jueves, 21 de mayo de 2009

CAFÉ CON HIELO Y UNA CANCIÓN DE RAY CHARLES

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Escribo este artículo mientras le escucho a él cantar I’ve had my fun (He tenido mi juerga) en la minicadena y se me ocurre que en la misma época en que a Pedro Almodóvar parece ser que le acosaba algún cura rijoso en aquel internado suyo tan raro, los dominicos de la Universidad Laboral de Córdoba donde yo estudié me despertaban todas las mañanas de los viernes con el espléndido What’d I say de Ray Charles. Se supone que a mi paisano –el consagrado director de cine– alguien con sotana le daba pellizcos en el culo en el mismo momento en que otros bien distintos me estaban abriendo a mí la ventana para que viera el mundo que nos venía de camino. Puede que en esa diferencia esté la explicación de muchas cosas. A pesar de su éxito universal, al famoso director manchego le siguen agobiando sus traumas de adolescencia. Yo, en cambio, que nunca he aspirado a tanto, tengo borrado del disco duro de la memoria casi todo lo malo –muy poco, por cierto– de lo que me tocara vivir en aquellos años. Cuando ese músico negro, ciego y genial, se arrancaba con su rock’n roll a las siete y media de la mañana en el colegio Gran Capitán, saltabas de la cama a toda pastilla para que tus propios pies no te dejaran atrás.

Empiezo por confesar que la música de Ray Charles forma parte de mi pequeño patrimonio sentimental y nunca falta a la hora de ponerle música de fondo a mi vicio de escribir. Desde el clásico Georgia en mi mente hasta ese “blues” tremendo que se llama I’m going down to the river (Voy a hundirme en el río), este “hombre del piano” es otro miembro más de una familia numerosa -Bob Dylan, Aurelio de Cádiz, Amalia Rodrigues, Sinatra, Edit Piaf, Tomás Pavón, Ella Fitzgerald, José Alfredo Jiménez, El Chocolate, Cesaria Évora y algunos más- que siempre le ponen banda sonora a mis letras. Muchos descubrieron al viejo Ray cuando se atrevió a cantar Yesterday y Eleanor Rigby de los Beatles, algunos se horrorizaron y otros aprendimos a distinguir. Quiero decir que los Beatles cantaban su Ayer refiriéndose, en el fondo, al día anterior. Sin más. Si embargo, cuando esas mismas palabras se colgaban de la voz desgarrada de aquel tipo que usaba gafas negras fundamentalmente para protegerse de la oscuridad exterior, enseguida advertías que estabas ante otro ayer bien distinto, mucho más profundo y cercano. Te las estabas viendo de cara con la inocencia perdida, los fantasmas del pasado y todo eso que la vida acaba haciendo de nosotros con el paso del tiempo.
Existe mucho cuento con esto de la inspiración. A veces, para escribir con dignidad basta tener a mano un café con hielo, una buena canción sonando cerca y un par de marcas en el corazón por encima del tamaño mínimo exigible. Ya saben, esa clase de cicatrices que llevan efecto retardado y por eso no dolían antes, cuando eran heridas abiertas. Creo que los griegos le echaron mucho cuento a lo del arte y sus musas. Se inventaron nueve bellos nombres que ya ni siquiera se aprenden en la escuela pero el asunto se ha puesto tan feo que a estas alturas dos de ellas, la de la Historia y la del Teatro, han tenido que buscarse la vida y trabajan en lo que pueden. Dicen las malas lenguas que acostumbran a tomar mucho café todos aquellos que se ganan la vida con un trabajo de rutina. Lo peor de los trabajos monótonos es que acaba llegando el día en que te convences de que podrías seguir haciéndolo igual de bien -o de mal- aunque te hubieran decapitado la noche anterior. Llegas por la mañana y la tarea que está encima de la mesa pasa por tus manos en un viaje de ida y vuelta, sin rozarte siquiera el cerebro. Me lo dijo Herbie Compton una noche que estábamos celebrando en el Jamaica sus veinte años de antigüedad archivando pólizas de asegurados en la Compañía para la que él trabajaba.
-“¿Sabes una cosa? - me dijo, mientras en la gramola del bar Ray Charles cantaba I can’t stop loving you - Empiezo a estar preocupado porque tengo la impresión de que a los clientes se les está poniendo cara de papel autocopiable. Ayer vino uno a que diéramos de baja su póliza y me tuve que contener las ganas de meter a aquel tipo en la destructora de papel.”


Hasta que le prejubilaron, Herbie resistió gracias a los cafés de una máquina expendedora, con hormigas bajo las patas, que habían puesto en su oficina, pegada a la pared para tapar un desconchón. Llevaba veinte años casado y era un tipo tan gris que su única diversión consistía en cambiar de aburrimiento muy de tarde en tarde. Lo único destacable que figuraba en su currículum era una mancha de café que le cayó al papel el día que lo estaba rellenando. Al principio, durante los primeros años de matrimonio, su mujer había intentado cambiarle y hasta se esforzaba para lograr que se emocionaran juntos, siquiera los sábados por la noche, pero todo resultó inútil porque Herbie era triste como una fábrica abandonada. Entre las gentes de su entorno circulaba la leyenda de que se había negado a aprender a reír desde que, siendo adolescente, hizo un primer intento de esbozar una sonrisa y se le agrietaron los labios.
Herbie era un hombre invisible para la Humanidad. Nadie le habría echado de menos si el sudor de su primera fiebre infantil hubiera tenido el suficiente porcentaje de disolvente. Me consta que no tomó en toda su vida un solo café con hielo y –lo que me parece más grave todavía– estaba convencido de que Ray Charles era un príncipe inglés con orejas de soplillo que se había divorciado de un cadáver de rubia joven para casarse con otro cadáver de rubia; esta vez, de su edad.

Sergio Coello

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