Creo que fue al escritor Manuel Vázquez Montalbán a quien le oí una vez comentar que a todo hombre le acaba llegando esa edad en que ya no le puede echar a nadie la culpa de los rasgos de su propia cara. Yendo un poco más lejos quizá podría decirse que, a partir de cierta edad, todos hemos pasado alguna vez por la experiencia de soportar en casa a unos invitados con mucha cara. Visitantes que no tienen prisa ninguna por marcharse porque miden en años-luz el tiempo que pierden en domicilio ajeno. Si por ellos fuera, esperarían sentados en tu porche la llegada del Juicio Final, donde lo más seguro es que Dios les acabase juzgando por pelmazos. Y condenándoles por haber ignorado en vida que el Todopoderoso sólo premia la vigilia cuando ésta no se practica a expensas del cansancio ajeno.
A veces, me pregunto si estos fulanos que hacen todo lo que pueden para que la madrugada se estanque siempre en alguna casa amiga ─distinta de la suya─ no sentirán una especie de miedo cerval a enfrentarse a la mañana siguiente. La mayoría de los anfitriones son ─somos─ lo bastante educados como para sufrir en silencio esta especie de hemorroides humanas y nos resignamos a soportar a esos conocidos cuyo sentido de la cortesía no va más allá de abstenerse de escupir en la mesa donde se comen el menú de la casa…de otro.
Pero como no hay mal que cien años dure, ni alma que lo aguante, tarde o temprano esta gente acaba encontrándose con la horma de su zapato. Al final, siempre llega una noche en la que algún anfitrión les hace comprender que no se puede ir por la vida pensando que el tiempo y los amigos están ahí para dilapidarlos juntos, a chorro y en sesión continua. Unas copas de más, una discusión tonta, una palabra más alta que otra y ese remate final en plan hasta aquí hemos llegado, puerta, que lo sentimos mucho pero mañana tenemos que madrugar.
De la generosidad, ya se sabe, no todos tenemos la misma idea. El marido esquimal se ofendía bastante antaño cuando no aceptabas a su esposa como “animal de compañía para pasar la noche” si le visitabas en su igloo en alguna de aquellas excursiones que se hacían al Polo Norte, al poco tiempo de que el explorador Robert Peary plantara en la nieve la bandera estadounidense. Ceder la propia esposa al invitado como muestra de cortesía es una idea extremista del buen recibimiento pero seguramente menos dañina que su simétrica. Y es que conozco a algunos españoles que creen haber cumplido contigo de sobra si después de darte un pisotón se aguantan las ganas de exigirte de inmediato la devolución del polvo de su suela que se ha quedado sobre tu zapato.
«Vamos a acostarnos que esta gente se tendrá que ir». Sentenció el anfitrión dando por concluida la visita pelmaza.
ResponderEliminarPaco cervantes.