lunes, 25 de mayo de 2009

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos XI y XII.

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CAPITULO XI. BALAS DE HIELO


Creo que aún no he escrito nada acerca de Jack Daniels, el camarero que atendía la barra del bar-club del Paradise. Con ese nombre para un barman -el mismo del famoso bourbon de Tennesse- yo también quise hacer un chiste cuando me le presentó Mike Guffin, el jefe de todo aquello. Sin embargo, él se limitó a sonreír con naturalidad, al tiempo que me estrechaba la mano agitándola como si fuera una coctelera. La sonrisa que esbozó fue parecida a la de un difunto que conocí apellidado Resurrección en el momento en que el sacerdote mentó lo de la vida perdurable durante el responso, al pie de su ataúd abierto.
En el bar-club del Paradise había una pista circular y en ella, a partir de las diez de la noche, bailaban parejas abrazadas de la misma manera que lo hacen, sobre el agua, los maderos sueltos y los supervivientes en mitad de un naufragio. Cuando entrabas allí no veías nada, pero si esperabas un poco a que la mirada se desenturbiara del humo, enseguida descubrías al bueno de Jack luciendo una chaqueta blanca como las nieves del Kilimanjaro. Aquel tipo dominaba una barra de caoba con cicatrices de disparos sin restaurar que, posiblemente, fueran referencias de otro tiempo y otro lugar. Mientras hombres y mujeres juntaban sus cuerpos con la excusa de la música -recordando, seguramente, las sensaciones perdidas de aquella primera vez en que bailaron esa canción abrazados a otra persona distinta- el samaritano Daniels daba de beber al sediento y prestaba su oído a los charlatanes solitarios con necesidad de calmar su dolor nocturno contándoselo a alguien. Ese camarero trabajaba con la misma elegancia con la que el actor David Niven pedía permiso a las gotas de sudor de su frente para secárselas con un pañuelo, mientras llovía metralla líquida bajo el cielo en llamas de una película de guerra. Nunca supe si Jack Daniels era su verdadero nombre o se trataba de un apodo por lo bien que preparaba los “dobles” de su bourbon tocayo. Como decía él, siempre en vaso ancho y “con tres balas de hielo”. En realidad, eso carecía de importancia porque lo mejor de Jack era él mismo. Una noche que la presión de la barra había aflojado me dijo en un aparte:
-“Esta profesión morirá pronto y seremos sustituidos por otra cosa; bultos sin vocación de servicio que se colocarán detrás de la bandeja con un paño blanco en la mano para ser vistos, inalcanzables, como los maniquíes tras el escaparate.”


Daniels hubiera podido dar un par de lecciones gratis a buena parte de la juventud que atiende hoy las terrazas de los bares y a la que no le interesa otra propina que una buena copia de esa llave que abre la puerta de la fama. Comprendo que a un camarero le cueste sonreír frente a ciertos clientes de hoy día. Los hay tan maleducados que merecerían la primera copa gratis, a condición de que estuviera llena de cicuta, pero un bar no es una historia de buenos y malos y algunos camareros lanzan sonrisas que dan pena. Parecen la mueca de un tipo con erección a las tres horas justas de que le hayan operado de fimosis.
El barman Jack Daniels había recorrido el mundo de barra en barra, sirviendo copas y escuchando confidencias. Paraba poco en los sitios por donde pasó. Incluso las pasiones instantáneas necesitan un tiempo mínimo para practicarse y, en este sentido, nunca sembró buena semilla en terreno femenino. Las mujeres pasaban por su vida a demasiada velocidad. No sería exagerado afirmar que las chicas le duraban en las manos menos tiempo del que él mismo empleaba en abrir una botella de cerveza. La última que estuvo enamorada de Daniels, le abandonó agotada por el movimiento de ambos fuera de la cama. Al parecer, esa chica le dejó escrita la despedida con su lápiz de labios en el espejo del lavabo:
-“Adiós, Jack, cariño. Lo siento, no puedo más. Estar contigo es como ser la esposa de un saltamontes.”


