domingo, 11 de abril de 2010

UN RELOJ, UN COCHE Y UNA MUJER

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La Tierra, como la luna, tiene también dos caras. Los ciudadanos normales –esos que cenan una ensalada con mozzarela delante de la televisión, después se limpian los dientes con hilo de seda antes de dormir y vuelven al trabajo a la mañana siguiente– viven en la cara iluminada de nuestro planeta. Puede que no salgan jamás en el libro Guiness de los records pero sin ellos, posiblemente, la parte de la humanidad que camina de pie se derrumbaría a los pocos segundos. Cumplir bien esa misión –una tarea que consta habitualmente de más deberes que derechos– exige saber que uno no vive en el mejor de los mundos pero ha optado por caminar hacia adelante como si el Mal, con eme mayúscula, no existiera. Si Marco Antonio hubiera sido menos demagogo se lo habría aclarado a los romanos delante del cadáver ensangrentado de Julio César:

-“Bruto sólo es un hombre honrado que ha tenido mala suerte.”


Uno se alegra tanto de que estas gentes sean lo que parecen, héroes anónimos y cotidianos, como de que no les haya tocado vivir en la cara oculta de la Tierra, la que se rige por la ley del silencio. Algunas películas como Terciopelo azul, de David Lynch, hablaban de esto. De que cualquier tipo decente puede considerarse relativamente feliz y a salvo mientras se mantenga al margen de ciertas áreas oscuras y peligrosas a las que más nos vale no asomarnos jamás. Se trata de territorios en los que impera el reglamento de las bocas cerradas -“no sepas; y si llegas a saber, calla para seguir viviendo”- y de la que sospecho que come más de la quinta parte de la Humanidad. Me temo que a las peores alcantarillas se accede desde atarjeas secretas situadas en la última planta de unas torres de acero y cristal que mueven millones de dólares y euros. No me parecen inverosímiles esos rumores que apuntan a que hay inmensas plantaciones colombianas en las que se cosechan a un tiempo la coca y los sicarios asesinos que todavía no han cumplido los trece años. Cualquiera de nosotros podría contar que ha visto en la televisión mujeres preñadas de dinamita jurando que parirán su matanza, dentro de unos meses, en un algún lugar concurrido de occidente. En todos estos sitios, más reales que imaginarios, –y que la gente normal ignora necesariamente para seguir caminando– sólo hay un salvoconducto que garantice la libertad de los movimientos respiratorios. Me refiero a la vieja contraseña “en boca cerrada no entras moscas”.

Me ha venido toda esta larga reflexión a la mente al enterarme de que la norteamericana Marjorie Alexander apareció hace tiempo con las uñas y los labios tan morados y tan fríos, como el licor Parfait d’amour. Recuerdo que me lo contó una tarde de perros la teniente de detectives Susan Spencer:
- “Bueno, todo es relativo si consideramos que para cualquier mujer la cianosis como consecuencia de una muerte por asfixia no deja de ser una manera más barata de maquillarse los labios y las uñas por última vez”.

A Marjorie la había encontrado la policía de Long Island con una bolsa de plástico en la cabeza, casi helada; como esas lubinas que cubre el hielo picado sobre el mostrador de las pocas pescaderías que todavía huelen a mar. La pobre chica estaba dentro de una habitación alquilada, en uno de esos moteles de carretera atendidos por personal de servicio que es experto en cerrar los ojos y taparse los oídos al segundo siguiente de cobrar una semana por adelantado. Únicamente se me ocurre otra manera peor que la de morir solo: hacerlo en compañía de tus propios asesinos, tal como le sucedió a Marjorie, a los pocos días de confesar en un programa de televisión que ella había sido la amante secreta del mafioso John Gotti. John tenía una esposa, un hijo víctima de una enfermedad rara y cruel y una condena encima de dos años en la cárcel desde que resultara probado ante un tribunal su intento de extorsión al actor de cine Steven Segal. La estrella de los trompazos no actuaba igual en la calle que en la pantalla y en lugar de romperle las estructuras al gángster prefirió recurrir al pacífico estado de
derecho.


Marjorie Alexander no había hecho caso de las amenazas previas, disfrazadas de consejos, que le habían dado. Sin ser una mujer fatal cometió dos errores que resultaron fatales para ella. El primero fue enamorarse del tipo equivocado. El segundo, confesarlo públicamente en la televisión como si ella fuera la “legítima”. De acuerdo, lo que hace una chica normal a los diez minutos de que la haya besado el hombre de su vida es contarle por el móvil a su mejor amiga, con todo lujo de detalles, lo que ha sentido durante ese medio minuto húmedo y prodigioso. Pero Marjorie debería saber que una cadena de televisión no entiende de amistades sino de índices de audiencia y es incapaz de guardarle ningún secreto a nadie. Uno no puede tomar el ticket de entrada a una autopista tenebrosa y olvidarse luego del pago del peaje a la salida. Para el hermano pequeño de un miembro de la mafia como John Gotti, Marjorie no era nada más que uno de esos tres primeros objetos de deseo -“un reloj, un coche y una mujer”- a los que aspira todo matón que se precie cuando está empezando la carrera. Así que el día en que ella entornó los ojos para que la abrazara ese fulano -que probablemente había aprendido a conducir de niño entre las lápidas de los cementerios- estaba jurando con sus largas pestañas abatidas, aun sin saberlo, que permanecería muda de amor hasta que terminase el Juicio Final por lo menos.



Aprendí todo esto de Vic Castelano después de que él cumpliera su deuda con la sociedad en la durísima prisión de Hellhouse, estado de Illinois. Muchos años antes, Vic se había entregado voluntariamente a la justicia tras abandonar un negocio en el que cada contrato se firmaba en la trastienda de un restaurante de lujo, sobre manteles que se manchaban más veces de sangre que de salsa o de vino. Una noche estábamos él y yo frente a frente, acodados sobre la barra del Hurricane club de Miami, que es donde se sirven los mejores dry martinis del golfo de Florida, y le comenté que se le notaba mucho en bulto sospechoso bajo la chaqueta, junto al costado.

- “Sólo es aire” - me dijo Vic - “El hueco que deja la pistola es así. Aunque la cárcel te haya reconvertido en un ángel, ya no hay plancha que pueda rehabilitar esa deformación en tus trajes. El mundo del que procedo, muchacho, es muy limitado. Sólo tiene dos puntos cardinales: la ley del silencio y la bolsa de plástico en la cabeza.


Sergio Coello

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