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Roman Polanski ha dirigido solamente dos películas totalmente norteamericanas y ambas pertenecen al cine de “género”: Chinatown al “negro” y La semilla del diablo (Rosemary’s baby, según su título original, que acertadamente no da pistas sobre el desenlace de la historia), al “de terror”. Curiosamente, ambas están consideradas obras maestras del cine y fueron rodadas antes que su multipremiada El pianista. La semilla del diablo es una magistral adaptación de la famosa novela de Ira Levin ‘El bebé de Rosemary’, que el propio escritor transformaría en un soberbio guión.
Polanski es tan conocido hoy por las geniales películas que ha dirigido como por las turbias peripecias de su vida personal. Viudo de la actriz Sharon Tate –asesinada en medio de una ritual orgía satánica– huyó de los Estados Unidos, unos años después, cuando fue acusado de abusar sexualmente de una menor. Pero uno no está aquí para juzgar su conducta sino para comentar su cine desequilibrante. Es un experto en caminar por esas simas volcánicas donde humean las pasiones humanas más morbosas y fascinantes. Lo que hace grande a La semilla del diablo es que no le permite al espectador llegar a conclusiones claras, más o menos tenebrosas sino que el director se las arregla muy bien para que uno no esté seguro de nada y eso es mucho peor. El desasosegante canto a la incertidumbre de este film es lo que hace que la película no haya envejecido ni siquiera un par de días. Su terror lo aporta nuestra mente, la del público, consciente de que las posibilidades más oscuras nacen siempre de lo habitual y nunca de extraordinario. Da infinitamente menos miedo la propuesta de una fantasía llena de monstruos apocalípticos que la mera sospecha de que el diablo pueda estar paseando tranquilamente a nuestro lado. Todo empieza con la pareja protagonista, joven y esperanzada, buscando una casa y Polanski destroza el subgénero de las comedias románticas metiendo a estos dos personajes en una de esas sendas tenebrosas que conviene no traspasar. Tienen la mala suerte de alquilar un apartamento en el edificio Bradford, que es el conocido edificio neoyorkino Dakota, donde también han ocurrido en la realidad todo tipo de desgracias, algunas inexplicables, como el asesinato de John Lennon. Allí, una puerta secreta los comunicará con el piso de los Castevet, un matrimonio mayor que resulta cualquier cosa menos tranquilizador, pero con el que van a entablar una relación vecinal de consecuencias imprevisibles. La película se salta todas las vallas, desde una profanadora Satánica Concepción hasta la paranoia y el sentido de aislamiento a los que puede llegar una mujer encinta cuando se siente acosada por fuerzas inexplicables. Aunque nos tememos lo peor, quizá todo se limite a un cúmulo de alucinaciones que sólo están en la mente de esa embarazada rubia de aspecto frágil. Al principio, las cosas se reducen al creciente deterioro físico de Rosemary debido al avance de su estado (un desmejoramiento escalofriante que provoca en el espectador casi malestar físico) pero luego llegan oscuras amenazas y la dolorosa soledad de Rosemary, abandonada a su suerte y utilizada por los demás para su siniestro fin. Los interiores de las historia son serenos y contenidos pero es en la calle y en el mundo de los sueños donde hacen irrumpen con barroquismo e intensidad crecientes las connotaciones freudianas y ocultistas. Los actores están en estado de gracia pero hay que poner un milímetro por encima de los demás a Ruth Gordon (que logró el Oscar con su impresionante interpretación de la siniestra Minnie) al dar vida al personaje más repulsivo de cuantos ha creado el cine polanskiano.
El plano final –que viene a dar satisfacción a los espectadores, locos por verle la cara al fruto de esta tragedia– se rodó utilizando los ojos de un felino a través de un filtro rojo para mayor acojonamiento general. De esa manera, no somos nosotros quienes vemos al hijo del Diablo sino que es éste el que nos mira a los espectadores. Si no la conocen, vean la película en casa –que siempre será más seguro–y luego reflexionen acerca de cómo se han removido en el sofá de casa porque han sentido mucho más frío todavía durante esta secuencia final. Después de La semilla del diablo, yo sólo me he sentido tan inquieto con tres películas: El resplandor de Stanley Kubrick, Terciopelo azul de David Lynch e Inseparables de David Cronenberg.
