martes, 2 de junio de 2009

Huéspedes en el Paraiso. Capítulos XIII y XIV.

CAPITULO XIII. TARANTO PARA EL LIBRO

En el Paradise se leía poco y podría decirse que allí los lectores del Círculo hubieran cabido todos en un punto. Mike Guffin, el dueño del tinglado, practicó su afición a los libros de niño pero su padre, un comerciante de telas, consiguió apartarle de ese vicio una noche en que le requisó las obras completas de Julio Verne. El padre de Mike mezcló todos aquellos libros con un par de litros de gasolina y la llama de una cerilla de manera que, gracias a ese cóctel cultural, en menos de un par de horas, quedó liquidado el negocio del mismo género que la competencia acababa de inaugurar dos calles más abajo. Guffin me lo contó una madrugada en que nos quedamos solos en el bar-club de su hotel. Las parejas de baile habían decidido cambiar la pista por la cama para seguir moviéndose abrazados y esa noche el dueño del Paradise estaba más hablador que de costumbre:
-“A mi padre le costaba mucho leer. De los contratos que firmaba sólo le interesaban los ceros a la derecha de la cifra.”- Me dijo Mike - “Creo que el único libro que consiguió terminar en toda su vida fue el de Familia. Pero al separarse de mi madre cogió aquel documento y le aligeró de peso arrancando las páginas en las que figuraba el nombre de ella. Recuerdo que me dijo, a partir de este momento, consideraré este documento un acta de divorcio en el que hemos conseguido ahorrar papel y tiempo. No sé si te lo he dicho, pero mi padre odiaba por igual la burocracia y la obtención de celulosa a costa de la tala de árboles.”

A tipos como el gángster Matone, el escritor Gallagher, el recepcionista Peter Ngu, el botones Andy y el escurridizo Slater, no recuerdo haberlos visto con un libro o periódico entre las manos durante el tiempo que duró mi estancia en el Paradise. Pertenecían al modelo de lo que se entiende por gente de acción, la clase de individuos que no usan los ojos para descifrar letras impresas sino para vigilar a su propia sombra porque ni siquiera se fían de ella. Posiblemente ellos pensaban que tener un libro abierto entre las manos es un error cuando conviene tenerlas libres por si hay que agarrar inesperadamente la maleta o la pistola. En cuanto a las mujeres del Paradise, casi todas llegaron allí curadas del empacho de la lectura. La actriz Blanche Anderson había leído muchos borradores de guiones que luego fueron verdaderos taquillazos en la pantalla. Los productores prestaban aquellos textos a Blanche para que los revisara. Ella señalaba en rojo las faltas de ortografía cometidas por sus autores con su lápiz de labios y, luego, invariablemente, los mejores personajes femeninos iban a parar a las manos de otras más actrices más jóvenes. Según ella, gracias a lo bien que se desnudaban en casa del director por exigencias del guión.


Marion Barnes, la jefa de camareras, había tenido un par de novios intelectuales. Tipos de esos que suelen citar cada dos por tres a Roland Barthes y la Escuela Estructuralista pero que luego resultan un puro desastre entre las sábanas. Eso la había vacunado definitivamente contra la tentación de leer, única que supo resistir. Y Melody Marker, la chica cuya voz le brotaba de la mirada, me contó que hacía años estuvo cantando en un local de mala nota; uno de esos sitios donde las actuaciones en directo sólo interesan como música de fondo para las actividades de las fulanas. Una noche estuvo charlando conmigo acerca de aquella época:
-“Recuerdo que una de las chicas se llamaba Cinthia y era muy aficionada a la lectura.” - Me dijo Melody - “Entre cliente y cliente era capaz de leerse una novela de William Faulkner. Cuando estaba con un tipo que a ella le parecía culto solía citarle el primer párrafo de grandes novelas en el momento del climax. Una vez le preguntó a un cliente con gafas y pelo largo rizado si había leído algún libro en su vida y aquel tipo sacó la pasta de su cartera, porque ella siempre cobraba por adelantado, y le dijo a Cynthia que había leído tres, el kamasutra, un manual de primeros auxilios y el diario íntimo de su ex-mujer. Según él, todos trataban de lo mismo.”


