sábado, 8 de mayo de 2010

AMBICIÓN

Sospecho que la ambición es anterior al hombre y es muy posible que tenga origen sobrehumano. Por ejemplo, sin un poco de ambición divina Adán se hubiera quedado en una vulgar escultura de barro firmada por ese primer artista llamado Dios. Y, a su vez, sin ninguna ambición el marido de Eva seguiría siendo hoy un funcionario que ganó la plaza de guarda jurado del Paraíso en una oposición demasiado fácil, sin competidores. Sin la fuerza interior de la ambición, ya digo, la escoba no hubiera llegado jamás a ser aspirador eléctrico y la Humanidad continuaría usando la fiebre de sus hijos enfermos como sistema de calefacción dentro de la cueva. Lo que quiero decir es que sin ese deseo humano de ser algo más que un árbol móvil no hubieran existido Alejandro el Magno, Miguel Ángel, William Shakespeare, Thomas A. Edison, Marie Curie, Alexander Fleming, Isadora Duncan, Los Beatles y Neil Armstrong; personas que cambiaron el mundo, cada cuál a su manera, aunque la fama se la hayan llevado otros. Por eso hay pocas cosas tan absurdas como enfrentar el progreso a la ambición individual. Conozco algunos políticos con una íntima y exagerada ambición de poder personal que tachan de insolidarias a las ambiciones particulares de los ciudadanos. El poder tiene eso: tiende al monopolio de todo, incluidas las palabras. Un amigo mío dice que Naomi Campbell no es más que “Betty la Fea” con mucho bronceador encima y unas cuantas ambiciones de más en la cabeza. En cierto modo, tiene razón aunque existan tipos tan equivocados con el concepto que están convencidos de que para conseguir que crezca un árbol en su jardín les basta con llenar un saco con hojas. La ambición no tiene nada que ver con la codicia ni con la envidia. Son cosas distintas, que si se aparean pueden dar lugar a una mezcla explosiva. La misma que se produce cuando la yesca, el encendedor y una gasolinera cercana deciden liarse y hacer un “menàge a trois”.

En el sentido estrictamente machista de la palabra, el hombre más ambicioso que he conocido era mujer. Se llamaba Susan Flaherty y pertenecía al grupo de chicas que les das la mano y se quedan con el dedo en el que iba tu alianza. Cuando Susan se paraba delante de la joyería Tiffany’s su sueño no era lucir la joya más cara del escaparate sino convertirse en dueña del establecimiento. Una noche que estábamos en el Astoria escuchando a Sinatra cantar My way la invité a bailar y me rechazó porque yo quedaba muy por debajo de sus aspiraciones, incluso para bailar esa canción inmortal en la voz de platino de Frankie. Fue entonces cuando se sinceró conmigo por primera vez:
-“Escucha, encanto, yo espero todo de la vida. Aunque he de darme prisa porque no me queda mucho tiempo. Con esta ola de viento a nuestro favor, una mujer que antes de los cuarenta no ha conseguido ser dueña de medio país corre el peligro de que la hagan hija adoptiva del otro medio.”

Susan decía que una mujer sin ambición era menos que medio hombre. Trabajó para los principales bancos de la Costa Este -desde Rhode Island hasta Savannah- y alcanzó mucha fama haciendo ganar dinero a las empresas que la contrataban para mejorar sus resultados. Claro que cobrara tan caros sus servicios que cuando se despedía voluntariamente los accionistas respiraban aliviados. Ella era capaz de oler el patrimonio del hombre que le acababan de presentar aunque el tipo llevase encima dos litros de 212 for men de Carolina Herrera. Podía tasarte entero con sólo echarle un vistazo a la raya de tu pantalón. Tenía una habilidad especial para permanecer fría como un iceberg delante de media docena de calenturientos admiradores. La última vez que la vi estaba sentada en una mesa cercana, cenando con el futuro heredero universal de un imperio petrolífero en un restaurante de lujo. Recuerdo que le dijo al maitre en tono lo suficientemente alto para que yo lo oyera:
-“No se moleste en recomendarnos ninguna especialidad de la casa. Sólo tomaremos la lectura de la carta del menú”. ¿Sabe una cosa? antes de terminar de leerla el señor que me acompaña ya me habrá pedido que me case con él. Así que vaya usted preparando directamente el champán.”

Sergio Coello

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