CAPITULO XVII. LA MÁQUINA DE TRIUNFAR
Tengo la impresión de que alcanzar el éxito sin pasar antes por el menor esfuerzo para conseguirlo se ha convertido en el único objetivo de demasiada gente. Claro que antes nos deberíamos poner de acuerdo en definir qué es exactamente el éxito. Me temo que somos minoría los que estamos de acuerdo con la definición que me dio una noche Mike Guffin. Mientras mirábamos la figura de la actriz retirada Blanche Anderson pasear sobre el césped del jardín del Paradise igual que lo hacen las figuras del pintor Pierre Auguste Renoir dentro de sus cuadros, me dijo Mike:
-“El éxito consiste en esbozar más veces la sonrisa que fruncir el ceño, ganarse el respeto de adultos inteligentes y el afecto de los niños, conseguir un lugar aceptable en la lista de opiniones honradas y soportar la traición de los falsos amigos sin descomponer la figura. El éxito también consiste en apreciar la belleza, encontrar lo mejor en los demás, ayudar al débil a que sea más fuerte cada día y dejar el mundo un poco más presentable de como te lo encontraste, ya sea con un hijo, un huerto o unas palabras escritas que no se pudran a la mañana siguiente. En fin; ya sabes, estar seguro de por lo menos alguien ha respirado más fácilmente porque tú has vivido. Eso es tener éxito. Lo que quiero decir, muchacho, es que si no eres nadie sin una medalla, con un par de ellas sigues sin serlo.”
Para Mike Guffin la vida se reducía a tener claro tres cosas: El agua moja, el cielo es azul y las mujeres tienen secretos. Sin embargo, el botones Andy, hijo bastardo del gángster Matone, discreparía radicalmente de esas ideas. Nunca le escuché decir qué entendía por triunfo pero de la mañana a la noche todo lo que hacía era demostrar que estaba en otra onda mucho más corta. Quizá en una onda sin curvas para recorrer en menos tiempo la distancia que hay entre esos dos puntos que son la nada y el todo. Andy no hablaba, emitía sentencias como si en lugar de lengua tuviese un látigo dentro de la boca Para este chico la vida era una enfermedad de transmisión sexual y soñar no costaba nada, lo duro era levantarse. Estoy convencido de que con el paso del tiempo Andy llegaría a ser uno de esos tipos para los que la maldad no es más que un punto de vista. Recuerdo que un día me dijo:
-“No es verdad que no se pueda vivir del aire. Si eres suficientemente listo resulta sencillo. Sin ir más lejos, ahí tiene usted a los fabricantes de aparatos climatizadores. ¿Amigos, dice usted? yo no tengo ninguno. Si tuviera un amigo le querría como a un hermano, Como Caín a Abel, por ejemplo.”
Su lío con Roxie, la joven amante de su padre, iba a más y creo que éste lo sabía pero hacía la vista gorda para no añadir sufrimiento al mal trago de sus últimos días. Nunca tuve la certeza absoluta de que Roxie fuera tan simple como aparentaba. Era una de esas chicas que cada vez que te dicen que apagues el interruptor de la luz de la habitación porque eso es demasiado difícil para ella, a ti te asalta la duda de si estará buscándote la espalda para darse el gustazo de perdonarte la vida o sólo quiere asegurarse de que el mundo no ha ido para atrás, cuando la luz eléctrica aún no estaba inventada. Frank Matone se conformaba con esa mezcla de bálsamos estupefacientes y eróticos que Roxie Ball le restregaba por el cuerpo en las horas bajas. Para aquel anciano enamorado de la veinteañera rubia su único consuelo era seguir disfrutando de las seiscientas sonrisas distintas que ella tenía porque, como decía Frank, le iluminaban la poca vida que le quedaba pendiente con la muerte. La comida en el Paradise estaba a años luz de esos menús modernos en los que lo único contundente es el precio porque todo lo demás se compone de efluvios y descripciones artificiosamente alargadas. Sin embargo, el ex-jefe de Mike empezaba a perder incluso el apetito. Un día, mientras nos servían arenques finlandeses a la parrilla salpicados de caviar Arian d’or, dijo Frank:
-“El drama personal también está en vivir cuando ya no existe todo aquello que comíamos de pequeños“.
