viernes, 11 de diciembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XX)

Aunque empecé a amar el cine gracias a los grandes maestros de Hollywood -y todavía sigo pensando que ellos son los clásicos del séptimo arte- tengo que reconocer que me fascinan las buenas películas de Extremo Oriente, las antiguas y las modernas. "El hombre del carrito" es una de esas que hay que redescubrir igual que redescubrimos tarde los paraísos perdidos de nuestra infancia. La obra de Hiroshi Inagaki es tan sencilla y tan alegre que entristece con su optimismo inocente como la sonrisa sin ensayo previo de un bebé. Este film espléndido cuenta la vida de un hombre que empuja un carrito de dos ruedas, del que tira con la fuerza de su voluntad inquebrantable. El hombre del carrito es muy popular entre sus vecinos; le apodan el salvaje por su pronto pendenciero, su enorme expresividad física (en este aspecto, el actor Toshiro Mifune se luce con su mejor talento) y porque carece de ambición. Sus rasgos son legendarios, es elemental y primitivo. Y buena persona. Se pelea, ríe a carcajadas y relata historias a un público que le escucha asombrado, mientras se hurga en la nuca y acaricia los dedos de los pies.

En uno de sus cuentos un niño camina hacia un horizonte de crepúsculo púrpura, entre graznidos de pajarracos, porque allí espera encontrar a su padre desaparecido. Para ello atravesará un bosque poblado de fantasmas y el niño crecerá por dentro. Las ruedas giran, la vida pasa, los viajeros y las mercancías se cargan, las estaciones se suceden y los festejos y los duelos terminan. El verano trae el sudor y el invierno, la nieve. La vida y la muerte se dan la mano para traspasarse el testigo, que no es un objeto inane para apretarlo con la mano cerrada durante unos cuantos metros sino ese ser humano que les confiere el valor que tienen una y otra.




EL HOMBRE DEL CARRITO


Ahora que se acerca la Navidad –con sus noches heladas, sus buenos deseos de quita y pon y sus luces de colores para que no veamos las verdaderas estrellas– se hace más noctámbula y solitaria la presencia del “hombre del carrito”. “El hombre del carrito” va de contenedor en contenedor, como iban de puente a puente las fichas del juego de la oca de nuestra infancia sobre aquella mesa-camilla con mantel de hule en la que habían estampado el mapa de una España gris con regiones de colores.




“El hombre del carrito” es un aprendiz de fantasma con la sábana sucia, un chamarilero que desconfía de la luz del sol y por eso sale a buscar algún filón nocturno de esos en los que jamás será oro nada de lo que reluce. Él se conforma con los cartones aplastados, esa casquería comercial en cuyo interior se guardaba unas horas antes cualquier talismán de la felicidad moderna; una felicidad pasiva y virtual, que consiste en que nos disfracemos todos de compradores sonrientes.
“El hombre del carrito” es el más antiguo de los buscadores de oro falso porque viene persiguiendo desde siempre la riqueza desechable y residual que despreciamos los demás. No tiene nada que ver con aquellos aventureros que hace más de cien años partían desde el puerto de Nueva York hacia California o Alaska, soñando encontrar chispas doradas en la arena de los ríos para dejarse luego, el sábado por la noche, la mitad del fruto de su esfuerzo entre los muslos de las chicas de la cantina. “El hombre del carrito” es de otra pasta; pertenece a una raza milenaria que ha sabido encontrar el valor de las sobras en un mundo derrochador. Le hemos dado muchos nombres a lo largo del tiempo; quinqui, trapero, rebuscador de rastrojos, incluso hombre del saco, pero sólo es alguien que cree de verdad en la utilidad de las migajas; es un erudito de la miseria en ayunas que sigue nuestro melindroso rastro de sabihondos exquisitos porque ha aprendido realmente la lección de esa fábula que comienza con el verso “Cuentan de un sabio que un día”. Nosotros no. Nosotros arrojamos a la basura todas esas malas hierbas que siempre van a oler a hierbabuena para cualquier nariz que venga detrás con el hambre multiplicada por dos porque ha tenido que echar a andar desde más lejos o desde más abajo.

Dice una leyenda urbana que “El hombre del carrito” vive rodeado de gatos en un piso maloliente, lleno de trastos inútiles y que duerme cada noche sobre una mugrienta colchoneta rellena con los tesoros del Rey Salomón. Como si su oficio fuese la cara oculta de una doble moral generalizada que se guía por las falsas apariencias. Claro que, a veces, muy de tarde en tarde, muere alguno de ellos y sucede el milagro; eso es cierto y resulta que “el hombre del carrito” se convierte en el cadáver más rico del cementerio.

Sergio Coello

1 comentario:

  1. No he visto la película, sí muchos personajes parecidos a lo largo de mi vida, pero no me importa la describiste lo suficientemente bien como para incorporarla en mi inventario.
    Gracias Sergio por ello.

    ResponderEliminar