jueves, 21 de mayo de 2009

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos IX y X.

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CAPITULO IX. TRIÁNGULO DE SEDA


Si la primera impresión que tenías como recién llegado al Paradise era la de haber aterrizado en un trastero de almas viejas, una especie de archivo de vidas arrugadas, esa sensación se esfumaba en cuanto ponías los ojos sobre el turgente y ajustado volumen corporal de Roxie Ball, la joven amiguita del gángster Frank Matone. De esa chica decía Mike Guffin, el dueño del hotel, que era una especie de carretera móvil llena de curvas y con demasiados altibajos para rodar sobre ella a una velocidad decente. Donde las demás mujeres tenían simplemente piel, Roxie lucía una especie de carnal terciopelo dorado que olía al perfume más caro de Givenchy. Si te ponías a piropear su melena rizada, te aclaraba al instante que ella era rubia natural de arriba a abajo. Luego, te desarmaba con su sonrisa llena de inocencia culpable. Ya saben, esa mezcla de candidez y morbo que uno advierte en las lolitas de Nabokov cuando han cumplido los suficientes años y ambiciones como para estar más a gusto cubiertas de adornos de coral que de conchas de galápago. Aquella Marilyn resabiada no se había emparejado con un intelectual judío y tormentoso como Arthur Miller, sino con un gángster crepuscular que, a su manera, había sembrado el terror y la justicia en Nueva York, Los Ángeles y Chicago. Al parecer, la chica le hacía feliz al tiempo que le parasitaba. Roxie solía aparecer por la planta baja del Paradise flanqueada por un par de gorilas que le guardaban una espalda permanentemente al descubierto. Cuando su figura desaparecía camino de la terraza del jardín estallaba en el bar un ruido de fondo compuesto básicamente de murmullos obscenos y respiraciones sofocadas de profunda raíz masculina. Lo entiendo perfectamente. Aquella jovencita ingenua con un ligero toque de niña mala se metía dentro de unos vestidos tan ajustados como si le hubieran hecho el vacío con un compresor entre la tela y el cuerpo. Creo que a Naomi Campbell le habría gustado parecerse a ella. Me refiero a que se trataba de esa clase de mujer cuya presencia arranca saltos de júbilo y silbidos de admiración en todos los presentes sin excepción cada vez que entra en la sala donde se está celebrando un encuentro fraternal entre paralíticos, sordomudos y ciegos.


Paul Gallagher, el escritor aquejado de retención de ideas literarias, fue el primero que me definió breve y certeramente a la amante veinteañera del capo Matone. La vimos -yo por primera vez- junto al borde de la piscina y me pareció una nueva maravilla del mundo no catalogada aún en los libros. Roxie tomaba el sol al borde del agua de color azul-depuradora y se cubría, es un decir, con la parte inferior de un biquini de rayas rojas y negras que seguramente diseñó un especialista en miniaturas de geometría. La prenda apenas aspiraba a ser un breve triángulo de seda y me temo que su área no alcanzaba ni la cuarta parte del valor que hubiera salido de multiplicar la base por la altura. Gallagher ya sólo escribía con la voz cotilleos acerca de los demás huéspedes del Paradise. Me confesó que él mismo había tenido una educación sexual muy religiosa; hasta el punto de que podía recitar de memoria todas las páginas eróticas de la Biblia. Señaló a la apetecible novia del padrino Matone y después me dijo:
-“Es demasiado joven para tener pasado pero reconozco que esa chica tiene su punto. Quizá sea uno de esos espíritus puros que bajan a la Tierra para darle aire durante una temporadita a alguien definitivamente desahuciado por el cielo, a alguno de esos tiranos acabados al que espera heredar cuanto antes un hijo que le odia. He conocido a muchos tipos así. Fulanos que fueron grandes en el pasado y un buen día toman conciencia de que ya sólo pueden mantenerse unidos a una mujer joven si usan la cartera como pegamento. Roxie resulta muy apetecible, no digo que no, - Me insistió Gallagher - Pero ¿sabes una cosa? Estos ángeles de la guarda provisionales con tetas de plástico tienen un defecto de fabricación: sus curvas jamás te dejan verles las alas.”
A la amante rubia de Frank le gustaba coquetear con el recepcionista Peter Ngu. En cierta ocasión ella volvía de fundir media cuenta corriente, tras darle un par de vueltas al circuito de boutiques de la ciudad. Entró cargada de paquetes en el lobby del hotel y se dirigió a la recepción. Al tiempo que le entregaba la llave de su habitación, el empleado mitad vietnamita-mitad gringo se ofreció a ayudarla pero ella le rechazó con una sonrisa:
-“No es necesario, gracias. Tengo a mi disposición ese par de porteadores fijos que me vigilan constantemente. Pero le confesaré algo: prefiero que no abandone nunca su puesto de trabajo. Este mostrador le hace mucho más sexy que los pantalones. Yo siempre me imagino que es un biombo de cintura para abajo.”


