viernes, 20 de noviembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XVII)

La Invasión de los Ladrones de Cuerpos es una asfixiante película de terror que llevó al cine ese director mucho menos valorado de lo que se merecía y que se llamaba Don Siegel. A Siegel le debemos que sea autor de la saga de Harry el Sucio, entre otras maravillas como Código del Hampa, Estrella de fuego y La jungla humana. La Invasión de los Ladrones de Cuerpos cuenta como en una pequeña localidad norteamericana la gente empieza a comportarse de manera rara y sin motivo aparente.

Cada vez más personas tienen la sensación de que sus seres queridos no son como antes y una especie de histeria colectiva parece adueñarse paulatinamente de todos, hasta que un día alguien descubre una explicación de los hechos absolutamente aterradora. La historia supone una magistral reflexión sobre la lenta y progresiva implantación de cualquier totalitarismo –no importa el color– y denuncia el sometimiento de la sociedad de masas a la pérdida de identidad individual. Hay varias versiones posteriores –algunas nada despreciables como la que rodó el director Philip Kaufmann en 1978 con el título de La invasión de los ultracuerpos– pero clásica lo que se dice clásica sólo es la de este film en blanco y negro que fue creado bajo las premisas básicas del mejor cine de serie B: poco dinero y mucho talento.



Rodada en plena caza de brujas por parte del senador Mc Carthy contra ese supuesto nido de gentes de izquierdas que era el Hollywood de los años cincuenta, enseguida se tachó a la película de parábola anticomunista, cuando precisamente representaba una alegoría demoledora contra el clima de delaciones y renuncias a la libertad personal que se estaba viviendo en Estados Unidos en ese momento. Siegel aplica un perfecto ritmo in crescendo, a la hora de contar una invasión extraterrestre en la que esporas provenientes del espacio dan origen a vainas, de las que surgen copias idénticas de seres humanos, sin emociones, sentimientos ni deseos; seres sintéticos que ni sientes ni padecen. Una invasión implacable e invisible que se parece demasiado a lo que nos está sucediendo ahora a los ciudadanos supuestamente libres.


LA INVASIÓN DE LOS LADRONES DE CUERPOS


En la esquina donde se cruzan la calle 47 y Glow Street hay una librería cuyo propietario fue, en tiempos, Sam Donnelly. Donelly atendía a los clientes como si hubiese pasado la mitad de su vida ejerciendo de embajador en la corte de Versalles pero, en el fondo, amaba la soledad porque -eso decía él- la soledad nunca te interrumpe cuando le das cuerda al reloj de los recuerdos. Sam se acordaba mucho Calpurne, la ciudad en la que había vivido felizmente hasta que se convirtió en una pesadilla.
- Durante tres años justos -contaba a los clientes- nadie me hizo sentirse culpable una vez al día como mínimo.


Entrabas en su establecimiento preguntando por un códice del abate Albert du Champolier y ya no te librabas de oírle hablar tres horas seguidas de Calpurne. Eso sí, jamás dejaba caer ni una sola pista sobre dónde estaba ni cómo llegar allí. Te contaba, por ejemplo, que un día regresó de uno de sus viajes y se encontró las calles totalmente vacías y las puertas de las casas cerradas a cal y canto.
Que no tardó en descubrir que todos sus habitantes -salvo él, por haber estado fuera- estaban crucificados en la cara interior de las hojas de madera, cruzados como tablones para reforzar la resistencia a la apertura. Todo lo que Sam relataba acerca de Calpurne tenía aire de leyenda. Como eso de que unos le echaran la culpa de aquella crucifixión mutua calpurniana a la maligna influencia de una secta satánica y otros, en cambio, sostuvieran que el viento había traído disueltas en el aire unas esporas venenosas desde el espacio que, de uno en uno, volvieron locos clónicos a los cuerdos. Incluso sonó mucho la teoría de que lo habían hecho porque, colmadas todas sus aspiraciones, estaban aburridos y sin ilusión.
Que al no tener nada que hacer ni a dónde ir acabaron llegando a la conclusión de que les sobraban las manos y los pies. Pero Sam sospechaba que aquella suicida propuesta había partido de las autoridades locales, en las que todos confiaban ciegamente. A él le tenía fascinado la evidencia de que, por fuerza, el último de aquellos ciudadanos-lacayos de Calpurne tuvo que verse obligado a hacer de carpintero de sí mismo. Calpurne era, para Sam, el ejemplo perfecto de una de esas democracias formales -formal viene de forma- en las que la forma era la de una cáscara de nuez vacía. Sam solía poner fin a la conversación con su frase favorita:

- No sabe usted cómo lamento no haber estado allí en el preciso instante en que sonó el último martillazo.

Sergio Coello

No hay comentarios:

Publicar un comentario