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No me consta que al rodar la película Gigante el gran director George Stevens se propusiera de entrada lo que consiguió: explicar mucho mejor que Wikipedia buena parte de la historia norteamericana. Exactamente, ese periodo que abarca desde los tiempos heroicos y canallas de Sitting Bull y Billy el Niño hasta la aparición de la T. P. y otras compañías petroleras.
A través de cincuenta años de una familia tejana –que acaba aceptando, después de decir no muchas veces, una propuesta que no podía rechazar–, en Gigante podemos ver que el futuro ya no es lo que era, cuando el mundo cambió sólo porque algunos prescindieron del engorde de ganado a fuerza de pastos y se pasaron a la adoración de ese dios manchado por un líquido pringoso y oscuro que todavía sigue moviendo el mundo. Interpretada por lo más granado del Hollywood de la época, como Elizabeth Taylor, Rock Hudson, James Dean, Carroll Baker, Dennis Hopper y Sal Mineo, la historia comienza con Jordan Benedict, dueño de una extensa hacienda, conociendo a Leslie en Maryland y casándose con ella.
La vida en el rancho Reata no es fácil para una señorita del Este. Sobre todo si anda por allí James Dean haciendo de capataz; recostándose en una vieja furgoneta, con un pitillo encendido en los labios, y desnudando a la nueva dueña de la cosa con aquellos ojos suyos que se emboscaban bajo el ala de su inquietante sombrero. Algunos dicen que ésta es la mejor película de George Stevens y a mí eso me parece una barbaridad, teniendo como tenemos para elegir Un lugar en el sol, El diario de Ana Frank y, sobre todo, Raíces profundas, pero estoy de acuerdo en que Dean no se pudo despedir de mejor manera del cine y de la vida con esta película que trata, en el fondo, del amor imposible entre un enano y una giganta. La naturaleza imita a arte, ya se sabe. Por eso, antes de que la película se estrenara, un golpe de mala suerte estrelló aquel Pontiac Firebird 550 conducido por la nueva estrella contra un Ford corriente y moliente a cuyo volante iba un estudiante del montón.
Woody aún se acuerda de aquel año en que no hubo manera de ver una mujer de menos de cuarenta que llegase al peso mosca. Para alcanzar los cuarenta y cinco -kilos, se entiende- unas recurrían a la chatarra dorada de Cartier mientras las otras echaban mano de algún cirujano plástico de esos que inyectaban la silicona con cuentagotas en el sitio justo. Aquellas muchachas no tenían el centro de gravedad en el ombligo -como las de siempre- sino dentro de la plataforma de sus zapatones fosforescentes. Parecían figuras de alambre subidas a un pedestal de caucho, igual que si fueran esculturas diseñadas por el hijo tísico de Rubens.
Claro que eso no podía durar mucho y no duró. Una tarde Chase y Woody paseaban por el corazón de Nueva York comentando lo que disfrutarían el día que vieran la Quinta Avenida llenarse otra vez de grandes mujeres en todos los sentidos cuando, de pronto, se cruzaron con una de cuyo cuerpo hubieran podido salir un par de Claudias Schiffer y aun le sobrarían tres o cuatro kilos de carne perfumada con Aire de Loewe. A ellos les pareció que el mundo entero acababa de salir de un pozo negro. Era muy atractiva pero tenía la expresión cansada; como si llevara toda la tarde recorriendo sin éxito tiendas de tallas especiales para encontrar alguna prenda concreta a su medida. Aquella tarde lluviosa de Nueva York, Woody -que tenía una debilidad mayor por esa clase de mujeres- le dijo a Chase:
- “Muchacho, esa mujer que acaba de pasar me parece tan hermosa que daría mi Bentley recién matriculado por estar a su altura. Quiero decir que me gustaría ser en este instante, qué sé yo, el Coloso de Rodas, el ogro de Pulgarcito o Gulliver en el país de los enanos para poder ofrecerle sin condiciones -y sin complejos- mi compañía y mi tarjeta de crédito hasta que ella consiga dar con esa prenda que tanto le cuesta encontrar. Bueno y, para qué negarlo, también por la posibilidad de que me invite a traspasar la puerta del probador.”
No me consta que al rodar la película Gigante el gran director George Stevens se propusiera de entrada lo que consiguió: explicar mucho mejor que Wikipedia buena parte de la historia norteamericana. Exactamente, ese periodo que abarca desde los tiempos heroicos y canallas de Sitting Bull y Billy el Niño hasta la aparición de la T. P. y otras compañías petroleras.
