viernes, 7 de marzo de 2014

Siempre nos quedará... Buenos Aires

       Buenos Aires es una ciudad mítica y entrañable de la que se han ocupado a fondo algunas de las mejores prosas en español de todos los tiempos. Como la de Jorge Luis Borges, sin ir más lejos. Claro que también le han hecho mucho daño esos poetastros cobistas que han confundido la ciudad bañada por el Río de la Plata con un paraíso a la carta, henchido de Adanes peronistas,  Evas licenciadas en psicología barata de conducta y serpientes de cascabel venidas desde el desierto de Arizona para clavar el colmillo imperialista y ponzoñoso en  la carne tierna de los progresistas de carné.
           

  Buenos Aires es también el corazón musical de Hispanoamérica  --junto con México D.F.-- porque el aire, la luz, las penas y alegrías del mundo caben enteros en cualquier tango de Gardel y Le Pera o en una de esas películas de los directores Hugo del Carril o Juan José Campanella, que son dos formas de mirar con otros ojos –menos legañosos, quiero decir--  a esta ciudad baqueteada por el carro de la Historia. El espíritu de la capital argentina, junto al aliento de sus barrios, flota --sin llegar nunca al suelo-- en las antiguas zambas aguitarradas de Atahualpa Yupanki, dentro de  esa mirada azul del actor Ricardo Darín y en alguna que otra milonga noventera y canalla del cantautor Andrés Calamaro.
    De todas las ciudades del mundo que he visitado, Buenos Aires fue la única que abandoné con la sensación de que aquella estancia tan corta  tenía un poco de traición a mí mismo. De buena gana me hubiera quedado un par de meses más. Estuve alojado en el espléndido Hotel Plaza, en la mismísima Calle Corrientes, frente al antiguo mercado de Abasto, reconvertido ya en un Centro Comercial clónico de tantos repartidos por el mundo. Al fin y al cabo, esos lugares son ahora las catedrales laicas donde la gente se recoge los fines de semana para adorar el becerro de oro. Recuerdo que desde mi habitación  se podía ver, enfrente,  al otro lado de la calle, la famosa Esquina Gardel donde continúa funcionando  El zorzal Criollo, con su fachada de azulejos y su magnífico espectáculo nocturno de tangos cantados y bailados. En esa misma esquina se encuentra el monumento al cantante argentino, plantado en la acera, como un peatón más. Y, a cuyos pies, por contraste, vi una mañana a una pareja de adolescentes tirados por el suelo, con los pulmones rebosantes de ese vapor venenoso y engañabobos que despide el pegamento embolsado cuando se aspira creyendo que se puede subir al cielo en media hora, empezando por la nariz.
    La Ciudad de Buenos Aires, formalmente Ciudad Autónoma de Buenos Aires ―llamada Capital Federal  por ser sede del gobierno argentino-- es también la capital de la República. Está situada en la región centro-este del país, sobre la orilla occidental del Río de la Plata, en plena pampa.


    El censo del año 2010 estima la población de la ciudad en casi tres millones de habitantes pero su conglomerado urbano, el Gran Buenos Aires, tiene más de doce. Es la mayor área urbana del país, la segunda del Hemisferio Sur y una de las veinte mayores ciudades del mundo.
                        

