domingo, 12 de diciembre de 2010

Más mujeres

Rossy Sedanke era finlandesa, de Turku, y tenía el atractivo abismal de las diosas paganas. Bailar con ella un fox-trot era como tocar el cielo con las yemas de los dedos de los pies. Tuvo un novio que se llamaba Bobby La Cava, un matón a sueldo que enfriaba sus güisquis con pólvora congelada. Una noche aquel gángster invitó a cenar a Rossy y se acabó ahorrando el pago de la elevadísima factura en el restaurante porque no llegó vivo al segundo plato.

Murió de un disparo que su asesino le hizo a la gabardina de Bobby creyendo que él estaba dentro porque la separación entre el rufián y su prenda no le sirvió de nada a la hora de conservar la vida. Como el escote de la Sedanke se daba un aire al cráter de esos volcanes que hay en la isla de Java, el forense se hartó de mirar dentro para acabar echando un vistazo desganado al cadáver de Bobby antes de decir:
-“El disparo a la gabardina no ha interesado a ningún órgano vital pero el agujero en la tela se le ha complicado a la víctima con un beso que le estaba dando su compañera de mesa. La mezcla de ambas cosas es la que ha resultado mortal de necesidad.”

Betsy Morelly ─que no era guapa pero le sentaban fantásticamente los vestidos cortos y ajustados─ se movía con tanta soltura dentro de ellos que a los semáforos se le ponían los ojos rojos cuando la veían venir desde lejos. Era capaz de mostrar confianza en sí misma, incluso colgando de la cuerda de un patíbulo. Ya saben, todo lo contrario de algunas chicas de hoy que a decidirse entre pedir un agua mineral o una cocacola ellas lo llaman “enfrentarse a una angustiosa alternativa vital”.

La Morelly era muy desconfiada. Una vez le preguntaron unos encuestadores qué opinaba del divorcio y antes de responderles les pidió tiempo muerto para consultar la respuesta con su abogado. Resultaba tan llamativa que sus escapadas del hogar eran, en realidad, entradas triunfales en la calle. Le sobraba el dinero pero no perdonaba ni las vueltas de una limosna. Controlaba tanto los gastos personales que sus manos ajustaban cuentas entre sí antes de hacerse mutuamente la manicura. Pedirle un favor a Linda sin entregarle antes un fajo de billetes resultaba tan absurdo como pretender hacer una hoguera con dos paletadas de nieve.

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