Esta película es el símbolo con el que se suelen identificar todos esos partidarios de los aspectos más superficiales y propagandísticos del deporte de competición. Si tendrá marketing la cosa, que tanto el título como la banda sonora han formado parte de miles de celebraciones de empresa, unas conmemoraciones triunfalistas que pretenden, ante todo, conseguir que el burro de una nueva vuelta a la noria y que el agua siga fluyendo desde los cangilones hasta los bancales del huerto.
El espíritu olímpico, esa cosa tan bonita que se ha perdido con los años y que inventó el Barón Pierre de Coubertin, intentando simular la cultura física de la Grecia clásica, sirve hoy también para fines inconfesables. Actualmente, lo Juegos Olímpicos se han transformado en un circo mundial. Los deportistas de elite intentan satisfacer la exigencia a la que están sometidos por un sistema de masas mediático que mezcla banderas de colores, dopajes subterráneos, interesen políticos muy bastardos y esas músicas que se escuchan desde lo alto de un cajón, con una mano en el pecho y los ojos mirando a ninguna parte. Resulta emocionante imaginarse corriendo a Harold Abrahms y Eric Lidell, cada uno con sus creencias, sus ideas, porque todos hemos soñado alguna vez con nadar en las Picornell, correr en el olímpico de Munich, superarnos en Atenas, y aplastar a los norteamericanos negros en la cancha de basket pekinesa, mientras suena la música de Vangelis. Aunque la mayoría de la gente no le guste competir porque sabe que si participara en alguna prueba deportiva es muy posible que quedase un par de puestos por detrás del último. Existe la creencia de que el cine es un buen medio para conocer la historia de la Humanidad. Personalmente, tengo mis dudas y no sé si llevarán razón los que opinan que de las cien creencias históricas totalmente erróneas que hoy tiene asumidas la Humanidad por lo menos noventa y nueve las adquirieron viendo películas como “Carros de fuego”.
16.- CARROS DE FUEGO
A Donald Carrigan le daban cien patadas en la barriga las cervezas tibias. Y ciento una, los gestos de prepotencia política.
- El poder no existe, sólo el abuso de poder - repetía cada vez que tenía uno de esos encontronazos con la administración, cuando coincidía con ella en un paso a nivel sin barreras. Y es que siempre le tocaba a él hacer el papel de bicicleta frente al tren expreso estatal que va a toda marcha. Si se topaba con algún político en la barra del Boston se le subía la sangre a la cabeza. Cualquier otro que no fuera él hubiera visto en aquel rostro electoral los años de cárcel que había sufrido por defender sus ideas prohibidas durante el régimen anterior o el prestigioso árbol genealógico familiar del que procedía. Donald no. A él se le llenaban los ojos de fechas y lugares correspondientes a la larga lista de atropellos de los que aquel tipo se había ido de rositas a lo largo de su carrera política llena de cargos públicos. Donald se había criado en la neurótica New Jersey y era pintor. Gozaba de mucho prestigio gracias a sus exposiciones monográficas sobre el abuso de los poderosos. Su cuadro favorito era
Adán y Eva expulsados del Paraíso, de Angelo Venice.
- Mirad este ejemplo - Decía siempre – Miles y miles de años pagando entre todos el robo de una simple manzana por esa pareja de zánganos subvencionados.
Todo el mundo millonario quería comprar su última pintura mural pero él decía que no había dinero suficiente para pagarla. En ella, aparecía el presidente de la mayor potencia militar y económica dentro de su despacho, bebiendo cerveza Budweiser en lata y a morro como si le hubiesen parido a martillazos en una de esas cadenas de montaje que la Ford tiene en Detroit. Junto a él, podía verse a otra figura -el presidente que había gobernado un país europeo en el que todos sus políticos tenían complejo de inferioridad nacional- que también había puesto los pies encima de la mesa.
Éste daba la impresión de que seguía llevando dentro de la cabeza una de aquellas cuadrillas de gañanes que labraban las tierras de su abuelo cincuenta años atrás. Ambos personajes se divertían cruzando apuestas sobre sus respectivas punterías pero no estaba claro si se referían al orín o a la saliva como munición.
Sergio Coello
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