La historia de la Humanidad está llena de casos de cadáveres ficticios. En muchas batallas, la supervivencia del único soldado que quedaba vivo en un ejército recién aniquilado dependía de lo bien que supiera hacerse el muerto mientras los vencedores revisaban cientos de cuerpos tendidos con el uniforme del enemigo para darle el tiro de gracia al que moviera una sola pestaña. Y los toreros, después de una cogida sin consecuencias, se quedan inmóviles sobre la arena durante un minuto -como si el toro hubiera acabado con ellos- porque el animal no ha pasado por una Facultad de Medicina ni lleva colgando de los cuernos en fonendoscopio para escuchar las palpitaciones del corazón de los hombres. El corazón de los hombres ya se sabe, no es como el de las mujeres que sufren taquicardias emocionales cuando se les dispara el pulso con esas pequeñas cosas de la vida que nosotros –mucho más torpes– ignoramos olímpicamente porque no les damos la menor importancia. Por supuesto que existen mujeres con la sensibilidad de una hormigonera y uno ha conocido unas cuantas. Ya saben, chicas de esas que cuando les regalas un ramo de rosas se quedan con las espinas y tiran todo lo demás a la basura. Pero a lo que iba, no era de sensaciones sexistas sino de falsos cadáveres -y de muertos que no lo son- de lo que uno pretendía escribir. Creo que es de Edgar Allan Poe ese relato (tan corto como aterrador) en el que a un preso –que comparte celda con otro compañero recién fallecido– se le ocurre utilizar la treta del Conde de Montecristo para escapar de la cárcel.
El preso vivo saca al verdadero muerto del ataúd y le suplanta para que le trasladen fuera de la cárcel, aunque sea supuestamente con los pies por delante y con destino a un entierro cristiano. Aprovechando la ausencia del carcelero este recluso avispado del cuento de Poe cambia el cadáver de sitio. Le deja sobre su camastro tapado por la manta, como si fuera él mismo durmiendo. Luego se mete dentro de la caja de madera y cierra en falso la tapa desde dentro confiando en que el carromato le trasladará hasta el cementerio del pueblo donde el trayecto le puede ofrecer, sin duda, alguna oportunidad para escapar. Desgraciadamente, el protagonista no cuenta con que esa prisión pueda tener su propio camposanto. Así que, sin salir del recinto amurallado, el ataúd relleno con su cadáver ficticio e impostor es arrojado sin miramientos a una tumba abierta, que inmediatamente cubre con paletadas de tierras el enterrador de la cárcel. Y como hasta lo pésimo es susceptible de empeorar, la caja –que ha dado media vuelta en la caída– se queda con la tapa para abajo, en dirección al centro de la Tierra. La historia termina con el lector acojonado imaginándose protagonista de esa tragedia mínima y espeluznante de la que no recuerdo el título pero a la que podríamos rebautizar como La jodida mala suerte de un tipo que se pasó de listo.
Una vez leí que en la morgue del hospital del condado de Brasov, en Rumanía, un “cadáver” abandonó su inmovilismo para darle una paliza al médico forense. Es suceso tuvo lugar hace años. El mundo moderno está lleno de leyendas urbanas que hablan de tipos que un día dejaron de respirar y todo el mundo creyó que habían muerto aunque siguieran vivos. Gentes que cuando estaban siendo veladas en el tanatorio por familiares y amigos se levantaban de pronto y contaban un chiste verde o pedían una cerveza de barril bien tirada.
A causa de un desmayo, Bogdan había sido trasladado a la morgue del Hospital del Condado de Brasov porque no mostraba el menor signo de vida. Y allí fue declarado muerto y depositado en la cámara frigorífica junto con otros cadáveres. Me imagino al muchacho despertándose y sintiendo mucho frío, el de tantos muertos y muertas -como diría la ministra Bibiana Aído- que le acompañaban. Y, lo que es peor, advirtiendo cómo un tipo vestido de blanco con una bombilla encendida en la frente se dirigía hacia él con un escalpelo en la mano. Menudo pánico. “Creí que venía a matarme", cuentan que dijo el falso cadáver. Como si lo lógico hubiera sido creer que venían a leerle un capítulo de El Quijote.