Frank, el capo crepuscular, tampoco era una rata de biblioteca pero había aprendido mucho en la escuela de la vida. Descubrió el valor incalculable de un par de tomos de la Enciclopedia Británica una vez que le sirvieron de gran ayuda. En el asalto de una mansión le faltaban unos centímetros para llegar con la mano hasta el lugar de la estantería donde los dueños guardaban la contraseña de la caja fuerte y aquel par de libros, aun sin abrirlos, le resolvieron un problema de altura. Su amante, la explosiva Roxie Ball, era muy joven para relecturas. Sólo había ojeado revistas de Hollywood pero eso le había bastado para hacerse una idea ajustada de los deseos masculinos y las ambiciones femeninas. Recuerdo lo que me comentó en cierta ocasión en que su viejo protector se quedó en la cama, soñando con los angelitos, tras una buena dosis terapéutica de morfina:
-“Yo no me he enamorado jamás del rostro o los modales de un hombre sino de su mina de diamantes o sus inversiones multimillonarias en la bolsa. - Me dijo Roxie - Esas cosas jamás te decepcionan. Prefiero ser la viuda de un pozo de petróleo en Texas que la ex de un tipo feo y maleducado, al que se le acabaron el atractivo y los detalles románticos el día en que regresamos de nuestra luna de miel.”

Aquella noche todos los clientes desparejados del Paradise pujaron en la subasta del bar-club para bailar con la chica del gángster durmiente. Roxie era más pegadiza que la propia música. Se fundía contigo igual que las dos rebanadas de un sándwich cuando las metes en el tostador separadas por una buena capa de mantequilla. James Thompson, uno de los dos guardaespaldas que la seguían a todas partes, me dijo de Roxie:
-“Amo tanto a esta chica inalcanzable que si yo fuera un asesino en serie todos mis crímenes se los dedicaría a ella. La única vez que bailé con Roxie fue por orden del jefe, naturalmente, pero noté que me cargaba de energía atómica. Cuando terminó la música, la pistola no me cabía en la sobaquera.”
Uno no tenía más remedio que sentir lástima de aquellos ilusos enamorados de Roxie Ball. Creo que Mike tenía mucha razón cuando, refiriéndose a ellos, me comentó otra noche:
-“Estos pobres muchachos han puesto el corazón en el sitio equivocado. Si tú no quieres ir a la montaña porque le tienes miedo y, de pronto, ves que la montaña viene deprisa hacia a ti, es preferible salir huyendo. Seguro que se trata de un derrumbe.”


CAPITULO XIV. UNA RACHA DE MALA SUERTE

Cualquiera de los habituales del Paradise había tenido más de una racha de suerte en contra a lo largo de su vida pero ninguno acabó haciéndose socio del Club de la Mala Estrella. Ya saben, la clase de gente que llega con un tenedor en la mano para quedarse a vivir para siempre en una tierra de sopas. Mike Guffin me lo aclaró una vez:
-“Aquí no está el que inventó la lluvia pero todos tenemos un paraguas a mano.”
El capo Matone pudo comprobarlo personalmente. Un día estaba meando más sangre de lo normal en el cuarto de baño que había en el hall del hotel cuando entró un agente del FBI que se alineó a su lado en el urinario contiguo. Ninguno de los dos descubrió la personalidad ni el color de la orina del otro. El gángster y el policía se limitaron a intercambiar cuatro palabras sobre el tiempo mientras vaciaban su vejigas a la vez que coincidían en que aquello que sonaba en ese instante por los altavoces -la canción ¿What’d I say?, de Ray Charles- era lo más contagioso, después del sida, que le había sucedido a la Humanidad en los últimos cien años. El policía no era un despistado; simplemente no buscaba a Frank Matone e iba a la caza de Neil Brutacci,, un matón peligroso con seis o siete órdenes de captura por delitos federales. Además Frank había perdido mucho peso con la enfermedad. Tanto que hubiera sido pura coincidencia cualquier parecido entre su aspecto de ese día y la foto que la Central había distribuido por todas las comisarías del país. Podría decirse que se asemejaban lo mismo que un autorretrato de Rembrandt y la calavera del propio pintor.

Aquel defensor de la ley se llamaba Jerry Mc Donald y seguía el rastro de ese delincuente armado de apellido Brutacci, gracias a un chivatazo. En realidad, el agente del F.B.I. había caído en el Paradise por equivocación, resulta que tomó la carretera que no debía en un cruce del desierto. Era uno de esos tipos que, a primera vista, dan la impresión de ser más inteligentes que listos; cuando le pregunté qué hacía con su tiempo libre, recuerdo que me respondió:
- “El trabajo de la policía es como el de las mujeres, nunca se acaba.”
También me contó que un par de meses antes estuvo a punto de echarle el guante a su presa. Fue dentro de la iglesia de Lostville, un pueblecito perdido de Nuevo México. Al parecer, Brutacci y su chica entraron en el templo donde les aguardaba el agente del F.B.I., que se les había anticipado. Escondido en el confesionario, el policía Mc Donald pudo oír la conversación que mantuvieron a la entrada de la iglesia aquel par de fotocopias en carne y hueso de Bonnie and Clyde. Ella dijo que no pensaba arrodillarse y rezar porque se le estropearían las medias y la pareja se largó de inmediato evitando su captura en lugar sagrado. Cuando yo le comenté al defensor de la ley que sonaba bastante raro eso de que dos criminales perseguidos por el brazo de la justicia entrasen en una iglesia a refugiarse, el policía no dudó en contestar:
-“ Estaban allí para vaciar los cepillos de las limosnas. Es lo malo de
esa clase de gente cuando le da por la religión.”