Quedaban lejos los tiempos en los que ese padrino tenía unos nervios tan templados que a la hora de dormir las ovejas le contaban a él para relajarse y descansar. Se decía que unos meses antes, el día que llegó el veterano periodista Paul Gallagher al Paradise, éste entró por error en la habitación del gángster y le reconoció al instante:
-“No se preocupe, señor Matone, soy periodista pero me he salido del cuarto poder.”
Frank no se imputó y le dio una réplica a la misma altura.
-“Amigo periodista, también yo me he retirado así que usted tampoco corre peligro de no poder salir de este cuarto.”
Marion Barnes, la jefa de servicio del hotel, también tenía su propia idea del éxito. No era exactamente la misma de Mike, con quien había tenido un asunto de corazón y sexo que duró lo que duró. Se conocieron en el pasado, cuando casi todo era de otra manera. Ella creía que había alcanzado el triunfo porque se había convertido en la bailarina favorita de los clientes del Pasadena Club. Sin embargo, el que triunfaba realmente era el encargado del local donde ella se desnudaba cada noche bailando ¡Yes, yes!¡My, my! de Louis Armstrong. Aquel encargado estaba robando a manos llenas al dueño del Pasadena que no se enteraba de nada porque era un empresario a la vieja usanza, de los que creían que es una buena mezcla juntar la amistad con los negocios. El encargado era un tipo de esos que en un cruce giran el coche a la izquierda y a la derecha con una sola maniobra de volante. Marion me contó que hizo obras en la taquilla del local para que sirviera de confesionario a los clientes que se arrepentían a la salida. También me dijo algo sobre su vieja historia con Mike:
-“Creo que el éxito para una mujer es encontrar al hombre de su vida y yo encontré a Mike. Lo malo es que el amor es un año de llamas y treinta de cenizas. Por eso la vida debe incluir un buen puñado de locuras, para que no se reduzca todo a cuatro toneladas de lunes. Los dos teníamos menos de treinta cuando nos conocimos. Yo era la reina del Pasadena y él llegó desde Chicago a Nueva York con un cerebro como el de Aristóteles y un cuerpo como el pecado mortal. ¿Sabes una cosa? A la media hora de conocernos, ya habíamos destrozado el sexto mandamiento en mi camerino.”
CAPITULO XVIII . LA PENÚLTIMA PÁGINA
En contra de lo que se piensa, para que exista la muerte en este mundo nuestro al que llamamos civilizado no basta con que haya un cadáver. También hacen falta un médico que certifique la defunción, un funcionario del juzgado que la registre, un tanatorio con una sala en la que apenas caben los allegados del fallecido y un horno, un agujero en la tierra o un archivo de ladrillo y loseta para zanjar definitivamente el asunto. La muerte, ya digo, es un acto social controlado por el sistema aunque nosotros echemos la culpa al azar de casi todo lo que sucede en ese funeral donde uno vuelve encontrarse gente con la que no cruzaba palabra desde hacía años.
Cuando murió el gángster Frank Matone en el Paradise no hubo nada de eso. Se despidió de los amigos con unas palabras que resumían su vida. Ya saben, la historia de uno de esos tipos capaz de descerrajar la puerta de un castillo de un vistazo. A Frank no habían conseguido vencerle las leyes reformadas por los políticos ni el odio acumulado de sus enemigos; lo hizo un bultito del tamaño de una nuez que le fue minando todo lo que tenía detrás de la pelvis. Recuerdo que en la hora final, aquel padrino moribundo miró a Guffin con unos ojos escarchados que delataban su agradecimiento por la sobredosis de morfina administrada a petición suya y con un hilo de voz dijo a Mike:
- “Siempre me he preguntado por qué se utilizan agujas esterilizadas para administrar la inyección letal a los condenados a muerte. No vale la pena prolongar esto. No tenéis idea de lo mal que sabe el agua cuando se toma por prescripción facultativa. Adiós, amigos; creo que esta cuesta tendré que subirla bajándola marcha atrás.”
