante el dedo aquel que no haya estado enamorado alguna vez de la chica que menos le convenía entre todas las que habitan en el mundo. Ya saben, una de esas mujeres de las que adoras todo aquello que tu madre odiaría a muerte en una posible nuera. Y es que tu madre sabe que por una mujer así, con la mirada de platino líquido que tenía Catherine Deneuve en esta película, no te importaría ir a buscar al propio infierno un par de cubitos de hielo para su martini.
Tú te la juegas por ella y te corresponde, como mucho, perdonándote la vida. El amour fou tiene esas cosas: te engancha tanto a una mujer fatal que serías capaz de acudir encantado a una cita con ella y esperarla un par de metros más allá del borde de un precipicio. Aunque sepas perfectamente que no hay ninguna posibilidad de celebrar juntos vuestra propia boda sino en todo caso la fiesta de tu degüello en ese matadero que da al vacío.
Cuando era más joven, François Trufaut ya había contado, uno por uno, los cuatrocientos golpes que recibe todo niño desamparado antes de visitar el mar por primera vez para mearse en él. Con esta película -una historia negra y romántica en technicolor- el director menos cínico de la nouvelle vague nos contó también que uno hace mal –sobre todo a sí mismo- cuando se enamora de quien no debe. Es el camino más corto para bajar de cabeza (y subir de corazón) al fondo del abismo.)
- Ojalá -decía- me hubiera pasado lo mismo que a otros supervivientes de mi generación. Ellos han tenido la suerte de que esos mismos años sólo se han atrevido a hacérseles ceniza en el pelo y manteca en el ombligo.
A Howard, en cambio, se le adelantó el invierno en el corazón y si se mantuvo digno y entero hasta el final de sus días fue porque había aprendido de niño a esculpir su voluntad en la piedra que los romanos utilizaron para levantar una columna de Hércules junto a la punta del fin del mundo. Howard, al final, ya sólo disparaba con la boca pero sus palabras seguían haciendo heridas mortales de necesidad en el alma a la que apuntaba con la mirilla telescópica de su ironía. Una noche acabó de un solo tiro virtual con su amigo Stanley cuando le dijo:
- Bueno, Stanley, tú ya deberías saberlo a estas alturas de la vida: esa mujer que últimamente te tiene tan enganchado era ya famosa antes de que tú la conocieras; precisamente, porque pescaba a los tíos con sus labios. Unos labios, por cierto, que tienen forma de anzuelo. No hubo tipo que pasara por su vida que no haya dedicado el resto de sus días a maldecirla. Así que no te engañes, muchacho. De una mujer así, que besa con las uñas, hay que temerse lo peor. Cuando dice que está deseando robarte el corazón lo que quiere decir realmente es que anda maquinando quedarse también -de paso- con tu cartera. Pero no te quejes; la culpa es sólo tuya porque nadie te ha mandado llevar esas dos cosas valiosas, la cartera y el corazón, siempre juntas -como si fueran pareja- en el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta.
Tú te la juegas por ella y te corresponde, como mucho, perdonándote la vida. El amour fou tiene esas cosas: te engancha tanto a una mujer fatal que serías capaz de acudir encantado a una cita con ella y esperarla un par de metros más allá del borde de un precipicio. Aunque sepas perfectamente que no hay ninguna posibilidad de celebrar juntos vuestra propia boda sino en todo caso la fiesta de tu degüello en ese matadero que da al vacío.
Cuando era más joven, François Trufaut ya había contado, uno por uno, los cuatrocientos golpes que recibe todo niño desamparado antes de visitar el mar por primera vez para mearse en él. Con esta película -una historia negra y romántica en technicolor- el director menos cínico de la nouvelle vague nos contó también que uno hace mal –sobre todo a sí mismo- cuando se enamora de quien no debe. Es el camino más corto para bajar de cabeza (y subir de corazón) al fondo del abismo.)
“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” :
LA SIRENA DEL MISSISSIPI
Howard Damien conservó hasta sus últimos días aquella excelente puntería que le convirtiera en el mejor cazador de okapis africanos entre cuantos pasearon su rifle y su sombrero por esa zona de Tanzania que va desde las Montañas de la Luna hasta el golfo de Zanzíbar. Aunque acabara perdiendo la agilidad y la resistencia de antes porque los años nunca pasan en balde. Los últimos -los más duros- se le fueron incrustando en las zonas sensibles del cuerpo: los huesos de las rodillas, las vértebras cervicales y la bolsita de la hombría. LA SIRENA DEL MISSISSIPI
- Ojalá -decía- me hubiera pasado lo mismo que a otros supervivientes de mi generación. Ellos han tenido la suerte de que esos mismos años sólo se han atrevido a hacérseles ceniza en el pelo y manteca en el ombligo.
A Howard, en cambio, se le adelantó el invierno en el corazón y si se mantuvo digno y entero hasta el final de sus días fue porque había aprendido de niño a esculpir su voluntad en la piedra que los romanos utilizaron para levantar una columna de Hércules junto a la punta del fin del mundo. Howard, al final, ya sólo disparaba con la boca pero sus palabras seguían haciendo heridas mortales de necesidad en el alma a la que apuntaba con la mirilla telescópica de su ironía. Una noche acabó de un solo tiro virtual con su amigo Stanley cuando le dijo:
- Bueno, Stanley, tú ya deberías saberlo a estas alturas de la vida: esa mujer que últimamente te tiene tan enganchado era ya famosa antes de que tú la conocieras; precisamente, porque pescaba a los tíos con sus labios. Unos labios, por cierto, que tienen forma de anzuelo. No hubo tipo que pasara por su vida que no haya dedicado el resto de sus días a maldecirla. Así que no te engañes, muchacho. De una mujer así, que besa con las uñas, hay que temerse lo peor. Cuando dice que está deseando robarte el corazón lo que quiere decir realmente es que anda maquinando quedarse también -de paso- con tu cartera. Pero no te quejes; la culpa es sólo tuya porque nadie te ha mandado llevar esas dos cosas valiosas, la cartera y el corazón, siempre juntas -como si fueran pareja- en el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta.
Sergio Coello
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