    En su urbanismo se mezclan, gracias al mestizaje cultural de la inmigración, los estilos art decó, art nouveau, neogótico y el francés borbónico. Está considerada una de las ciudades con mayor concentración de teatros del mundo. El Teatro Colón es una joya universal entre cientos de teatros bonaerenses. Además destacan el Teatro Cervantes y el Gran Rex; el favorito de los cantautores españoles para actuar. El metro bonaerense --el “Subte”-- fue el primer sistema de transporte subterráneo de América del Sur.
    La Ciudad de Buenos Aires fue fundada en el año 1580 por Juan de Garay. Primero hubo un asentamiento con fuerte militar que no llegaba a ser ciudad, hasta que en 1776 fue designada capital del recién creado Virreinato del Río de la Plata por el rey de España. Finalmente, en 1880, durante el gobierno de Nicolás Avellaneda, fue federalizada y el Gran Buenos Aires se convirtió en uno de los principales destinos del proceso inmigratorio que tuvo la Argentina desde finales del siglo XIX. En la primera fundación Pedro de Mendoza llamó al lugar Real de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre para cumplir la promesa que hiciera a la Patrona de los Navegantes que se hallaba en la Cofradía de los Mareantes de Triana y de la que él era miembro. En efecto, “Buen Ayre”, es castellanización del nombre de la Virgen de Bonaria, es decir, de la Virgen de la Candelaria a quien los padres mercedarios habían levantado un santuario para los navegantes en Cagliari, Cerdeña, y que era venerada así mismo por los navegantes de Cádiz. A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, le alcanza el desarrollo modernizador y aparecen las grandes avenidas, los parques bien diseñados y sus barrios emblemáticos --como la céntrica Avenida de Mayo, Puerto Madero, Palermo y la Recoleta-- y enclaves populares como San Telmo y La Boca, donde puede admirarse la Bombonera, que luce en el exterior los colores azul y amarillo. Es el estadio del equipo Boca Junior por el que mataría Maradona, igual que Belén Esteban dice que lo haría por su hija Andrea.
       

    El Parque Japonés, citado en el tango Garúa  –allí me enteré que esa palabra equivale a nuestro chispeo, calabobos, chirimiri u orbayu—, es un jardín que se sigue conservando muy bien cuidado.
  
    En Palermo de Buenos Aires, homenaje del inmortal Jorge Luis Borges a ese barrio señorial, se recuerda al general Justo José Rosas citando versos del poeta Ascasubi,
En la entrada de Palermo
ordenó poner colgados
a dos hombres infelices
que después de “afusilados”
los suspendió del olvido
hasta que de allí, a pedazos,
se cayeron de podridos.

    En la Avenida de Mayo se encuentra el famoso Obelisco, que descubrí cuando era muy joven en una interesante pieza breve de teatro del dramaturgo argentino Osvaldo Dragún, llamada Historia del hombre que se convirtió en perro y que forma parte de su conocida trilogía Historias para ser contadas.

    En la Plaza de Mayo –el espacio sentimental que inmortalizó Carlos Cano en su Tango de las madres locas-- se encuentra la Catedral, que es de estilo neoclásico exagerado.  Tanto, que viéndola uno piensa que está delante del Partenón ateniense restaurado por uno de eso arquitectos de ahora que se vuelven locos quitándole solera y sabiduría a las piedras con historia. También está allí la Casa Rosada, sede de la presidencia  del gobierno, ahora en manos de la viuda Kichner. Las malas lenguas dicen que en menos de diez años se ha hecho dueña de media Patagonia. La otra mitad, por cierto, está en manos del imperio Bennetton, que de esa zona austral –unos de los paisajes más hermosos del planeta Tierra que han visto mis ojos--  únicamente le interesa la lana de las ovejas.   Fui varios días a la Plaza de Mayo  --siempre sembrada de palomas-- y en uno de ellos pude ver a un puñado de abuelas con los nombres de sus hijos y  nietos desaparecidos escritos en los pañuelos que llevaban al cuello.
   
    Mientras pensaba para mí que no había pasado tanto tiempo desde que la Junta Militar de Videla y sus generales sanguinarios implantaron un infierno provisional para aquellas gentes, los paseantes iban en una mañana sin sol de su corazón a sus asuntos. Recuerdo que empezó a llover a mares y, de pronto, sin pretenderlo, me vi arrastrado por una marea humana; convertido en un espectador más de la llegada del presidente brasileño Lula da Silva a la Casa Rosada. Entre soldados en posición de firmes, bandas de música militar, coches oficiales con banderitas en la aleta delantera izquierda, sirenas de jeeps de la policía federal y un pertinaz aguacero que no cesó hasta que el propio Lula bajó del vehículo oficial y mandó parar a la lluvia porque le apetecía entrar en el palacio anfitrión por su propio pie. 
            
