lunes, 24 de mayo de 2010

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XXVI)

El polaco Walerian Borowczyk es un hombre orquesta –director de cine, pintor, grafista y escritor– que se inició en su país diseñando carteles y rodando cortometrajes hasta que, tras su traslado a París en 1959, decidió apostar por su faceta de cineasta erótico. Como ese otro realizador excesivamente rijoso y relativamente brillante llamado Tinto Brass, Borowczyk hace películas diferentes y personales. Rueda y monta sus planos con la obsesión de un voyeur.

No deja pasar el menor detalle cuando observa sus personajes situados como si fueran maniquíes vivientes en un escaparate. Sus desnudos rara vez muestran el todo pero la cámara se concentra en las partes; especialmente las explícitamente sexuales. Su obra fílmica es una especie de catálogo a color lleno de colecciones de anticuario, archivos dormidos, composiciones de música clásica, bordados, corsés, espejos y baños. De eso abusa hasta ad nauseam, para irritación de todos estos modernos funcionales que son adictos al minimalismo de Ikea. En la España del destape, las películas de Valerian Borowczyk triunfaron precisamente porque su estilo refinado y morboso lograba lo que era imposible conseguir con nuestro casposo cine “S” nacional de la época.



Todavía recuerdo el éxito que tuvo en el masturbatorio programa televisivo “Cine de medianoche” el estreno de su película Interior de un convento, donde tanto españolito beatamente anticlerical disfrutó viendo pecar compulsivamente contra el sexto mandamiento a un puñado de monjas. De toda la filmografía de Borowczyk creo que habría que salvar, al menos, dos películas: La Bestia –una de las mejores versiones sobre el mito de “La bella y la bestia” que no ahorra detalles en la componente sexual del asunto– y Cuentos inmorales, que narra cuatro historias cortas basadas en relatos de otros tantos escritores libertinos franceses.

Los cuatro episodios de Cuentos inmorales tienen poco en común. El primero, La marea, aprovecha la ocasión para presentarnos un caso de felación, echándole mucha poesía visual al asunto, como antes no se le había ocurrido a ningún pornógrafo inteligente. En Teresa, folósofa asistimos al descubrimiento del placer solitario por parte de una chica encerrada y aburrida. La condesa Báthory, recrea la leyenda, más o menos verdadera, de aquella princesa-vampira que creyó descubrir el elixir de la eterna juventud, en la sangre de las doncellas húngaras y Lucrecia Borgia se regodea históricamente en las relaciones triangulares e incestuosas entre el Papa Alejandro VI y sus hijos César y Lucrecia en plena Roma renacentista. Con Cuentos inmorales Borowczyk recrea cuatro épocas históricas a fuerza de brochazos decorativos, caricias con la cámara y un sin fin de primeros planos con encuadres tan forzados y artificiosos como originales. A Walerian Borowczyk le deberían levantar un monumento todos aquellos que aprovecharon sus películas para iniciar un romance tórrido con su mano derecha –o izquierda, en el caso de los zurdos–, como diría Francisco de Quevedo. Pero, en mi opinión, sería injusto liquidar su cine con cuatro frases despectivas.

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XV):
CUENTOS INMORALES

Herbert Zinnerman empezó su carrera formando parte del equipo de la candidatura de Bill Clinton a la presidencia de los Estados Unidos pero abandonó la política en cuanto el ex senador de Arkansas ocupó la Casa Blanca y Herbert pudo comprobar por sí mismo que no era cierto aquello de que un político tenía que empezar cada día desayunándose un sapo crudo.

- En realidad, el asunto sucede exactamente al revés - Contaba a los amigos - En cuanto te levantas ya has de arrastrarte como un sapo y tienes que tragarte a un político crudo, la mayoría de las veces de tu propio partido. Son los más indigestos.

Después aceptó el cargo de ayudante del fiscal del distrito para luchar legalmente contra el mafioso Bruno Matone, un tipo mantecoso que a sus cuarenta y cinco ya pesaba más de doscientas sesenta libras y parecía tener instalada una sauna privada bajo la piel. El capo Matone sólo mataba en última instancia y cuando no tenía más remedio. Había pactado con los altos mandos de la fiscalía un plan de ayuda mutua de tal manera que él procuraba controlar el índice de delincuencia por debajo del diez por ciento -un producto interior bruto que procedía en buena medida de su empresa- y el ministerio fiscal, a cambio, le dejaba regar tranquilamente las plantas de sus negocios ilegales porque, después de todo, daban de comer a mucha gente honrada.


Herbert sobrellevó aquel equilibrio inestable con la mínima dignidad imprescindible hasta que tuvo que vérselas en un juicio con la nueva defensa que había contratado Matone para solventar un asunto menor de apuestas ilegales. La abogada -porque era mujer- se llamaba Susan Matthews y había cursado sus estudios en las páginas de un guión de Hollywood. No le costó nada encandilar a los doce miembros sin piedad del jurado -todos de hombres, por supuesto- con la fugacidad de su minifalda, el agitado oleaje de su melena rubia platino y la abismal profundidad de su escote. Antes de presentar la primera prueba de cargo ante aquel tribunal presidido por el honorable juez Atckinson, Herbert ya había perdido el juicio. Se había enamorado de ella como Marco Antonio de Cleopatra, igual que Romeo de Julieta; lo mismo que casi todas nuestras mujeres en cuanto les guiñase un ojo George Clooney.

Sergio Coello

No hay comentarios:

Publicar un comentario