A través de cincuenta años de una familia tejana –que acaba aceptando, después de decir no muchas veces, una propuesta que no podía rechazar–, en Gigante podemos ver que el futuro ya no es lo que era, cuando el mundo cambió sólo porque algunos prescindieron del engorde de ganado a fuerza de pastos y se pasaron a la adoración de ese dios manchado por un líquido pringoso y oscuro que todavía sigue moviendo el mundo. Interpretada por lo más granado del Hollywood de la época, como Elizabeth Taylor, Rock Hudson, James Dean, Carroll Baker, Dennis Hopper y Sal Mineo, la historia comienza con Jordan Benedict, dueño de una extensa hacienda, conociendo a Leslie en Maryland y casándose con ella.
La vida en el rancho Reata no es fácil para una señorita del Este. Sobre todo si anda por allí James Dean haciendo de capataz; recostándose en una vieja furgoneta, con un pitillo encendido en los labios, y desnudando a la nueva dueña de la cosa con aquellos ojos suyos que se emboscaban bajo el ala de su inquietante sombrero. Algunos dicen que ésta es la mejor película de George Stevens y a mí eso me parece una barbaridad, teniendo como tenemos para elegir Un lugar en el sol, El diario de Ana Frank y, sobre todo, Raíces profundas, pero estoy de acuerdo en que Dean no se pudo despedir de mejor manera del cine y de la vida con esta película que trata, en el fondo, del amor imposible entre un enano y una giganta. La naturaleza imita a arte, ya se sabe. Por eso, antes de que la película se estrenara, un golpe de mala suerte estrelló aquel Pontiac Firebird 550 conducido por la nueva estrella contra un Ford corriente y moliente a cuyo volante iba un estudiante del montón.
“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (XV):
GIGANTE
El tiempo cambia a los hombres pero mucho más a las mujeres. Chase y Woody estaban hartos de que las chicas vivieran bajo la terrible dictadura estética que exigía aquel tono casi transparente para la piel femenina y que entre ésta y el esqueleto no se interpusiera nada. De que no hubiera pasarela “de prestigio” que no exhibiera ese estilo de campo de exterminio.GIGANTE
Woody aún se acuerda de aquel año en que no hubo manera de ver una mujer de menos de cuarenta que llegase al peso mosca. Para alcanzar los cuarenta y cinco -kilos, se entiende- unas recurrían a la chatarra dorada de Cartier mientras las otras echaban mano de algún cirujano plástico de esos que inyectaban la silicona con cuentagotas en el sitio justo. Aquellas muchachas no tenían el centro de gravedad en el ombligo -como las de siempre- sino dentro de la plataforma de sus zapatones fosforescentes. Parecían figuras de alambre subidas a un pedestal de caucho, igual que si fueran esculturas diseñadas por el hijo tísico de Rubens.
Claro que eso no podía durar mucho y no duró. Una tarde Chase y Woody paseaban por el corazón de Nueva York comentando lo que disfrutarían el día que vieran la Quinta Avenida llenarse otra vez de grandes mujeres en todos los sentidos cuando, de pronto, se cruzaron con una de cuyo cuerpo hubieran podido salir un par de Claudias Schiffer y aun le sobrarían tres o cuatro kilos de carne perfumada con Aire de Loewe. A ellos les pareció que el mundo entero acababa de salir de un pozo negro. Era muy atractiva pero tenía la expresión cansada; como si llevara toda la tarde recorriendo sin éxito tiendas de tallas especiales para encontrar alguna prenda concreta a su medida. Aquella tarde lluviosa de Nueva York, Woody -que tenía una debilidad mayor por esa clase de mujeres- le dijo a Chase:
- “Muchacho, esa mujer que acaba de pasar me parece tan hermosa que daría mi Bentley recién matriculado por estar a su altura. Quiero decir que me gustaría ser en este instante, qué sé yo, el Coloso de Rodas, el ogro de Pulgarcito o Gulliver en el país de los enanos para poder ofrecerle sin condiciones -y sin complejos- mi compañía y mi tarjeta de crédito hasta que ella consiga dar con esa prenda que tanto le cuesta encontrar. Bueno y, para qué negarlo, también por la posibilidad de que me invite a traspasar la puerta del probador.”
Sergio Coello
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