domingo, 31 de marzo de 2013

Siempre nos quedará... Casablanca

        Que yo sepa, Humphrey Bogart no estuvo jamás en Casablanca aunque allí el turista pueda encontrar un Café de Rick más falso que Judas donde tomar un “martini” -con su Ingrid Bergman de pega y todo- mientras un pianista negro toca otra vez “As time goes by”.



          A estas alturas, todo el mundo debiera saber que la mítica película fue rodada en interiores de los estudios hollywoodienses; los mismos que la produjeron sin demasiada fe en el proyecto y con decorados de cartón-piedra. A pesar del insensato rodaje de aquella romántica historia profundamente democrática -donde ni actores, ni guionistas, ni director se aclaraban acerca de lo que había que hacer-  se produjo el milagro y brotó una película prodigiosa  porque el caos algunas veces está tocado por la gracia de Dios sin que nadie conozca exactamente las razones.
   Seguramente este mito cinematográfico no existiría si en enero de 1943 no hubiera tenido lugar en aquella ciudad africana la famosa “Conferencia de Casablanca” entre el presidente Roosevelt, Winston Churchill y el general De Gaulle. En ella se acordó crear el Comité Francés de Liberación para exigir la rendición incondicional del Eje Berlín-Roma-Tokio y luego vino la aureola de un Patrimonio Sentimental de la Humanidad en la memoria de los demócratas. 

          


         Situada al noroeste de Marruecos, junto al Océano Atlántico, Casablanca es una ciudad inmensa de más de tres millones de habitantes con el puerto comercial más importante de la costa occidental africana. El mismo que desde hace veinte años soporta un tráfico anual de más de veinte millones de toneladas porque al movimiento provocado por las industrias mineras (fosfatos, manganeso e hierro), hay que añadir el de otras industrias como la siderúrgica, química, alimentaria y de construcción. Además, naturalmente, de su sector pesquero, merced a caladeros tan apetecibles -y tan complicados- para nuestras gentes del mar.  
     De dudoso origen fenicio o romano, Casablanca fue ya un importante puerto marítimo en el siglo XIII. Acabó convirtiéndose en guarida de contrabandistas y piratas berberiscos hasta que la saquearon los marinos portugueses en el siglo XVI para reconstruirla totalmente con el nombre  de “Casa Branca” (Casa Blanca). Claro que el mismo estropicio que los portugueses hicieron a la Casablanca corsaria  se lo volvió a hacer a éstos el temible terremoto de 1755, de manera que la ciudad tuvo que ser levantada de nuevo por el sultán Mohamed ben Albdallah, ya rebautizada con el nombre de Dâr-al-Baydâ. Sin embargo, los españoles siguieron llamando a la ciudad Casablanca y ese nombre español es el que se ha impuesto definitivamente.
           

     
      Recuerdo que entré en autobús por una de esas grandes avenidas de estilo francés que parecen trazadas con tiralíneas. A ambos lados se veían las lujosas villas rodeadas de murallas con sus cancelas de rejería labrada, cerradas a cal y canto porque ya había finalizado la temporada veraniega. Hasta llegar a la Plaza de Mohamed V, la más grande y céntrica de la ciudad, recorrimos buena parte de la zona moderna construida por los arquitectos franceses a principios de siglo, que son los que le han dado a Casablanca su típico carácter; el más europeo de todo el norte de África. Observé la abundancia de bulevares adornados con palmeras que los imperios francés y español han dejado allí, como magnífico ejemplo de desarrollo en muchas de las ciudades de estilo colonial del Tercer Mundo. Todo en Casablanca está definido por esa mezcla entre los europeo y lo árabe. En las calles comerciales del centro, por ejemplo, puedes pasar el rato observando a los transeúntes: la mitad de ellos llevan puesta la chilaba y la otra mitad viste vaqueros y de su mano cuelga una bolsa de plástico con la marca comercial de una especie de Corte Francés que se han inventado. En Casablanca uno  puede pasarse tres días visitando mezquitas: las hay para todos los gustos. Desde la Gran Mezquita del siglo XIII hasta la de Muley-Yussef, al otro lado del Palacio Real ; desde la de Sidi Mohamed en la nueva medina, hasta la de la Familia Real saudí. Pero la que yo recomiendo visitar a cualquiera que piense ir allí -cuando yo fui estaban terminando los últimas remates a la edificación- es la mezquita que el rey Hassan II levantó junto al puerto, cerca del Acuario.



      Es la mayor mezquita de todo el mundo árabe después de la de la Meca y creo recordar que tiene parte de su base sobre el océano. Aunque no debe su esplendor a la generosidad real ya que ha sido financiada con las aportaciones particulares del pueblo marroquí; convencido hasta hoy de que es bueno empobrecerse más todavía para que Alá, tan grande y misericordioso, esté rodeado de lujo hasta la exageración.  Esta ha sido la gran obra faraónica del rey Hassan II, hijo de Mohamend V y padre del actual monarca alauita. Él mismo se encargó, personalmente, de que dentro de ella hubiera oro y plata en abundancia y de que no le faltaran mármoles cipolinos del Piamonte ni lámparas venecianas.                  
      Casablanca tiene dos medinas -cascos históricos comerciales- por falta de una; claro que no pueden compararse con otras clásicas como la de Tánger, Marrakech; y no digamos la de Fez, la más imponente del mundo. En la medina antigua de Casablanca puede disfrutarse del fuerte contraste de colores y la mezcla de estilos puesto que los grandes edificios asfixian el dédalo de callejas medievales. En cambio, la nueva medina -que fue construida por los arquitectos franceses en 1923, intentando compaginar las necesidades de higiene con las costumbres autóctonas- ha acabado siendo ocupada por los artesanos del cuero que han sustituido aquellos viejos puestos de aspecto cutre por elegantes tiendas en las que intentan vender a los turistas sus productos por el doble del precio habitual. Por eso, no hay más opción que regatear aunque no te guste  --que es mi caso--  o renunciar a comprar nada.  De una de aquellos bazares me traje, a buen precio, la cartera portafolios que todavía conservo en bastante buen estado. Y que, al cabo de quince años, no ha perdido su olor a cabra del Atlas Medio.
               


      Me sorprendió, especialmente, que todas las plazas -excepto la de Mohamed V- y todas las avenidas –excepto la de Mulay Abderahman- conservasen su nombre francés dedicado a grandes personalidades del antiguo imperio. En Casablanca, sólo las calles corrientes y molientes tenían nombre árabe. Como si después de la independencia nadie allí se hubiera atrevido a cuestionar, ni siquiera desde el punto de vista simbólico, el respeto a un imperio que mientras les dominaba les hacía mucho más europeos que al resto de los africanos. 
     En el puerto hay estupendos restaurantes que se llenan de turistas a la hora de reponer fuerzas por culpa de tanta caminata. En uno de ellos -que alguien que entendía nos recomendó vivamente- recuerdo haber comido una fritura de pescados frescos inolvidable y asombrosamente barata. Pero es el rasgo diferencial del Tercer Mundo: lo que nos parece barato a los españoles resulta absolutamente prohibitivo para los marroquíes, incluso en Casablanca donde no hay que vivir por la fuerza de lo que produce el desierto. Eso explica buena parte de lo que sucede en el estrecho.  



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