(Inspirado en un suceso ocurrido en un pueblo castellano, hace
unos cuantos años, y del que se hizo amplio eco la prensa nacional)
unos cuantos años, y del que se hizo amplio eco la prensa nacional)
Castilla profunda y ancha,
agua, fuego, aire, tierra
y el convento de San Blas
con su quietud de acuarela.
Las monjas tejiendo van,
entre susurros de seda,
hábitos de avemarías,
y padrenuestros de tela.
Doce monjas de clausura
encorvadas, doce siervas
que van del todo a la nada,
de la capilla a la celda.
No son doce sino trece,
también hay una abadesa,
casi joven entre ancianas,
que duda de sus certezas.
Una mañana gris plomo,
otoñal y somnolienta,
un hombre llega al convento
avisado con urgencia.
Es su oficio el de albañil,
de madurez su apariencia;
quizá el potro del deseo
ya no corra por sus venas.
Palomas de paz abrieron
ciertas heridas de guerra
en el pecho del tejado
y él es médico de tejas.
Muy alto, no viene solo
porque aunque nadie lo sepa,
invisible, le acompaña
un niño con arco y flecha,
y con los ojos vendados
para disparar a ciegas.
El hombre entra en el claustro,
se encuentra con la abadesa
y hay un cruce de miradas
delatando lo que piensan:
que él no se llama don Juan
y que doña Inés no es ella;
que sus nombres son mortales,
como Julio y sor Adela,
aunque para el niño ciego
tales razones no cuentan.
El abañil que trabaja,
la priora que le observa,
el niño que lanza el dardo;
cada cual a su tarea.
Al cabo de algunas horas,
reparada la cubierta,
la historia toca a su fin
justo cuando todo empieza:
doña Inés mira a don Juan,
Julio mira a sor Adela
y dos siluetas se juntan
camino de alguna celda.
Un peine verde de juncos
traza rayas paralelas
en el espejo del río,
tocador de luna nueva.
Abanicos transparentes
le dan aire a la alameda
mientras un grillo repica
sus castañuelitas negras;
que la música no amansa
furia de ninguna fiera
pero, a veces, resucita
la naturaleza muerta.
Abadesa y albañil
han perdido la cabeza;
se olvidan de lo que son
para ser lo que quisieran.
La cama es hielo cadente,
nieve en llamas que anda suelta,
jardín de besos voraces,
nudo de brazos y piernas,
bálsamo de soledades
y asunto de macho y hembra.
La niebla va levantando
su panza de plomo espesa
y sol, lluvia y arco iris
verdean la hierba seca.
Doce monjas sin priora
rezan una madrenuestra
mientras se baten en duelo
otoño y la primavera.
agua, fuego, aire, tierra
y el convento de San Blas
con su quietud de acuarela.
Las monjas tejiendo van,
entre susurros de seda,
hábitos de avemarías,
y padrenuestros de tela.
Doce monjas de clausura
encorvadas, doce siervas
que van del todo a la nada,
de la capilla a la celda.
No son doce sino trece,
también hay una abadesa,
casi joven entre ancianas,
que duda de sus certezas.
Una mañana gris plomo,
otoñal y somnolienta,
un hombre llega al convento
avisado con urgencia.
Es su oficio el de albañil,
de madurez su apariencia;
quizá el potro del deseo
ya no corra por sus venas.
Palomas de paz abrieron
ciertas heridas de guerra
en el pecho del tejado
y él es médico de tejas.
Muy alto, no viene solo
porque aunque nadie lo sepa,
invisible, le acompaña
un niño con arco y flecha,
y con los ojos vendados
para disparar a ciegas.
El hombre entra en el claustro,
se encuentra con la abadesa
y hay un cruce de miradas
delatando lo que piensan:
que él no se llama don Juan
y que doña Inés no es ella;
que sus nombres son mortales,
como Julio y sor Adela,
aunque para el niño ciego
tales razones no cuentan.
El abañil que trabaja,
la priora que le observa,
el niño que lanza el dardo;
cada cual a su tarea.
Al cabo de algunas horas,
reparada la cubierta,
la historia toca a su fin
justo cuando todo empieza:
doña Inés mira a don Juan,
Julio mira a sor Adela
y dos siluetas se juntan
camino de alguna celda.
Un peine verde de juncos
traza rayas paralelas
en el espejo del río,
tocador de luna nueva.
Abanicos transparentes
le dan aire a la alameda
mientras un grillo repica
sus castañuelitas negras;
que la música no amansa
furia de ninguna fiera
pero, a veces, resucita
la naturaleza muerta.
Abadesa y albañil
han perdido la cabeza;
se olvidan de lo que son
para ser lo que quisieran.
La cama es hielo cadente,
nieve en llamas que anda suelta,
jardín de besos voraces,
nudo de brazos y piernas,
bálsamo de soledades
y asunto de macho y hembra.
La niebla va levantando
su panza de plomo espesa
y sol, lluvia y arco iris
verdean la hierba seca.
Doce monjas sin priora
rezan una madrenuestra
mientras se baten en duelo
otoño y la primavera.
Sergio Coello
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