Todo eso había sucedido antes de que él aterrizara en el Paradise, tras haber aceptado la propuesta de Guffin para atender aquella barra. Ambos se conocían de antiguo; habían compartido muchas noches de fiesta y no pocos epílogos de atracos. Más de una vez el camarero tuvo que preparar un poco de güisqui sin agua, como desinfectante, para que se lo bebiera por la herida alguno de los chicos de la banda que había salido mal parado en el tiroteo con la policía.
Cuando terminaba el baile en el bar-club, y la mayoría del público ahuecaba el ala, empezaban las confidencias entre Jack y alguna de las clientes fijas del Paradise. La actriz retirada Blanche Anderson, por ejemplo, le contaba anécdotas de un Hollywood que ya no existe. Había sido buena amiga del famoso actor norteamericano Robert Mitchum.
-“Robert era un tipo tremendo - Oí que le contaba Blanche a Jack una noche - Recuerdo que me lo presentaron y, en lugar de estrecharme la mano, me la besó dos veces; una como héroe y otra como villano. Tenía una forma de caminar que cuando te daba la espalda, alejándose de ti, resultaba más inquietante todavía.”


Pero con quien aquel camarero tenía largas conversaciones era con la cantante Melody Marker. Una madrugada fui testigo de la diferente manera en que él y ella entendían la diferencia entre los hombres y las mujeres:
-“Para un hombre - decía Jack Daniels - la vida está en la calle, en alta mar, en los frentes de batalla y en la velocidad con se propaga la energía de su testosterona. Un hombre se excita sexualmente en las situaciones de peligro. Una vez conocí a un tipo que aprovechaba los terremotos para hacer el amor a su mujer con mayor ímpetu. Nosotros jamás aceptaríamos el probador de una boutique como ese lugar donde puedes quedarte a vivir cambiando constantemente de aspecto frente al espejo. Las mujeres, en cambio, sabéis cuidar y zaherir con un mismo gesto a ese tipo que el cielo os ha predestinado.”
-“No lo sé, Jack, - Le respondió Melody – pero creo que las cosas son más sencillas. Verás, encanto, la diferencia entre un hombre y una mujer es sólo cuestión de estética. Nosotras podemos caer en picado hasta quedar tiradas pero siempre acaba llegando el día en que nos levantamos. Aunque sólo sea para colgar en el suelo un marco con nuestra mejor fotografía.”


CAPITULO XII. OTOÑO EN LA SANGRE

Desde que conocí en el Paradise al gángster Frank Matone tuve la impresión de que pertenecía a esa dinastía de tipos hechos a sí mismos. Ya saben, la clase de hombre que sólo debe a su progenitor un gen de paria con coraje y ambiciones suficientes como para ser grande sin ayuda de nadie. Aquel jefe de la mafia había nacido en un pueblecito costero de la isla de Sicilia; estaba predestinado a que el paso de los años le redondeara las aristas igual que a las piedras volcánicas de su tierra de tanto rodar cuesta abajo por las laderas del Etna. Sin embargo, el adolescente Matone tomó la decisión que cambiaría su destino una mañana en la que escuchó a dos tipos del pueblo mantener la siguiente conversación:
-“¿Sabes una cosa, Pietro? Esta noche he soñado que ganaba mil millones
-“Pero ¿tu padre gana mil millones cada mes? – Le preguntó el otro con cara de estar escuchando los delirios de un loco.
“No, hombre, que él también lo sueña.”



Aquella misma tarde, Frank se subió a un camión cargado de lechugas con dirección al puerto y consiguió colarse dentro de un carguero que le llevó hasta Nueva York. Ese volantazo en la carretera de su vida le convirtió en uno de los reyes del hampa. Según Mike Guffin, América no se lo puso fácil al recién llegado pero la suerte le puso en contacto con un pariente lejano que residía en Chicago, cierto fulano que manejaba con soltura los hilos de la telaraña en el sindicato del transporte. Viudo y sin descendencia, aquel familiar curtido en la ley del silencio se hizo cargo del muchacho hasta que éste empezó a dar muestras de que había aprendido a caminar solo por la selva.
-“Ese pariente manejaba algún dinero - Me contó Guffin - y murió pronto de cataratas.”
-“¿Le operaron mal?- Pregunté yo.
- “No -Me respondió el dueño del Paradise - El propio Matone le empujó a una de ellas cuando estaban contemplando las del Niágara.”