A los poetas les gusta escribir sobre la muerte porque eso forma parte de la única vida que se nos ofrece a la Humanidad. Si hubiera muchos mundos compitiendo entre sí, cada uno ofreciéndonos vidas y leyes naturales diferentes, es bastante probable que los poetas dejasen de escribir poesía para hacer zapping. Resultó evidente que el capo Matone no quiso prolongar una clase de existencia que le hace a uno más débil cuando más fuerzas necesita para seguir viviendo. Lo menos frecuente en este mundo es vivir; la mayoría de la gente existe, sin más. Así que, a su manera, Matone vivió el tiempo que le fue posible. Si decidió apagar el televisor de su vida es porque ese aparato ya sólo le mostraba la carta de ajuste, igual que un espejo. Si a quien no ha escuchado mejor música que el ruido de los camiones de la basura le ofrecen el sonsonete ratonero de “Los pajaritos” creerá que le está invadiendo los oídos la Quinta Sinfonía de Beethoven o ese milagro de Glenn Miller llamado In the moode que hacía bailar a las estatuas. Seguramente por eso también nos queremos tanto a nosotros mismos, porque es lo que somos y no hay alternativa. Incluso un enemigo público de la sociedad como Matone tenía principios. Una vez me comentó:
-“Yo nunca olvido una promesa y a veces incluso las cumplo.”
En cambio, la joven Roxie Ball fue al entierro de su protector vestida de novia porque se casaba con Andy una hora después del sepelio. Antes de que se enfriara el cadáver, el botones del Paradise le pidió a la que había sido amante de su padre que se casara con él. Al tiempo, por supuesto, que enrollaba en el dedo anular de la mano derecha de la rubia explosiva -como alianza de compromiso- el testamento que le hacía heredero universal de la fortuna de su progenitor. Aquella pareja de veinteañeros eran ya de otro mundo, no sé si peor que el nuestro. Un mundo en el que las reglas sobreentendidas ya no sirven. Poco antes de despedirse del Paradise, el propio Andy me dejó bastante claro cuál sería su norma de conducta a partir de entonces:
- “Creo que Roxie y yo nunca tendremos descendencia. Es lo más sensato. Me temo que si tuviéramos un hijo, Roxie sólo podría quererlo como amigo. En cuanto a mí, ya sabes, sería esa clase de padre capaz de regalar a su bebé, como primeros juguetes para la bañera, un flotador de plomo y un caimán.”
Roger Brown, el pianista negro, había escuchado la conversación y más tarde, a solas, me comentó:
-“¿Sabes una cosa? Dejé el juego porque tipos como ese chico me convencieron de que la verdadera primera regla del póquer es que una pistola cargada gana a cuatro ases y un comodín.”
El recepcionista Peter Ngu, que era igualmente joven, aguantó con elegancia su primer desengaño amoroso con Roxie Ball, aquella ambición rubia que en lugar de corazón tenía una caja registradora. Salió ganando, aunque él no lo supiera entonces. Sin duda es un error sacar conclusiones generales sobre los jóvenes. También sobre cualquier generación. Salvando las distancias, todos los huéspedes fijos del Paradise pertenecían a la misma vieja estirpe de Matone. Hombres y mujeres que habían descubierto que el pasado es como la sombra; si le huyes, te sigue y si le buscas para reencontrarte con él, se esconde donde no puedas localizarle. Paul Gallagher -el periodista retirado de escribir sobre un mundo al que, al final, decidió regresar también- me hizo comprender que los nacionalismos son una excusa. Poco antes de despedirse para volver a su tierra en compañía de la cantante Melody Marker, me dijo:
- “No conozco a nadie que de verdad extrañe su país; lo que echamos de menos es la casa donde nacimos y el barrio donde jugamos de niños. La patria es un invento de los políticos y ya sabes lo que opino de los políticos, nada. Amigo, he comprobado que cada vez que intentaba ser imparcial con el poder y la oposición. la gente decía que yo estaba sobornado por las dos partes.”
Mike Guffin y Marion Barnes volvieron a compartir algo más que el pasado. En mi último día de estancia en el Paradise oí por primera y única vez hablar al misterioso Slater que ya había trasladado todo su equipaje -un cepillo de dientes- a la habitación de la actriz Blanche Anderson.
-“Disculpe que no le haya dirigido la palabra hasta ahora pero es que soy de los que prefieren no saber qué opina la gente de cualquier cosa. Cuando me retiré de la mala vida que llevaba, tuve que ir al psiquiatra y me dijo que me estaba volviendo loco. Como yo insistí en que me gustaría conocer una segunda opinión ¿sabe lo comentó?
-“De acuerdo, señor Slater, le daré una segunda opinión: también es usted feo.”
FIN “HUÉSPEDES EN EL PARAÍSO”
No hay comentarios:
Publicar un comentario