III. RAÍCES EN EL AIRE
Peter Ngu se encargaba de la Recepción en el Hotel Paradise. Había pasado de restregar su adolescencia en la niebla pringosa que envuelve los muelles del puerto de Nueva York a dar la bienvenida a los clientes del establecimiento con esa sonrisa natural que sólo aparece en los rostros del extremo oriente, la única gente que está convencida de que prestar un servicio es tan digno o más que pagar para disfrutarlo.
Mike Guffin, director de aquel hotel donde tenían prohibida su entrada las almas muertas, rescató al muchacho -mitad vietnamita, mitad norteamericano- de una pandilla de poca monta que hacía trabajos de fontanería en esas alcantarillas legales que transportan sangre desde el sudeste asiático hasta el mismo corazón del hampa occidental.
Peter nació a los nueve meses justos de que la única sobrina de Ho-Chi Ming tuviera una noche pasional en Saigón con un soldado norteamericano, un joven de Arkansas alto y fuerte que se había enrolado en los marines para curarse la enfermedad infantil de unos primeros cuernos. Se largó a Vietnam y conoció a la madre de Peter una semana antes de morir. Al parecer, supo aguantar el tipo hasta el final del fin aquel veinticuatro de febrero del sesenta y ocho cuando se fraguó el desastre yankee en la batalla de Hué.
El joven Ngu se encargaba de dar la bienvenida a los recién llegados al Paradise y podía reconocer de un vistazo si se trataba de la primera visita. De aquel padre fugaz con uniforme que olía al napalm de Apocalypsis Now a Peter le había quedado una mirada azul como el cobalto y ese valor que distingue a los que en las situaciones desesperadas sólo se derrumban después del último.
De su madre, en cambio, había heredado casi todo lo demás: la palidez de la piel, un par de rendijas entre los párpados y el convencimiento de que para un ser humano no hay mejor patria que cualquier lugar donde el hambre pasa a ser un mal recuerdo. De ella también aprendió esa especie de relativismo moral que invalida a cualquiera como juez de sus semejantes aunque haya estudiado leyes en Harward.
El muchacho creció en la tierra de un padre biológico que no había llegado a conocer y tras su encuentro con Mike perfeccionó la habilidad natural que tenía para recordar cualquier cara del pasado que se hubiese puesto al alcance de su mirada durante una décima de segundo. Como todos los que se ven obligados a vivir dentro de una piel en la que se han desteñido los colores mezclados de más de una raza aprendió a sacar provecho de esa clase de impurezas en el asunto del patriotismo. Quizá lo hizo con la misma convicción con la que, treinta años antes, su madre había abandonado Saigón corriendo detrás del ataúd de un militar enemigo que la amó durante unas pocas horas. Simplemente, porque ella se había empeñado en dar a luz al hijo de ambos lejos de aquella guerra que los separó.
Al recepcionista Peter Ngu, una mezcla perfecta de oriente y occidente, sólo le ponía nervioso la mirada de Roxie Ball, la chica del gángster Frank Matone. Matone también se había refugiado en el Paradise para vencer la tentación de entregarse a la policía y volver a hacerse millonario publicando sus memorias desde la cárcel. Roxie tenía veinticinco años menos que su protector y un cuerpo responsable de muchas tortícolis masculinas en los bajos fondos. Recordaba bastante a aquella Marilyn Monroe de La jungla de asfalto, cuando la vida de los gángsteres crepusculares se cruzaba con la de las rubias jóvenes y ambiciosas en una pantalla en blanco y negro, como si se tratase de un paso de cebra.
La historia de Peter me la contó una noche Paul Gallagher, el veterano periodista que había fijado su residencia definitiva en la habitación 333 del Paradise desde que dejara de escribir en un famoso periódico por voluntad propia. Él mismo me lo dijo:
-“Muchacho, Tiré la toalla el día en que comprendí que lo único digno de crédito que publican la inmensa mayoría de los grandes diarios es el recuadro con el precio del ejemplar.”
Gallagher era un zorro de aquel viejo periodismo que sólo dependía del talento individual y del pulso febril de la sociedad. Recuerdo que supo resumirme perfectamente la vida del recepcionista en una crónica improvisada de ciento veintisiete palabras:
-“En realidad, ese chico, Peter, es la milagrosa consecuencia correcta de una decisión equivocada. Entre la revolución y el amor, su madre eligió lo segundo en el peor momento: cuando la revolución andaba a un tiro de piedra de convertirse en el poder y a su amor le separaban un par de pasos de la muerte. La vida ofrece esa clase de misterios que luego copian los malos novelistas Una mujer perdida en un país incomprensible no sólo llega a conseguir que su hijo eche raíces en el aire sino que, además, logra impedir que tome cualquiera de esos atajos que ofrecen la calle y la noche a los corderitos para que se presenten por su propio pie, y sacando pecho, hasta las mismas puertas del matadero.”