    Al día siguiente –esas cosa pasan— lucía un sol espléndido y volví a la misma plaza. Esta vez me encontré con una manifestación sindical de trabajadores pertenecientes a los casinos y casas de juego oficiales que venían a reivindicar sus derechos perdidos a bordo de unos cómodos autobuses. Obreros de la buena suerte en asuntos de ocio que eran poco partidarios de fatigarse caminando.  No sé si la paradoja vino a compensar un día con el otro pero ayudaba a entender esa otra cara de la Argentina, un país tan rico en materias primas como poblado de gentes sin futuro.  
    La famosa Calle Corrientes, que tiene más de cinco mil números, me la pateé a fondo empeñado en dar a toda costa con la casa número tres, cuatro, ocho –ya saben, segundo piso, ascensor— pero como dice el demonio aquel que persigue con insistencia la verdad de un misterio merece el castigo de encontrarla. Ni media luz, ni música, ni besos. Luz entera y natural, puesto que el famoso lugar evocado por el tango había sido reconvertido en un aparcamiento al aire libre para motocicletas.  Pasear por la Calle Caminito –Caminito, que todas las tardes me viste pasar--, con sus casitas de colorines y sus carteles pintados a tamaño natural para que prestes tu rostro a la cara vacía, es como darse un garbeo por el Real de la Feria de Abril a las nueve de la noche en el Día Grande.

                      
    El más famoso local tanguero de Buenos Aires es, sin duda, el mítico Café Tortoni, donde se puede disfrutar de una cena con espectáculo por un precio razonable –aunque caro para los bonaerenses—pero eso sin reserva previa es perseguir un sueño imposible. Yo tuve que renunciar a la experiencia después de un par de intentos, guardando cola a la entrada, durante una hora, por si acaso. 

    En cambio, en la plaza de la Recoleta, frente a su famoso cementerio, sí pasé buenos ratos  con un mate caliente entre las manos y sentado en una de las terrazas que hay bajo esos gomeros gigantes, cuyo ramaje frondoso podrían dar sombra a todo el albero de la Maestranza. Era verano, claro.
    Si eres español –gayego, para ellos-- en Buenos Aires es preferible escucharles hablar en “lunfardo” antes que intentar darles lecciones de lenguaje. En primer lugar, porque corres el riesgo de pronunciar en un descuido palabras que se vuelven malsonantes después de saltar el charco como “concha” o coger”, que allí significan otra cosa bien distinta. Pero, sobre todo, porque es un placer oírles enriquecer el español con su vocabulario personal. Un solo bonaerense tiene más palabras hermosas en el corazón y la cabeza que todo el claustro reunido de alguna de nuestras universidades artificiosamente creadas para remanso de políticos en retirada. Y, ya se sabe, tantas palabras, tantas ideas; que esa sí que es una regla que no falla.
    También comprobé que para los que nos gusta de verdad la carne roja a la brasa –esa que a nuestros años  conviene comer muy de tarde en tarde—, Argentina en general y Buenos Aires en particular son el mejor lugar del mundo. Cito dos restaurantes, que ya me había recomendado a mí previamente un buen amigo español que viajaba a menudo a esta ciudad: La Parrilla Peña, en la Calle Rodríguez Peña nº 687, y La Caballeriza, en Puerto Madero. Nunca he comido “bife de chorizo”, “entraña”, “vacío”, “chorizo criollo” y demás variedades del mundo interior de una vaca, tan bien cortados, tan en su punto y con mejor relación calidad/precio como entonces. El Chimichurri de la Parrilla Peña era sencillamente glorioso y recuerdo que por una enorme bandeja de carne asada para dos tragones –lo que no éramos, por cierto, ni mi mujer ni yo--,  con un excelente vino  de Mendoza, postres de dulce de leche  y sendos mates, pagué en La Caballeriza –uno de los sitios supuestamente caros de allí--  menos que pago aquí en la Comunidad de Madrid por un menú del día en cualquiera de los restaurantes de mi calle, que no tienen las estrellas Michelin  del madrileño Diverxo, precisamente.
    Hay que viajar a Buenos Aires para entender en toda su grandeza lo que sugería el gran Carlitos con aquello de  que “veinte años no es nada”. Me lo dijo un taxista, entre Corrientes y Esmeralda, mientras sonaba en la radio de su coche el tango Volver:

       ¿Sabés una cosa,  gayego? Desde que está muerto, este boludo canta mejor cada día que pasa. ¡La concha de su madre…!”    

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