El Caribe tira mucho, un montón. Tanto que a algunos se les terminan las vacaciones y siguen allí todavía, cuando ya deberían estar de vuelta a casa ejerciendo la paternidad responsable y cumpliendo con sus compromisos profesionales. Tumbados sobre esa arena kilométrica, tan blanca que parece la sal fina que sale en los cantes por alegrías de Rancapino, a uno le falta voluntad para resistir la fuerza centrífuga de aquellas palmeras cuyas hojas anchas mueve el viento como si fueran abanicos verdes de gigantas mestizas, acaloradas de tanto darle gusto al cuerpo.
El Caribe tira mucho, es verdad. Tiran, por ejemplo, sus hamacas de hotel de lujo hechas para soñar que durante un par de semanas no existen las guerras ni las enfermedades irreversibles. Y tiran -más que una soga- sus mares de fondo coralino con el mismo color de los labios que lucía antes Demi Moore, cuando aún no había pasado la cuarta revisión de la iteuve con su cirujano plástico para que éste trucara su cuentakilómetros vital. Tira el Caribe –más que las tetas-bueyes del refrán– con su música salsera para darle gustito al alma junto a una de esas mulatas de piel de chocolate con leche que van resucitando muertos por donde pasan con sus bamboleos de cintura al compás de las maracas de Compay Segundo. Porque, seamos sinceros, sin ellas todo aquel mundo estaría hecho un cementerio.
Por eso muchos de los que van allí se abrazan a la cintura de América y juran en falso que no regresarán jamás. Y porque, en esas madrugadas dulces de ron de caña, con mucho hielo y unas hojitas de hierbabuena, es cuando mejor se puede disfrutar de todas esas cosas con las que soñábamos, realmente, -por envidiables- mientras nos mentíamos prometiéndonos inútilmente a nosotros mismos hacer la revolución y acabar de un plumazo con el hambre del Tercer Mundo.
El Caribe tira mucho, es verdad. Tiran, por ejemplo, sus hamacas de hotel de lujo hechas para soñar que durante un par de semanas no existen las guerras ni las enfermedades irreversibles. Y tiran -más que una soga- sus mares de fondo coralino con el mismo color de los labios que lucía antes Demi Moore, cuando aún no había pasado la cuarta revisión de la iteuve con su cirujano plástico para que éste trucara su cuentakilómetros vital. Tira el Caribe –más que las tetas-bueyes del refrán– con su música salsera para darle gustito al alma junto a una de esas mulatas de piel de chocolate con leche que van resucitando muertos por donde pasan con sus bamboleos de cintura al compás de las maracas de Compay Segundo. Porque, seamos sinceros, sin ellas todo aquel mundo estaría hecho un cementerio.
Por eso muchos de los que van allí se abrazan a la cintura de América y juran en falso que no regresarán jamás. Y porque, en esas madrugadas dulces de ron de caña, con mucho hielo y unas hojitas de hierbabuena, es cuando mejor se puede disfrutar de todas esas cosas con las que soñábamos, realmente, -por envidiables- mientras nos mentíamos prometiéndonos inútilmente a nosotros mismos hacer la revolución y acabar de un plumazo con el hambre del Tercer Mundo.
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