IV. VOZ EN LA MIRADA
La primera noche que escuché cantar a Melody Marker en el bar-club del Paradise me acordé de esos sabores perdidos de la infancia en los que resultaba imposible distinguir lo dulce de lo picante. Tenía un hilo de voz que era lo poco que se había salvado de sus cuerdas vocales después de una vida de tobogán en la que hubo muchos excesos; casi todos para olvidar a hombres de los que se enamoró de noche y la desengañaron a la mañana siguiente, con la luz del día. También conservaba en el rostro las huellas de un camino de rosas en el que tropezó demasiadas veces con las espinas.
El caso es que Mike Guffin, el dueño de aquel hotel alejado del mundo para verle mejor, tenía esa clase de olfato que es capaz de dar con el aroma de una violeta no del todo marchita dentro de un estercolero. Él fue quien decidió, contra toda lógica empresarial, contar con Melody para que amenizara la estancia de los clientes que se animaban a bajar por la noche al bar del establecimiento para tomar la última copa.
Creo que de todos cuantos siguieron creyendo en la Marker como artista cuando ya se le habían acabado los buenos tiempos, sólo Mike supo adivinar que ella era una de esas cantantes hechas polvo que siempre estarán en condiciones de utilizar las pocas gotas de sonido que aún brotan de su garganta como excusa. Quiero decir que lo realmente conmovedor de las canciones de Melody Marker era el estilo, aquella forma de decirlas con una mirada llena promesas imposibles en la que pespunteaban unos cuantos sueños de juventud rayados por las cicatrices de la vida. Al piano la acompañaba Roger Brown, un negro con apellido obvio que era tataranieto de aquel tío Tom cuya cabaña se convirtió en la más famosa del estado de Louisiana.
Roger tenía la piel de ébano y manejaba las teclas con una suavidad prodigiosa, controlando la velocidad de los dedos. En el Paradise se rumoreaba que aquella cualidad se debía a la combinación de sus dos pasados; uno de pianista en la orquesta de Ray Coniff y otro de pura supervivencia, como tahúr, moviendo los naipes delante de las narices de esa gente con tanto miedo a la realidad que piensa que la suerte consiste en jugar y perder y por eso prefiere pagar dinero para que la engañen.
Roger Brown parecía el acompañante musical perfecto para Melody. La propia cantante me lo confesó una noche, durante el intermedio de su actuación:
-“¿Sabes una cosa? Una ya no está en la edad de quitarse el guante como Gilda mientras canta Put the Blame on Mame pero he observado que cuando me apoyo en el piano de ese tipo y canto acodándome a su lado, mi figura mejora mucho y los hombres todavía me miran el culo con buenos ojos.”
La Marker prefería dedicar sus canciones a la gente joven del Paradise. Unas veces se acordaba del botones Andy, un adolescente del que corrían rumores de que llevaba en las venas sangre bastarda. Concretamente de Frank Matone, el cliente mafioso que tenía reservada todas las habitaciones de la última planta. Otras iban para Jack Daniels, el camarero que atendía la barra del club y cuyo apellido era tan redundante como el del pianista negro.
Pero las mejores actuaciones de Melody iban dedicadas casi siempre a Roxie Ball, la amante veinteañera de Matone, el viejo gángster alojado en el escondite del Paradise y para el que había trabajado Mike Guffin en otros tiempos en los que ambos decoraban la noche con luces de pólvora y casquillos de bala. Roxie le recordaba a ella misma en sus comienzos, cuando cualquier ambición rubia que deseara subir en ascensor hasta la última planta del rascacielos del triunfo debía contar con dos virtudes imprescindibles: un buen par de tetas y la protección cariñosa de algún padrino poderoso y crepuscular.
Rescatada por Guffin de sus numerosos tropezones en la calle de la vida, Melody tuvo un feliz encontronazo con Paul Gallagher, el escritor que se alojaba en la habitación 333, desde que decidió que no valía la pena teclear ni una palabra más porque todo estaba ya escrito. Ambos se vieron las caras en el hall de la planta baja del hotel. Nada serio.
Ella acababa de llegar, recién contratada para cantar por la noche, y aún no había olvidado que mucho tiempo atrás había aparecido como fugaz personaje de relleno en la primera novela de Gallaguer, la de mayor éxito. El asesinato de una cantante -que era una copia exacta suya- en la cuarta página del libro, servía de pretexto para el desarrollo del argumento.
Melody entró y vio al periodista, autor de la novela, junto al mostrador de Atención al Cliente. Delante de todos le besó en los labios y luego le dijo:
-“Señor Gallagher, ésta es mi forma de agradecerle lo que hizo conmigo en su primer libro de ficción. Suele decirse que a ninguna mujer le gusta que la conviertan en víctima sin haber tenido antes la oportunidad de demostrar que, a lo mejor, hubiera dado mucho más juego como verdugo. Pero, qué quiere que le diga, como personaje yo siempre preferiré que me maten al principio de una novela. Es mucho peor morirse de aburrimiento en la última página.”
(Continuará…)
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