(Basta recorrer un par de países de ese continente situado al sur del sur, como es mi caso, para averiguar que el famoso “veneno de África” existe. Y que uno lo toma sin saber cómo. Tal vez lo contagie el aire, la luz o el alma de aquellas gentes. Todas las películas de aventuras con sus Tarzanes, leones y desiertos que vimos de niños, todos aquellos libros que nos hicieron soñar en nuestra juventud con que algún día llegaríamos a mirar el mundo desde las Montañas de la Luna o saber estar a la elegante altura de los watusi, no son el antídoto contra esa pócima. Al contrario, se trata de medicamentos contraindicados para librarse de esa enfermedad llamada “síndrome de amor a África”.
Uno se viste de turista occidental, se presenta allí con una cámara digital colgada de la cintura –como una pistola– y, tarde o temprano, acaba encontrándose de golpe con mundos que nada tienen que ver con el nuestro. Sin embargo, lo asombroso es que esos mundos están llenos de seres humanos y cada uno de ellos lleva dentro aquel otro que todavía seguimos siendo.)
Y cuando le dijo que antes de poner el pie sobre la rampa de salida del aeropuerto ya sabía que ésta sería dura y helada -como esa nieve perpetua que hay en el último tramo de las laderas del Kilimanjaro- hasta el punto de que tuvo que agarrarse a sí mismo para no caerse.
Bueno, y para que no se le rompieran los recuerdos que llenaban la mochila de su memoria, de tantos lugares africanos en los que no había estado jamás. También le contó que el tesoro más apreciado lo llevaba él encima: un par de docenas de bolígrafos Bic que había echado dentro del macuto para esos niños que corretean entre los zocos azules montados por los tuareg al aire libre, en el umbral adunado que hay tras las gargantas del Todra.
Sabía que a aquellos críos les gustaba trazar con ellos rayas tan largas como el río Congo. De su primera lágrima tuvo la culpa alguna mota de arena escapada de esa extraña protección que el cielo ejerce sobre el desierto del Sáhara.
Betty-Sue sintió un escalofrío cuando Andy le confesó que, durante su primer viaje a África, en menos de diez segundos vio pasar ante sus ojos el último tren a Katanga, la sabana ya sin leones que hay más allá de Mombasa, el inmenso cráter del Ngorongoro -en el que cabía dentro París entero con su Moulin Rouge y todo- y hasta una mujer rubia y nórdica con la cabeza llena de champú que estaba sentada a la sombra de una acacia iluminada por la luna.
Incluso le confesó que había acabado mezclándose con los fellah egipcios recién llegados a El Cairo, esos que hacen sus chabolas dentro de tumbas de cementerio, mientras coros de muchachas bereberes entonan unas canciones-alarido que dan y miedo y seguridad al mismo tiempo. Por último, le dijo que tuvo que separar a un par de mocosos de Sierra Leona cuando boxeaban entre ellos con los muñones porque otros niños -también mercenarios- les habían cortado antes las manos, durante la última guerra civil.
Aunque lo que más sedujo a Betty-Sue fue lo último que le contó Andy sobre África: - “¿Sabes una cosa, pequeña? No movería un solo dedo para recoger los míticos diamantes que habrá esparcido el tiempo entre tanto esqueleto de aventurero cuya codicia quedó enterrada en el fondo de las minas del rey Salomón. Pero, te lo juro, sería capaz de beberme entero el lago Tanganika, a cambio de una sola cosa: convertirme yo mismo en la silla bajo el porche que aparecía en la película Mogambo.
Ya sabes, aquella sobre la que Ava Gardner sentaba su soledad, al anochecer, con un güisqui sin hielo en una mano y el cigarrillo levemente manchado de carmín en la otra.” Sergio Coello
Uno se viste de turista occidental, se presenta allí con una cámara digital colgada de la cintura –como una pistola– y, tarde o temprano, acaba encontrándose de golpe con mundos que nada tienen que ver con el nuestro. Sin embargo, lo asombroso es que esos mundos están llenos de seres humanos y cada uno de ellos lleva dentro aquel otro que todavía seguimos siendo.)
MEMORIAS DE ÁFRICA
Betty-Sue se enamoró de Andy la primera vez que éste le habló de África. Quedó fascinada cuando él le detalló las sensaciones que tuvo la primera vez que pisó aquella tierra con aspecto de virgen violada. Cómo notó enseguida el perfume de los bosques de cedros que hay al pie del Gran Atlas -entre Fez y Beni Mellal- mientras oía el bisbiseo de los viejos espías en los cafés de Tánger y el tam tam de los mau mau atronando los poblados kikuyos de Kenia.Y cuando le dijo que antes de poner el pie sobre la rampa de salida del aeropuerto ya sabía que ésta sería dura y helada -como esa nieve perpetua que hay en el último tramo de las laderas del Kilimanjaro- hasta el punto de que tuvo que agarrarse a sí mismo para no caerse.
Bueno, y para que no se le rompieran los recuerdos que llenaban la mochila de su memoria, de tantos lugares africanos en los que no había estado jamás. También le contó que el tesoro más apreciado lo llevaba él encima: un par de docenas de bolígrafos Bic que había echado dentro del macuto para esos niños que corretean entre los zocos azules montados por los tuareg al aire libre, en el umbral adunado que hay tras las gargantas del Todra.
Sabía que a aquellos críos les gustaba trazar con ellos rayas tan largas como el río Congo. De su primera lágrima tuvo la culpa alguna mota de arena escapada de esa extraña protección que el cielo ejerce sobre el desierto del Sáhara.
Betty-Sue sintió un escalofrío cuando Andy le confesó que, durante su primer viaje a África, en menos de diez segundos vio pasar ante sus ojos el último tren a Katanga, la sabana ya sin leones que hay más allá de Mombasa, el inmenso cráter del Ngorongoro -en el que cabía dentro París entero con su Moulin Rouge y todo- y hasta una mujer rubia y nórdica con la cabeza llena de champú que estaba sentada a la sombra de una acacia iluminada por la luna.
Incluso le confesó que había acabado mezclándose con los fellah egipcios recién llegados a El Cairo, esos que hacen sus chabolas dentro de tumbas de cementerio, mientras coros de muchachas bereberes entonan unas canciones-alarido que dan y miedo y seguridad al mismo tiempo. Por último, le dijo que tuvo que separar a un par de mocosos de Sierra Leona cuando boxeaban entre ellos con los muñones porque otros niños -también mercenarios- les habían cortado antes las manos, durante la última guerra civil.
Aunque lo que más sedujo a Betty-Sue fue lo último que le contó Andy sobre África: - “¿Sabes una cosa, pequeña? No movería un solo dedo para recoger los míticos diamantes que habrá esparcido el tiempo entre tanto esqueleto de aventurero cuya codicia quedó enterrada en el fondo de las minas del rey Salomón. Pero, te lo juro, sería capaz de beberme entero el lago Tanganika, a cambio de una sola cosa: convertirme yo mismo en la silla bajo el porche que aparecía en la película Mogambo.
Ya sabes, aquella sobre la que Ava Gardner sentaba su soledad, al anochecer, con un güisqui sin hielo en una mano y el cigarrillo levemente manchado de carmín en la otra.” Sergio Coello
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