martes, 9 de junio de 2009

Quince portazos por hora

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Dicen las estadísticas que en España, últimamente, se rompe un matrimonio cada cuatro minutos. A mí -que no he pasado nunca por ese trance aunque estoy rodeado de amigos que sí- me parece mucha velocidad. En números redondos eso sale como a quince rupturas por hora.


Demasiados portazos definitivos en sentido metafórico, se entiende. Y, a veces, no tan metafórico. Doy por sentado que de las estadísticas uno sólo debe creerse lo que ocultan. Las estadísticas no están hechas para que los ciudadanos sepan lo que piensan de sí mismos sino para que muerdan el anzuelo de preguntas estúpidas y caigan desnudos de cuerpo y alma, como los peces engañados, en la calculada cesta pescadora de los políticos. Claro que no es mentira que los juzgados andan atascados con demandas de separación y que, ya lo dijo Groucho Marx, la principal causa de divorcio es el matrimonio.


Hace años, el matrimonio no era sólo un compromiso nacido del amor y el deseo o de la voluntad de las respectivas familias de sumar patrimonios. También era un camino, una carreta, un yugo para dos y una carga compartida que crecía con el paso del tiempo conforme iban disminuyendo las respectivas fuerzas. Hoy las cosas son de otra manera. Para empezar, los enamorados llegan muy prevenidos, armados hasta los dientes de sentencias verbales a su favor. Tal vez esta crisis del matrimonio actual tenga mucho que ver con el cambio de papeles de mujeres y hombres en la nueva película de la vida. Desde los tiempos de Eva las mujeres han sido más valientes que los hombres, sólo que lo disimulaban. Ya no. Ahora le disputan al macho el papel protagonista y en las pruebas del casting son capaces de llegar mucho más lejos que ellos.

Yo conocí un caso muy ilustrativo a este respecto. Se llamaba Sandy y era una chica de pasado tormentoso. Me contaron que, nada más nacer, el médico le dijo a su madre:
-“La niña ha nacido sana, sin infecciones ni defecto físico alguno pero viene cargada de antecedentes penales. Antes de inscribirla en el registro civil, creo que debería presentarla usted en la comisaría del distrito.”


Para cualquier hombre normal compartir con Sandy la vida hubiera sido algo así como conducir un árbol plantado en el carril de en medio de la Autopista 66. Sandy decía que el hombre que aspirase a vivir con ella tenía que demostrar antes que no era un pusilánime. Que, a una señal suya, tendría que saber lanzarse al vacío desde la azotea del Empire State usando como paracaídas el sombrero que llevaba puesto Bogart en El halcón maltés. Una noche me confesó:
-“Yo necesito a mi lado a un tipo que no le tiemble el pulso a la hora de darme fuego cuando estemos tomando juntos un baño de gasolina. Los hombres normales llamáis por teléfono a vuestra esposa para decirle que tardareis un par de segundos más en regresar a casa porque en el camino de vuelta os habéis encontrado con un charco imprevisto y no tendréis más remedio que rodearle. No sois mi tipo ni creo que yo os convenga tampoco. Aunque sois ideales para esas buenas chicas como Dios manda: Ya sabes, las que jamás olvidan pedir permiso a su conciencia antes de aceptarle una copa al compañero de trabajo que les produce un poco de morbo. No tengo nada en contra de esa clase de mujeres pero yo nunca pertenecí a su clan. Y lo comprendo. Somos de mundos diferentes. Cualquiera de ellas consideraría un gesto de valor dejarse desabrochado el segundo botón de la blusa empezando por arriba antes de abrirle la puerta al cobrador de la funeraria y yo, qué quieres que te diga, soy capaz de resucitar a un muerto con un buen pellizco en el sitio justo.”

Sandy, sin saberlo, anunciaba en buena medida la llegada de esta mujer del siglo veintiuno que desconcierta al hombre de los veinte siglos anteriores. Era fascinante pero esa fascinación procedía de su secreto. Porque el secreto es el mejor talismán para mantener amarrado a cualquier hombre durante un par de décadas como mínimo.


Aunque, bien mirado, cualquier mujer puede ser fascinante si se lo propone. Lo único que necesita es una barra de labios y un poco de misterio, esa alambrada de gestos que proteja algún rincón de su alma en el que nadie entre a husmear jamás. Y ensayar un poco para ser capaz de lanzarle al hombre que le gusta un par de miradas inquietantes durante la primera media hora de conversación. Con esas tres cosas cualquier mujer no tendría por qué envidiar ni a Ava Gardner en La condesa descalza. Si la mirada de una mujer deja sembrada en tu cabeza la semilla de la duda, ya lleva muchísimo terreno ganado contigo. Basta con que sea lo suficientemente sexy y ambigua como para que, al despedirse de ti, no te haya dejado claro si estuvo invitándote sin palabras y por adelantado a tomar la última copa de la noche en su apartamento o sugiriéndote que la echaras una mano para ocultar un cadáver. Lo único que le hace perder a un hombre su fascinación por la mujer que tanto le gustaba antes es esa maldita carcoma del paso del tiempo, el agusanado óxido de la rutina. Ambas cosas consiguen, tarde o temprano, que cualquiera de los dos acabe conociendo del otro, incluso de memoria, hasta los matices del sonido de su pis en el cuarto de baño.


Sergio Coello

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