Mientras estuvo viviendo en Tucson (Arizona), Catherine Cross soñaba de vez en cuando que algo extraordinario acabaría pasando en su vida. Que un desconocido le daría un beso en la rodilla en medio de la oscuridad total de un vagón de metro averiado entre dos estaciones o que un asaltante de cajeros automáticos, encapuchado, la atacaría por la espalda mientras sacaba dinero para, de improviso, cambiar de idea y preferir llevársela -despreciando todo lo demás: los billetes servidos sobre la bandeja del cajetín, la tarjeta de crédito devuelta por la máquina y el bolso diseñado por Gucci- porque ella, precisamente, era ese providencial ángel de la guarda que todo canalla espera encontrar algún día en su carrera de mala vida para salvarse. Catherine, en fin, soñaba con tener una existencia imaginaria. Como las del cine y la literatura. En las películas y los libros a las amas de casa les suele caer en suerte una de esas vidas de sube y baja que las trata a oleadas, terribles unas veces y otras fantásticas.
Antes de su tercer año de casada, Catherine ya sabía que la causa de su nada personal tenía mucho que ver con la calma chicha que se apodera de ese mar azul matrimonial cuando ya no queda ni una pizca de sal en él. Hasta el punto de que parece, más bien, una charca de aguas estancadas. Ella dejó de mirarse en el espejo el día que ese cristal le pareció idéntico a la pantalla de un monitor hospitalario que controlase la actividad cerebral de alguien en estado de coma; con el biiiiiiiiiiiiiip típico de los encefalogramas planos.
Una mañana se levantó a preparar el café de siempre para aquel tipo que llevaba mil cien noches durmiendo en la misma cama que ella pero a dos o tres kilómetros de distancia de su corazón por lo menos. Al apretar el botón de la cafetera ésta no funcionó y Cathy esperó a que él terminara de afeitarse, que no fue con un cuchillo de monte y un poco de agua sin jabón como Gary Cooper en Tambores lejanos, sino con una afeitadora eléctrica cuyas pilas -casi gastadas- se colocó después bajo la tripa cervecera para ponerse en marcha a medio gas, con su traje gris-rutina, en dirección al trabajo. Cuando sonó el portazo que la dejaba sola, Catherine metió cuatro cosas en una maleta y salió fuera buscando un tragaluz en aquella ciudad-cueva. A los cinco minutos ya había desaparecido como un punto en medio del espacio sideral vacío de estrellas.
Sergio Coello
Roman Polanski ha dirigido solamente dos películas totalmente norteamericanas y ambas pertenecen al cine de “género”: Chinatown al “negro” y La semilla del diablo (Rosemary’s baby, según su título original, que acertadamente no da pistas sobre el desenlace de la historia), al “de terror”. Curiosamente, ambas están consideradas obras maestras del cine y fueron rodadas antes que su multipremiada El pianista. La semilla del diablo es una magistral adaptación de la famosa novela de Ira Levin ‘El bebé de Rosemary’, que el propio escritor transformaría en un soberbio guión.
Polanski es tan conocido hoy por las geniales películas que ha dirigido como por las turbias peripecias de su vida personal. Viudo de la actriz Sharon Tate –asesinada en medio de una ritual orgía satánica– huyó de los Estados Unidos, unos años después, cuando fue acusado de abusar sexualmente de una menor. Pero uno no está aquí para juzgar su conducta sino para comentar su cine desequilibrante. Es un experto en caminar por esas simas volcánicas donde humean las pasiones humanas más morbosas y fascinantes. Lo que hace grande a La semilla del diablo es que no le permite al espectador llegar a conclusiones claras, más o menos tenebrosas sino que el director se las arregla muy bien para que uno no esté seguro de nada y eso es mucho peor. El desasosegante canto a la incertidumbre de este film es lo que hace que la película no haya envejecido ni siquiera un par de días. Su terror lo aporta nuestra mente, la del público, consciente de que las posibilidades más oscuras nacen siempre de lo habitual y nunca de extraordinario. Da infinitamente menos miedo la propuesta de una fantasía llena de monstruos apocalípticos que la mera sospecha de que el diablo pueda estar paseando tranquilamente a nuestro lado. Todo empieza con la pareja protagonista, joven y esperanzada, buscando una casa y Polanski destroza el subgénero de las comedias románticas metiendo a estos dos personajes en una de esas sendas tenebrosas que conviene no traspasar. Tienen la mala suerte de alquilar un apartamento en el edificio Bradford, que es el conocido edificio neoyorkino Dakota, donde también han ocurrido en la realidad todo tipo de desgracias, algunas inexplicables, como el asesinato de John Lennon. Allí, una puerta secreta los comunicará con el piso de los Castevet, un matrimonio mayor que resulta cualquier cosa menos tranquilizador, pero con el que van a entablar una relación vecinal de consecuencias imprevisibles. La película se salta todas las vallas, desde una profanadora Satánica Concepción hasta la paranoia y el sentido de aislamiento a los que puede llegar una mujer encinta cuando se siente acosada por fuerzas inexplicables. Aunque nos tememos lo peor, quizá todo se limite a un cúmulo de alucinaciones que sólo están en la mente de esa embarazada rubia de aspecto frágil. Al principio, las cosas se reducen al creciente deterioro físico de Rosemary debido al avance de su estado (un desmejoramiento escalofriante que provoca en el espectador casi malestar físico) pero luego llegan oscuras amenazas y la dolorosa soledad de Rosemary, abandonada a su suerte y utilizada por los demás para su siniestro fin. Los interiores de las historia son serenos y contenidos pero es en la calle y en el mundo de los sueños donde hacen irrumpen con barroquismo e intensidad crecientes las connotaciones freudianas y ocultistas. Los actores están en estado de gracia pero hay que poner un milímetro por encima de los demás a Ruth Gordon (que logró el Oscar con su impresionante interpretación de la siniestra Minnie) al dar vida al personaje más repulsivo de cuantos ha creado el cine polanskiano.