Nada más descubrir dentro del Hotel Paradise la escurridiza silueta de aquel extraño huésped fijo al que todos allí llamaban Slater, tuve la impresión de que tenía algo que ver con Matone, el padrino que se había instalado en la última planta del hotel para que la muerte llegase lo más cansada posible a su cita con él. Enfermo de una próstata cancerosa y enamorado de la joven Roxie Ball -gravemente de ambas, por cierto-, estoy seguro de que aquel capo sabía que la guadaña no cabría en el ascensor y la parca se vería obligada a subir por las empinadas escaleras.
Como nombre, Slater me sonaba tan falso como la felicitación oficial del Colegio Británico de Médicos a Jack el Destripador por sus intervenciones quirúrgicas, a oscuras y a cuchillo limpio, en las entrañas de las prostitutas de Londres. Era un tipo tan escurridizo y tenía los rasgos tan indefinidos que parecía un apéndice del personaje principal; el actor de reparto que está en contra o a favor del protagonista pero muy en segundo plano. Como esa silueta que revolotea a lo lejos, describiendo círculos alrededor de un moribundo notable. Hasta que éste no deviene en cadáver, sin vuelta atrás, no hay manera de descubrir si esa sombra lejana es de un buitre o del albacea testamentario. Quizá Slater fuera matón de segunda o detective, guardaespaldas o verdugo del padrino Matone. A plazos y en la larga distancia, en cualquiera de los casos. Alguien, en fin, cuya misión consiste en permanecer lejano y expectante hasta que llega el momento de arrojar la toalla, un minuto antes de que el árbitro o el médico recen hasta diez, encima del viejo campeón desplomado sobre la lona. Una noche pregunté a Mike Guffin acerca de Slater pero no me aclaró gran cosa:
- “Oye, Mike, - Le pregunté - Ese tipo, Slater, ¿Tiene algún hobby?”
-“Si, las mujeres y la caza”.
- Respondió.
- “Ah - Dije yo - ¿Y qué puede cazar aquí, en el Paradise?”
- “Mujeres” - Zanjó él.


Pronto me enteré de que Slater era cazador nocturno. Su habitación estaba situada frente a la de la actriz Blanche Anderson y cada noche, después de que se apagara la lámpara del pasillo, una fotocopia de su sombra cruzaba la distancia que separaba ambas puertas en un doble viaje de ida y vuelta. De las personas misteriosas solemos hacernos una idea exagerada. A veces, nos gusta rellenar ese vacío de conocimiento sobre sus vidas con suposiciones y rumores distorsionados. Historias tremendas que se acoplen a la imagen que nos hemos prefijado de ellas. Quizá porque, en el fondo, a la gente normal le gusta suponer que otros protagonizan existencias intensas bien diferentes a la nuestra, tan plana y rutinaria que lo más emocionante que podemos recordar a la hora de la muerte es que una tarde de primavera, cuando éramos niños, nos atropelló un caracol en el huerto del abuelo. Ya se sabe, la vida corriente está llena de tipos cuya única idea del morbo consiste en usar una mañana el cepillo de dientes de la parienta por equivocación. Quizá por eso, dentro del Hotel Paradise circulaban muchas leyendas sobre Slater. Marion Barnes, la jefa de camareras, presumía de haber descubierto algún secreto suyo. Una noche me dijo:
-“Las chicas de la limpieza me han comentado que ese Slater no deja la menor huella en los lugares donde pisa. ¿Te has fijado en sus zapatos? Tienen la suela de goma. Pero es goma de borrar.”
Sin embargo, la única leyenda sobre Slater que merecía ser cierta me la contó el veterano periodista Paul Gallagher. Según el ex-reportero, Slater estuvo acusado seriamente de asesinato hacía mucho tiempo, cuando tenía nombre verdadero. El abogado de oficio que le asignaron tuvo que enfrentarse a una abrumadora colección de pruebas en contra de su defendido y Gallagher me relató también la fulminante conversación que ese defensor mantuvo con Slater cuando le visitó en prisión el día anterior a la celebración del juicio:
-“Sinceramente, no sé qué decirle al jurado mañana para librarle a usted de la silla eléctrica.”- Se lamentó el bisoño licenciado en Derecho. Según Gallagher, Slater ni siquiera sonrió cuando le hizo una sugerencia a su propio abogado:
- “¿Por qué no prueba a decir que ha sido usted el asesino?”

(Continuará…)

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