sábado, 9 de enero de 2010

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXI)

En la película El buscavidas –del director Robert Rossen, también autor de Todos los hombres del rey– Paul Newman da vida a Eddie Felson, un arrogante y amoral buscavidas que frecuenta salas de billar para dejar limpios a los pardillos que empuñan el taco jugándose los dólares en una partida con él. Sueña con ser el mejor y para ello antes ha de batir al legendario campeón Gordo de Minnesota (interpretado magistralmente por Jackie Gleason). Con la ayuda de Bert Gordon (al que da vida el actor George C. Scott), un protector-destructor de jugadores, podría llegar mucho más lejos; Eddie tal vez ganaría al Gordo. Lo malo es que antes ha de resolver un problema fundamental: su autoestima está en el cubo de la basura que hay en la calle. De pronto, irrumpe en su vida una mujer, alcohólica, solitaria y lisiada (la actriz Piper Laurie, maravillosa en este papel) que parece tenderle la mano necesaria para que salga de ese callejón sin salida. Entre el amor de la chica y la gloria de vencer al Gordo de Minnesota, Eddie acaba eligiendo su camino sin importarle el precio a pagar. Claro que nunca pensó que sería tan alto.



Entre la gente normal y corriente existe una cierta atracción más o menos malsana por la figura del perdedor. Hay algo morboso que nos empuja a admirar ese nihilismo existencial de aquellos que se mueven con la desnortada vitalidad del fracaso sistemático. En cierto modo, envidiamos a los que prefieren apurar la vida con esa intensidad añadida que proporcionan los desengaños.


El buscavidas es una obra maestra porque cuenta todo eso mejor que casi ninguna otra película. También por más cosas. Por ejemplo, por su oscarizada y exquisita fotografía en blanco y negro, de Eugene Shuftan, llena de líneas rectas –paralelas y perpendiculares– en primer plano; por su espléndida banda sonora de jazz sesentero, mezclado con los sobrecogedores silencios que nos ofrece la película y que rompen esas bolas rodando por el tapete del billar hasta chocar entre sí. Y, desde luego, por las soberbias interpretaciones de sus cuatro protagonistas; entre las que destaca Paul Newman, capaz de convencernos de que un tipo con su envidiable pinta puede ser el mayor de los perdedores. Porque no hay mayor fracaso que redimirnos del triunfo a costa de perder la única vida que no hemos buscado, la de una mujer a la que amábamos sin saberlo.


PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXI):
EL BUSCAVIDAS

Glenn O’Malley había llegado a sargento de la policía de fronteras en el sur de Texas a fuerza de pasarse treinta y seis horas seguidas a la semana revisando el interior de los camiones procedentes de México que cruzaban el Río Grande. Los camioneros jugaban a colarle en territorio USA un mariachi de Jalisco enterito -con sus guitarrones y todo, dentro de un ataúd de tamaño XXL- y él jugaba a descubrirlo antes de que atravesaran la calle que separaba la acera de Tijuana de la enfrente, que ya era de la norteamericana El Paso. Una vez miró dentro de un camión frigorífico cargado de aguacates y en aquel recinto, cuyo termómetro marcaba veintitrés grados Fahrenheit, se escondían dos docenas de indígenas procedentes del estado mejicano de Chiapas. Habían pagado dos mil dólares por cabeza al conductor y los pobres iban doblados como servilletas. Antes de emprender el viaje, cada uno de ellos tuvo que inflar su propio globo con una bomba de bicicleta para ir respirando ese puñado de aire a presión dentro del congelador, bajo la fruta. Glenn, era un poli muy tranquilo. En otra ocasión paró un Cadillac de color verde sospecha y le pidió al conductor que abriera el maletero. “Ahí sólo llevo la rueda de repuesto, señor” le dijo el charrito, que no tendría más de veinte años. O’Malley -que se las sabía todas- no se inmutó y zanjó la discusión con un comentario antológico:


- Y no lo dudo, muchacho. Pero echa un vistazo aquí atrás, como he hecho yo, y verás que a tu rueda de repuesto se le ha quedado fuera una mano.




En su condado, O’Malley tenía fama de triunfador pero únicamente había alcanzado cierto éxito en el business medio legal relacionado con la carne de las chamacas que llegaban hasta la frontera llamándose Lupita, sin otro oficio que parir hijos a discreción. Claro que, en cuanto le devolvían al policía el favor, en especie, la mayoría de ellas le olvidaban y se volvían todas rubias de bote para ganarse la vida decentemente trabajando de camareras. Daba gusto verlas mostrando a los clientes -con orgullo de triunfadoras- la plaquita con su nuevo nombre -Daisy o Sue Ellen- sobre el delantal, junto a su pecho izquierdo, mientras chapurreaban inglés al tiempo que servían cafés, hamburguesas y tarta de manzana en los bares de las gasolineras. El poder de Glenn O’Malley -como tantos poderes- no pasaba de pura apariencia. Bajo su fachada de Gran Gatsby se escondía un fracasado con el hígado excesivamente flojo para soportar la mezcla de valium y tequila Cuervo, que era lo que se metían entre la placa y la funda de la pistola sus compañeros de patrulla. Él combatía su ración de insomnio de cada noche contando hacia atrás sus imaginarios éxitos personales -en lugar de contar ovejitas- hasta que el sueño le acababa rindiendo ya bien entrada la madrugada. Nunca fue capaz de llegar con aquellos conteos hasta su desastrosa adolescencia de inmigrante irlandés pobre y desahuciado. De la que se salvó, por cierto, porque tuvo la suerte de no cruzarse consigo mismo al llegar al puerto de Nueva York
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Sergio Coello

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