El plano final –que viene a dar satisfacción a los espectadores, locos por verle la cara al fruto de esta tragedia– se rodó utilizando los ojos de un felino a través de un filtro rojo para mayor acojonamiento general. De esa manera, no somos nosotros quienes vemos al hijo del Diablo sino que es éste el que nos mira a los espectadores. Si no la conocen, vean la película en casa –que siempre será más seguro–y luego reflexionen acerca de cómo se han removido en el sofá de casa porque han sentido mucho más frío todavía durante esta secuencia final. Después de La semilla del diablo, yo sólo me he sentido tan inquieto con tres películas: El resplandor de Stanley Kubrick, Terciopelo azul de David Lynch e Inseparables de David Cronenberg.
PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXIII)
LA SEMILLA DEL DIABLO
LA SEMILLA DEL DIABLO
Mientras estuvo viviendo en Tucson (Arizona), Catherine Cross soñaba de vez en cuando que algo extraordinario acabaría pasando en su vida. Que un desconocido le daría un beso en la rodilla en medio de la oscuridad total de un vagón de metro averiado entre dos estaciones o que un asaltante de cajeros automáticos, encapuchado, la atacaría por la espalda mientras sacaba dinero para, de improviso, cambiar de idea y preferir llevársela -despreciando todo lo demás: los billetes servidos sobre la bandeja del cajetín, la tarjeta de crédito devuelta por la máquina y el bolso diseñado por Gucci- porque ella, precisamente, era ese providencial ángel de la guarda que todo canalla espera encontrar algún día en su carrera de mala vida para salvarse. Catherine, en fin, soñaba con tener una existencia imaginaria. Como las del cine y la literatura. En las películas y los libros a las amas de casa les suele caer en suerte una de esas vidas de sube y baja que las trata a oleadas, terribles unas veces y otras fantásticas.
Antes de su tercer año de casada, Catherine ya sabía que la causa de su nada personal tenía mucho que ver con la calma chicha que se apodera de ese mar azul matrimonial cuando ya no queda ni una pizca de sal en él. Hasta el punto de que parece, más bien, una charca de aguas estancadas. Ella dejó de mirarse en el espejo el día que ese cristal le pareció idéntico a la pantalla de un monitor hospitalario que controlase la actividad cerebral de alguien en estado de coma; con el biiiiiiiiiiiiiip típico de los encefalogramas planos.
Una mañana se levantó a preparar el café de siempre para aquel tipo que llevaba mil cien noches durmiendo en la misma cama que ella pero a dos o tres kilómetros de distancia de su corazón por lo menos. Al apretar el botón de la cafetera ésta no funcionó y Cathy esperó a que él terminara de afeitarse, que no fue con un cuchillo de monte y un poco de agua sin jabón como Gary Cooper en Tambores lejanos, sino con una afeitadora eléctrica cuyas pilas -casi gastadas- se colocó después bajo la tripa cervecera para ponerse en marcha a medio gas, con su traje gris-rutina, en dirección al trabajo. Cuando sonó el portazo que la dejaba sola, Catherine metió cuatro cosas en una maleta y salió fuera buscando un tragaluz en aquella ciudad-cueva. A los cinco minutos ya había desaparecido como un punto en medio del espacio sideral vacío de estrellas.
Sergio Coello
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