Se ve que en el mundo real hay menos alternativas que en el cine. Nada de esto habría sucedido si el forense hubiera sido Groucho. Acuérdense de lo que le dice en una de sus películas a otro personaje que lleva escuchando su perorata marxista-surrealista más de diez minutos sin pestañear siquiera. De pronto, el mayor de los hermanos Marx interrumpe su discurso, sacude la ceniza de su cigarro puro, se atusa el bigote, consulta su reloj de bolsillo y le suelta a su interlocutor:
-“O usted se ha muerto o mi reloj se ha parado”.
El preso vivo saca al verdadero muerto del ataúd y le suplanta para que le trasladen fuera de la cárcel, aunque sea supuestamente con los pies por delante y con destino a un entierro cristiano. Aprovechando la ausencia del carcelero este recluso avispado del cuento de Poe cambia el cadáver de sitio. Le deja sobre su camastro tapado por la manta, como si fuera él mismo durmiendo. Luego se mete dentro de la caja de madera y cierra en falso la tapa desde dentro confiando en que el carromato le trasladará hasta el cementerio del pueblo donde el trayecto le puede ofrecer, sin duda, alguna oportunidad para escapar. Desgraciadamente, el protagonista no cuenta con que esa prisión pueda tener su propio camposanto. Así que, sin salir del recinto amurallado, el ataúd relleno con su cadáver ficticio e impostor es arrojado sin miramientos a una tumba abierta, que inmediatamente cubre con paletadas de tierras el enterrador de la cárcel. Y como hasta lo pésimo es susceptible de empeorar, la caja –que ha dado media vuelta en la caída– se queda con la tapa para abajo, en dirección al centro de la Tierra. La historia termina con el lector acojonado imaginándose protagonista de esa tragedia mínima y espeluznante de la que no recuerdo el título pero a la que podríamos rebautizar como La jodida mala suerte de un tipo que se pasó de listo.
Una vez leí que en la morgue del hospital del condado de Brasov, en Rumanía, un “cadáver” abandonó su inmovilismo para darle una paliza al médico forense. Es suceso tuvo lugar hace años. El mundo moderno está lleno de leyendas urbanas que hablan de tipos que un día dejaron de respirar y todo el mundo creyó que habían muerto aunque siguieran vivos. Gentes que cuando estaban siendo veladas en el tanatorio por familiares y amigos se levantaban de pronto y contaban un chiste verde o pedían una cerveza de barril bien tirada.
A causa de un desmayo, Bogdan había sido trasladado a la morgue del Hospital del Condado de Brasov porque no mostraba el menor signo de vida. Y allí fue declarado muerto y depositado en la cámara frigorífica junto con otros cadáveres. Me imagino al muchacho despertándose y sintiendo mucho frío, el de tantos muertos y muertas -como diría la ministra Bibiana Aído- que le acompañaban. Y, lo que es peor, advirtiendo cómo un tipo vestido de blanco con una bombilla encendida en la frente se dirigía hacia él con un escalpelo en la mano. Menudo pánico. “Creí que venía a matarme", cuentan que dijo el falso cadáver. Como si lo lógico hubiera sido creer que venían a leerle un capítulo de El Quijote.
Se ve que en el mundo real hay menos alternativas que en el cine. Nada de esto habría sucedido si el forense hubiera sido Groucho. Acuérdense de lo que le dice en una de sus películas a otro personaje que lleva escuchando su perorata marxista-surrealista más de diez minutos sin pestañear siquiera. De pronto, el mayor de los hermanos Marx interrumpe su discurso, sacude la ceniza de su cigarro puro, se atusa el bigote, consulta su reloj de bolsillo y le suelta a su interlocutor:
-“O usted se ha muerto o mi reloj se ha parado”.
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