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Huye, encanto. Escápate, mi amor. Vete a donde los viejos y los pájaros no caigan al suelo fritos por el calor de la noche de esos días fijos de cada verano. Lárgate a algún sitio en el que nadie discuta los sueldos de los presidentes autonómicos ni los árboles mueran asesinados por la sequía artificial de los ríos en huelga. Lárgate a un país exótico donde los coches no vuelen como cardos rotos sólo porque el viento se vuelve tercermundista. Desaparece, pequeña; escóndete en cualquier lugar de esos en los que dicen que llueve café -o, al menos, poleo menta- y la vida aún tiene sentido.
Aquí, en esta olla-expréss de aire caliente y sueños congelados que guardamos en la cámara -más que nada, por el calor-, no queda otro remedio que sentarse en una terraza a esperar que llegue el camarero y entre en el juego de los despropósitos o en la lógica del cuento enloquecido con el que nos están durmiendo. Ahora resulta que Caperucita era la madrastra de Blancanieves disfrazada y que sus siete enanitos eran, en realidad, siete bellos durmientes vestidos de príncipes a la espera de que los despertase el lobo con su besito mortal.
Debes irte ya. Ah, y olvídate de aquel Dakar que corrimos juntos. Fuimos una pareja atípica entre los setecientos afortunados que jugaban a la aventura tramposa de cruzar el mundo a caballo de vapor, entre dos siglos. Nuestro coche también cruzó junto a ellos el desierto del Ténere rugiendo y amenazando a los niños africanos para que no se acercasen a la caravana a pedir bolígrafos bic, su mayor deseo después de ese otro de vivir en un harén de Marbella repleto de huríes rubias cuando ya no sean niños pobres, moros o negros, sino hombres sin futuro.
Nunca te lo dije pero ese ha sido mi único sueño eterno: un vago e inconfesable deseo de partir de Francia dejando las torres góticas y gemelas de Notre Dame y los bateaux del Sena a mis espaldas para llegar al Senegal manchado con el barro de la victoria, aunque fuera esta victoria pírrica de la supervivencia, a bordo de un coche y junto una mujer con la que compartir el miedo a las noches del desierto y el terror a la falta de gasolina.
Y, sobre todo, hacerlo en esa época especial del año. Cuando Dios nace ritualmente en todos los pesebres de miniatura del mundo, los alcaldes de las metrópolis ricas derrochan kilovatios colgados de los árboles deshojados, los gamberros arrancan papeleras con las uñas y la gente normal se prepara para recitar su memorial de agravios delante del tipo más borde de la familia. Seguramente, aprovechando que el pobre anda distraído mientras descascarilla un langostino de plástico o toma un sorbito de champán de esos que primero te hacen brincar sin ganas de alegría y luego te ponen triste cuando recuerdas que perteneces ya, irremediablemente, al grupo de aquellos a los que nunca les quedará París.
Sergio Coello
miércoles, 6 de mayo de 2009
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