El capo Matone disfrutaba con esa clase de desplantes que su chica le hacía a tipos más jóvenes y guapos pero menos ricos que él. Así y todo, no se engañaba. Una noche que estábamos en el bar-club del hotel escuchando el piano de Roger Brown llegó ella tarde, como siempre. Roxie lucía un diseño de Valentino y el vestido de noche era tan transparente que cuando ella daba la espalda dejaba ver el hilo dental de su tanga. Aquel viejo gángster con el ocaso de la vida reflejado en sus ojos se percató de que todos los hombres que había en la sala la estaban mirando y, de pronto, me dijo:
-“De acuerdo, Creo que Dios debió de inspirarse en alguien como ella para escribir el sexto mandamiento en las tablas de la ley. Y admito que entregarle dinero a esta chica es como guardar el botín de un buen atraco entre las brasas de una barbacoa. Pero, qué quieres que te diga; nunca pude imaginar que una mujer así acabaría iluminando el último tramo de mi vida. Cuando el dolor aprieta, hasta tiene el detalle de dedicarme un desnudo integral antes de inyectarme la morfina. En momentos así, te lo juro, me siento como ese peón del campo al que le hacen el único bocadillo del día con pan de oro.”

Las esposas de los clientes ocasionales del Paradise evitaban la presencia de aquella rubia para ahorrarles la odiosa comparación a sus maridos. Marion Barnes, la jefa de camareras, decía de Roxie que envidiaba su capacidad para enamorarse de las cajas fuertes a una edad en que cualquier chica sueña con un príncipe azul para que la lleve a vivir en un mundo sin dinero. Y la cantante Melody Marker me confesó que cierta noche vio a una cuarentona con celulitis echarle un par de pastillas envejecedoras dentro de la copa de martini con hielo con destino a la explosiva amante de Matone. No tuvo éxito. Después de que se lo tomara de un solo trago, Roxie dejó la mesa para irse a bailar en el centro de la pista. Y, según Melody, aquella rubia bailaba igual que Kim Bassinger en la película Nueve semanas y media, detrás de la persiana, mientras Joe Coker canta con esa voz tan suya de trueno con silicosis Puedes dejarte puesto el sombrero.


CAPITULO X. EL CAMINO SIN ESPEJOS

A veces alguien me pregunta qué es exactamente el Paradise y yo intento explicárselo a mi manera. Si hasta ese hotel no llegan las tensiones de la vida -habiendo tanta dentro de él- es porque allí vive gente distinta. Hombres y mujeres que saben que el mundo sería otra cosa si aquellos políticos que lo manejan -y tienen la responsabilidad de asearle- no se empeñaran en lavarle la cara cada mañana con ácido sulfúrico. Me lo dijo Paul Gallagher, un escritor que estaba convencido de que cuando no se tiene nada nuevo o revisado que decir a los lectores es mejor apagar el motor de la máquina de escribir o del ordenador. Gallagher tenía un record guiness: era el autor de la declaración de principios más corta de la Historia. Una vez le contrataron para que se dirigiera a la Humanidad y él llegó al estrado y se limitó a hacer un gesto ante la cámara; levantó el dedo corazón de la mano derecha con el resto del puño cerrado y luego se largó. Decían que no hablaba casi nunca de su pasado pero a mí me contó cosas de su vida anterior desde el primer día que le conocí. Una vez estábamos charlando en el bar-club del Paradise mientras Roger Brown, el pianista, había aparcado el sonido para ir al lavabo. Supongo que aquel negro genial, que ya no tocaba la música del azar con los dados sino con las teclas de su piano, necesitaba urgentemente hacerle sitio en su vejiga a otro par de Jack Daniels con hielo. En ese momento, alguien en nuestra mesa estaba comentando que, para ser perfecto, al Paradise le faltaban las carreras y los gritos de un par de críos y Gallagher dijo de pronto:
-“¿Quieren saber mi opinión, al respecto? Un hombre no es más que un niño mejorado a peor.”
Posiblemente tuviera razón, Quiero decir que hay cosas del pasado, como la infancia perdida, por ejemplo, que es preferible no tocar. Ya sé que está de moda restaurar antigüedades pero uno ha escarmentado bastante después de haber visto a ciertos arquitectos meterle mano a ruinas venerables hasta convertirlas en una variedad hortera del Exin Castillos. También conviene tener cuidado con las liposucciones y la silicona. Te pones a pasarle la plancha a la partitura de la Quinta Sinfonía de Beethoven para alisarle las arrugas y lo que te queda es La barbacoa de Georgie Dann. Resumiendo, hay cosas que no pueden ser. No puede ser que invitemos a la ópera a quien disfruta espantando cigüeñas con un coche-discoteca que emite un tam-tam exclusivamente bailable por gorilas. Tampoco se debe ir al podólogo con las zapatillas deportivas recién lavadas en el cieno de los pantanos. Basta fijarse en algunos de esos políticos de aldea que visten traje una vez al año para recibir al rey. Si se refinaran un poco más, podrían pasar por elefantes con zapatos de tacón.