A Jerry le gustó el Paradise y se entretuvo más tiempo del razonable hablando con algunos de nosotros. En unos minutos me resumió su vida. No estaba casado y se alegraba de no tener hijos porque, según él, los mejores profesionales de la lucha contra el crimen acababan protagonizando una desastrosa vida familiar. De pequeño, quiso tener un perro pero sus padres eran tan pobres que sólo pudieron comprarle una hormiga. Me enteré, incluso, de que tenía una opinión muy escéptica sobre la forma en que maduran los seres humanos. Recuerdo que comentó:
-“ Los niños son seres especiales, no entiendo de dónde salen luego
tantos adultos mediocres.”
De creer a ese tal Jerry, Neil Brutacci debía de ser un fulano ante el que había que tentarse la ropa antes de plantarle cara porque no se andaba con tonterías. Ya saben, uno de esos tipos cuyos discusiones con cualquiera se resuelven casi siempre a su favor y por la vía rápida, gracias a sus contundentes argumentos del calibre nueve milímetros. La novia de Brutacci se llamaba Doris Wallace y antes de que se cruzaran sus vidas ella había sido corista en el Pasadena. Según decía el policía, la chica era pelirroja de peluquería y hacía perfecto juego con él. En su etapa de artista, Doris se estuvo moviendo en los escenarios lo mismo que una karateca, dando patadas y puñetazos al aire mientras sonaba la música vaporosa de la orquesta de Benny Williams. Luego se juntó con el pistolero y, ya en pareja, pasaron a inspirar en los empleados de los bancos la misma sensación que tendría una gacela Thompson coja en el momento de descubrirse flanqueada por un matrimonio de leopardos en ayunas. Junto a su novio, la ex-bailarina no volvió a pisar jamás una calle mojada por la lluvia. Brutacci era un tipo muy duro y limitarse a arrojar la gabardina impermeable al suelo para que su chica cruzase los charcos sin mancharse, le parecía poco; prefería blandir su pistola delante del agua sucia hasta que ésta se abría de par en par lo mismo que la del Mar Rojo frente al cayado de Moisés. No es de extrañar, por tanto, que la pelirroja Wallace estuviera loca por aquel truhán con hechuras de locomotora en marcha. Dicen los cínicos que dentro del corazón de toda mujer hay un hueco pasional reservado exclusivamente a ese canalla con encanto que quizá aparezca algún día para vencer por veinte orgasmos a cero al pretendiente con buenas intenciones o al marido de toda la vida. Cuando le comenté al agente Mc Donald que conocer más de la cuenta a la presa que se anda persiguiendo dicen que trae mala suerte para el cazador, Mc Donald me respondió:
-“Lo he aprendido de los viejos periodistas: saber es acordarse.”

Andy, el botones del Paradise, también creía en la suerte. En la buena suya y en la mala de los demás. A menudo comentaba:
-“ Toda esta gente que vive aquí ha tenido tan mala suerte en la vida que para mí ya sólo puede quedar libre la buena.”
El recepcionista Peter Ngu, en cambio, no creía en el infortunio del azar. Recuerdo que un día me dijo:
-“La mala suerte es una invención de los pesimistas. Ya sabe, esos
tipos que cuando tienen que elegir entre dos males, elige los dos.”

Y Marion Barnes, la responsable del servicio de habitaciones del Paradise, sostenía que la suerte era como la conciencia. Algo que te duele cuando todas las demás partes de tu cuerpo se sienten muy bien. Una noche en que ambos estábamos un poco vencidos por la nostalgia en la barra del bar, me habló también del asunto:
-“Todavía puedo recordar aquel tiempo en el que algunos teníamos buena suerte. Cuando sentíamos que el aire era limpio y el sexo sucio, dos cosas estupendas para gente con ganas de vivir de otra manera. Ya ves, encanto; ahora las cosas son al revés. Notamos al respirar cómo se nos llenan los pulmones de basura gaseosa pero, eso sí, practicamos el sexo con desinfectantes.”

(Continuará…)


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