.
En nuestra ciudad todos tiramos un poco a fisgones. Nos gusta entrar en detalles ocultos y morbosos sobre la vida de los demás; por eso han tenido tanto éxito entre nosotros las profesiones observadoras y no hay nadie censado aquí que no sea grumete, vigía, portera, guarda jurado, sereno o correveidile.
Es posible que dentro de cada uno de nosotros haya un detective privado tópico y típico, un sabueso sin afeitar con despacho descuidado de puerta acristalada y entreabierta a la espera de que entre alguien a contratarnos para seguir los pasos de un tercero. No hay más que ver lo desordenada que tenemos nuestra mesa de trabajo a cualquier hora, lo sucio que dejamos el cenicero del coche y el lío que nos hacemos en la cocina cuando nuestras chicas nos dejan más solos que a Lew Harper, Philip Marlowe o Pepe Carvalho.
Algunos intentan resistirse con todas sus fuerzas al clima imperante pero creo que acabarán siendo engullidos, como lo fuimos todos, por la misma obsesión de espiar que padecemos la inmensa mayoría. Yo mismo, al principio, pensé que lo hacían para darse importancia y para ser alguien. Después de todo, ser vigilante a cuenta del presupuesto oficial parece un signo de lujo suntuario y te permite grabar conversaciones íntimas; sobre todo las del teléfono erótico, que es cuando uno pierde su natural timidez y se atreve a decir cosas por el auricular que le podría costar el puesto de trabajo, arruinar su carrera política o romper su matrimonio/braguetazo de jardinero con aristócrata guapa, rica y tonta.
Las calles de mi ciudad están llenas de gentes apoyadas en la barandilla de su terraza que no quitan ojo a cuanto sucede en la calle. Y lo que sucede en la calle son esas cosas cotidianas que pueden llevar dentro mucho gato encerrado. La mayoría de los que se mueven por las áreas urbanas, no me digan que no, hacen cosas muy sospechosas. Como eso de comprar todos los lunes el AS en el quiosco de prensa para enterarse de que a Leo Messi le han concedido ya el Balón de Oro. O entrar en la tienda de ultramarinos para llevarse dos barras de pan a medio euro la pieza. Yo vi una vez a un tipo que aparcaba un Toyota Aris en batería entre dos Golf GTI y en otra ocasión descubrí a tres parejas de veinteañeros que pretendían sentarse en el escalón de un portal para comerse una bolsa de pipas enterita y arrojar luego todas las cáscaras en el mismo medio metro cuadrado de acera. Cualquiera de esas actividades, si uno se fija detenidamente, podría ser perfectamente una señal, una clave o una contraseña secreta para comunicar a la Central que el teléfono del vecino del 5º D ya está pinchado o que, por fin, se han podido hacer varias fotografías, en posición comprometida, a esa jovencita de doble vida, tan apetecible, que vive en el ático. Actividades peligrosas todas ellas que sólo detectamos, ya digo, los espías del más acá.
En nuestra ciudad todos tiramos un poco a fisgones. Nos gusta entrar en detalles ocultos y morbosos sobre la vida de los demás; por eso han tenido tanto éxito entre nosotros las profesiones observadoras y no hay nadie censado aquí que no sea grumete, vigía, portera, guarda jurado, sereno o correveidile.
Es posible que dentro de cada uno de nosotros haya un detective privado tópico y típico, un sabueso sin afeitar con despacho descuidado de puerta acristalada y entreabierta a la espera de que entre alguien a contratarnos para seguir los pasos de un tercero. No hay más que ver lo desordenada que tenemos nuestra mesa de trabajo a cualquier hora, lo sucio que dejamos el cenicero del coche y el lío que nos hacemos en la cocina cuando nuestras chicas nos dejan más solos que a Lew Harper, Philip Marlowe o Pepe Carvalho.
Algunos intentan resistirse con todas sus fuerzas al clima imperante pero creo que acabarán siendo engullidos, como lo fuimos todos, por la misma obsesión de espiar que padecemos la inmensa mayoría. Yo mismo, al principio, pensé que lo hacían para darse importancia y para ser alguien. Después de todo, ser vigilante a cuenta del presupuesto oficial parece un signo de lujo suntuario y te permite grabar conversaciones íntimas; sobre todo las del teléfono erótico, que es cuando uno pierde su natural timidez y se atreve a decir cosas por el auricular que le podría costar el puesto de trabajo, arruinar su carrera política o romper su matrimonio/braguetazo de jardinero con aristócrata guapa, rica y tonta.
Las calles de mi ciudad están llenas de gentes apoyadas en la barandilla de su terraza que no quitan ojo a cuanto sucede en la calle. Y lo que sucede en la calle son esas cosas cotidianas que pueden llevar dentro mucho gato encerrado. La mayoría de los que se mueven por las áreas urbanas, no me digan que no, hacen cosas muy sospechosas. Como eso de comprar todos los lunes el AS en el quiosco de prensa para enterarse de que a Leo Messi le han concedido ya el Balón de Oro. O entrar en la tienda de ultramarinos para llevarse dos barras de pan a medio euro la pieza. Yo vi una vez a un tipo que aparcaba un Toyota Aris en batería entre dos Golf GTI y en otra ocasión descubrí a tres parejas de veinteañeros que pretendían sentarse en el escalón de un portal para comerse una bolsa de pipas enterita y arrojar luego todas las cáscaras en el mismo medio metro cuadrado de acera. Cualquiera de esas actividades, si uno se fija detenidamente, podría ser perfectamente una señal, una clave o una contraseña secreta para comunicar a la Central que el teléfono del vecino del 5º D ya está pinchado o que, por fin, se han podido hacer varias fotografías, en posición comprometida, a esa jovencita de doble vida, tan apetecible, que vive en el ático. Actividades peligrosas todas ellas que sólo detectamos, ya digo, los espías del más acá.
Sergio Coello
No hay comentarios:
Publicar un comentario