martes, 2 de junio de 2009

Sangre de pez


Creo que fue Francisco de Quevedo quien dijo aquello de que un buen amigo es como la sangre y por eso siempre es el primero en acudir hasta tu herida. A algún personaje de las novelas de Raymond Chandler le he escuchado decir que un hombre no da la verdadera medida de su talla hasta que muere su mejor amigo; que es entonces cuando se sabe si se trata de uno de esos a los que les falta tiempo para lanzarse a seducir a la viuda o de los que no olvidan recordar -una vez al día, como mínimo, durante el resto de su vida- la amistad truncada y todos aquellos momentos felices en que ambos soñaban con la misma gloria, el mismo mundo, el mismo demonio e, incluso, la misma carne.
Francisco de Quevedo es un buen ejemplo de esos autores que sólo creen en los personajes de una pieza. Despreciaba la ambigüedad, a pesar de que los personajes ambiguos dan mucho mejor juego literario. Con un valiente bien concebido de protagonista –ya saben, uno de esos que tienen el carácter de una pieza y pertenecen a esa estirpe de tipos que salivan miel cada vez que una abeja se les mete dentro de la camisa mientras conducen por una autopista a ciento ochenta kilómetros por hora- se puede escribir una obra maestra como La Odisea. Eso es verdad, pero no sirve de nada porque el inmortal viaje mediterráneo del rey de Ítaca ya estaba escrito desde hace más de dos mil años y se lo sabe de memoria todo el mundo. Incluso algunos se lo saben tan mal que se atreven a bautizar a su perro con el nombre de Ulises.

De la misma manera, con un cobarde de verdad -uno de esos que tienen que purgar su pecado de medio segundo de flaqueza hasta que mueran de viejos- Joseph Conrad creó la espléndida novela Lord Jim. El gran Dostoievsky fue capaz de dibujar un mandilón como ese estudiante Raskolnikov, un estudiante universitario que se creía superior a los demás y que, a la hora de la verdad, sólo fue capaz de asesinar a su vieja casera para robarle unos pocos rublos. Quizá porque ese asesino de Crimen y Castigo ya sabía que los muertos nunca se resisten a la rapiña de sus propiedades. Lo que quiero decir es que al mundo le gusta que los malos sean villanos a todo trapo, sin la menor sombra de dudas. Si alguien presume de pertenecer al Ku-Klux-Klan delante de la gente sencilla, por ejemplo, la gente sencilla espera que ese alguien sepa estar a la altura de su racismo confeso con la gente de color; que diga algo así como que el blanco más perfecto para su rifle sería un negro desnudo durmiendo en mitad de la nieve.

Lo que pasa es que la vida real está llena de gente mucho más ambigua, personas que parecemos una cosa y luego somos otra. Los individuos de carne y hueso pueden ser héroes de día y villanos de noche -como el Doctor Jeckyll y el Conde Drácula, sin ir más lejos- aunque así, de entrada, no se note y den el pego. Yo he conocido tipos que aguantan impávidos la embestida del toro en la plaza pero no sabría decir definitivamente si me recordaban a Manolete con su valor o a cualquiera de esas doncellas cristianas arrojadas al minotauro que rezaban sobre la arena mientras esperaban, paralizadas por el horror, que el primer zarpazo fuera mortal de necesidad para que el sufrimiento no estuviese cronometrado por una cuenta atrás demasiado larga. Una de las cosas más difíciles que existen es aprender a reconocer a esos fulanos de sangre tan fría. Ya saben, tipos capaces de jugarse con una serpiente de cascabel, a la carta más alta, cuál de los dos muerde primero. Suelen estar dispersos entre la inmensa mayoría que no se dedica a la lidia porque, en realidad, les da vergüenza salir a la plaza con bufanda en lugar de taleguilla para protegerse la misma hombría a una altura diferente.

Yo puedo presumir de haber conocido a uno de esos tipos. Tenía sangre de pez, no de gallina. Se llamaba Jack Paluzzi y su vida no había sido un paseo por los jardines del palacio de Versalles, precisamente. Empezó la carrera muy joven. Aún no tenía pelusa entre el labio superior y la nariz y ya sabía conseguir esas monedas sueltas que los asaltantes desprecian una vez que se han largado con la parte del león, tras clavarle a su víctima un cuchillo en el lado izquierdo del pecho para no agujerearle la cartera. La tormentosa biografía de Paluzzi jamás tuvo su libro de tapas duras pero las consecuencias de sus actos están dispersas en las hemerotecas, dentro de las páginas de sucesos de los periódicos de los últimos veinte años. Con el paso del tiempo, la tinta de aquellos titulares viró su color desde el negro original al rojo sangre para hacerle justicia a su biografía. Una noche coincidí casualmente con Jack en el San Francisco, ese club de la playa de Santa Mónica que tenía fama de ofrecer en directo el mejor jazz de la Costa Oeste californiana. Mientras Ella Fitzgerald se recostaba en el piano de Duke Ellington para cantar “My heart belongs to daddy” (“Mi corazón pertenece a papá”), Paluzzi -que ya no cumpliría los setenta ni con la ayuda de Mefistófeles- apuró su güisqui de malta con desgana y me dijo de pronto:
-“Muchacho, presiento que se va acercando mi final y lo peor de haber llevado una vida como la mía es que se te complican mucho las cosas a la hora de tu propio entierro. Me temo que mi familia tendrá que contratar a un plañidero profesional para que diga unas cuantas palabras amables en mi memoria delante de la tumba. No lo tendrá fácil. He estado pensando y lo único que podría salvarse de mi pasado es la postura que mantuve durante la estancia en el útero de mi madre.”

Sergio Coello



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