Hubo un tiempo en que ser de izquierdas fue una manera de pensar y sentir, una forma de comportarse en la vida frente a los hechos. Hoy no queda mucho de aquello. Ahora ser de izquierdas es, a lo sumo, un estilo de mostrar fidelidades fijas a una marca, al margen de su calidad concreta. El mismo homicidio puede ser falta leve o crimen contra la Humanidad, dependiendo del himno que silbaba el autor mientras manejaba el cuchillo. Paul Gallagher dejó de escribir novelas de éxito y artículos de opinión muy apreciados el día en que se convenció de que el público no tiene el menor interés en escuchar ideas que desafíen su propia inteligencia. Decía estar convencido de que el ciudadano normal prefiere adquirir opiniones precocinadas dentro de un envase con su alimento ideológico favorito. Y que la gente no busca fortalecer los músculos de su cerebro con vitaminas ajenas intelectualmente estimulantes sino acabar con la sorpresa en su boca a la hora de probar los sabores del pensamiento. Algo así como si la parte de la Humanidad teóricamente liberada del hambre se hubiera apeado de ese tranvía llamado deseo de pensar. Recuerdo que, en cierta ocasión, me comentó Gallagher:
-“La gente prefiere que le den los criterios ya defecados para no molestarse siquiera en mover el vientre de su cabeza.”
Creo que aquel columnista se retiró porque había preferido bajarse de un mundo intelectual que avanzaba marcha atrás, desandando buena parte del camino recorrido, y no deseaba ser cómplice del previsible naufragio general. Le gustaban las definiciones sencillas acerca de asuntos complejos. Una noche me dijo:
-“La vida, muchacho, no es más que eso: ahorrar el dinero preciso para comprarte una hucha nueva cuando se te rompa la vieja, tener la prisa justa para no perder la paciencia y, finalmente, lograr que tu cadáver no se equivoque de tumba. No vaya a ser que el epitafio grabado sobre la lápida le siente a tus restos igual que le sienta un rosario al cuello de un oficial de las SS.”



Me temo que Gallagher había tenido muchos días aciagos a lo largo de su vida. Ya saben, mañanas de esas en que las cosas empiezan a ir mal y encima tienes la impresión de que estás en el punto más alto de la jornada. Yo le hablaba para animarle de esas otras ocasiones en las que te despiertas y nada más poner el pie derecho en el suelo te parece que el cielo acaba de firmar un armisticio contigo. Cuando tienes la sensación de que esa jornada puedes apostar a que en cualquier partida de póquer en la que te cueles habrá una escalera de color esperando a que llegues y abras las manos para dejarse caer en ellas durante un par de jugadas consecutivas. Son días extraños en los que esa mujer llamada suerte está deseando pasar la noche contigo sobre una cama con sábanas de seda china. Pero Gallagher no estaba familiarizado con tales sensaciones. Al parecer, en su vida habían escaseado las oportunidades de ese perfil. Era el clásico tipo al que el amor le tiene ojeriza y, en esas condiciones, la pendiente de la vida resulta mucho más cuesta arriba todavía. La última noche que tomamos una copa juntos se le escapó un recuerdo sobre la única mujer que le había tratado como hombre y no como escritor:
-“Fue durante la anterior guerra del Líbano, ¿Sabes? Estaban bombardeando el Hotel Sheraton de Beirut donde nos alojábamos unos cuantos periodistas occidentales y, de pronto, una hermosa condesa italiana, esa clase de mujer que cuando llora sus lágrimas huelen a Chanel Número Cinco, se abrazó a mí. Luego me pidió que le diera el beso más largo de la Historia en los labios. Seguramente, para evitar que le entrara en la boca el sabor de la metralla.”

(Continuará…)

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