Tatuaje
La banda sonora de mi primera infancia incluye una serie de Fourier compuesta de coplas de la época (años cincuenta) en las tempraneras voces de mis vecinas. Mi madre, en cambio, prefería escuchar las canciones rancheras de Miguel Aceves Mejías y los boleros de Machín, que reinaban en su emisora favorita. De la copla española se ha dicho de todo: que era republicana, franquista, sublime, folclórica, reaccionaria, marginal y hasta que era una música hecha exclusivamente para adorno de mariconadas.
Concha, la de los baúles de la Piquer, fue una señora de armas tomar que se largó a vivir con un torero casado y se atrevió a ponerse flamenca en presencia de Franco y hasta de su mujer, la heredera de los Polo de toda la vida ovetense. Yo creo que Concha Piquer triunfó en aquella España de la posguerra por puro contraste; porque era una transgresora a la hora de vivir dentro de un país deprimido en el que también acabaron perdiendo la guerra muchos de los vencedores. Se fue a Estados Unidos con dieciséis años, debutó en Broadway antes de cumplir los veinte, posó medio desnuda para las portadas de las revistas americanas y dispuso de carné de conducir cuando la mayoría de las españolas que podían ser su madre apenas tenían un misal en una mano y una escoba en la otra. En su voz magistral, llena de matices, uno puede rastrear los sonidos de esa dureza metálica que hay en el bronce y hasta el susurro de la ropa interior desgarrada. A su garganta le debemos el recuerdo inolvidable de canciones inmortales compuestas por ese trío ─una especie de Queen de su tiempo─ que se llamó Quintero, León y Quiroga.
Sucede, sin embargo, que Tatuaje es otra cosa. Con letra de Rafael de León, el poeta más lorquiano de todos los que sobrevivieron al autor del Romancero gitano, cuenta una historia ─en primera persona y a ritmo de tango─, cuya protagonista es una alcoholizada prostituta de los puertos que se enamoró fatalmente de un marinero después de hacerle un servicio. Dicen que la Piquer no sólo cantaba esta canción, también acercaba peligrosamente el fuego a la gasolina del escenario, con un pitillo encendido en los labios desde que sonaban los primeros compases de la canción.
Una vez le escuché decir a Carlos Cano en el Teatro Monumental de Madrid que la Piquer no cantaba sólo con la garganta; “Como todas las verdaderamente grandes ─Billie Holliday, Edith Piaf, Amalia Rodríguez, Cesárea Évora─, ella era de las que además cantaban con el coño. No había más que escucharla en Argentina, donde hasta su propio nombre cobraba la verdadera dimensión de su arte.”─ Remató el granadino, antes de empezar a cantar él en directo.
Concha, la de los baúles de la Piquer, fue una señora de armas tomar que se largó a vivir con un torero casado y se atrevió a ponerse flamenca en presencia de Franco y hasta de su mujer, la heredera de los Polo de toda la vida ovetense. Yo creo que Concha Piquer triunfó en aquella España de la posguerra por puro contraste; porque era una transgresora a la hora de vivir dentro de un país deprimido en el que también acabaron perdiendo la guerra muchos de los vencedores. Se fue a Estados Unidos con dieciséis años, debutó en Broadway antes de cumplir los veinte, posó medio desnuda para las portadas de las revistas americanas y dispuso de carné de conducir cuando la mayoría de las españolas que podían ser su madre apenas tenían un misal en una mano y una escoba en la otra. En su voz magistral, llena de matices, uno puede rastrear los sonidos de esa dureza metálica que hay en el bronce y hasta el susurro de la ropa interior desgarrada. A su garganta le debemos el recuerdo inolvidable de canciones inmortales compuestas por ese trío ─una especie de Queen de su tiempo─ que se llamó Quintero, León y Quiroga.
Sucede, sin embargo, que Tatuaje es otra cosa. Con letra de Rafael de León, el poeta más lorquiano de todos los que sobrevivieron al autor del Romancero gitano, cuenta una historia ─en primera persona y a ritmo de tango─, cuya protagonista es una alcoholizada prostituta de los puertos que se enamoró fatalmente de un marinero después de hacerle un servicio. Dicen que la Piquer no sólo cantaba esta canción, también acercaba peligrosamente el fuego a la gasolina del escenario, con un pitillo encendido en los labios desde que sonaban los primeros compases de la canción.
Una vez le escuché decir a Carlos Cano en el Teatro Monumental de Madrid que la Piquer no cantaba sólo con la garganta; “Como todas las verdaderamente grandes ─Billie Holliday, Edith Piaf, Amalia Rodríguez, Cesárea Évora─, ella era de las que además cantaban con el coño. No había más que escucharla en Argentina, donde hasta su propio nombre cobraba la verdadera dimensión de su arte.”─ Remató el granadino, antes de empezar a cantar él en directo.
Aún no me he explicado cómo pudieron colarle ese golazo a la censura nacional-católica El balón entró por el centro de la portería, atravesando la barriga de un guardameta que seguramente se había enamorado locamente de la pelota. Y es que los versos de Tatuaje exaltan sentimientos castigados y proscritos hace cuatro días, como quien dice. Y acentúan el perfil de una mujer de vida tormentosa que chapotea en el fango y escupe contra ese cielo de catecismo que fijaban los cánones morales de aquel tiempo. En realidad, se trata de una breve novela “negra”, musical y portuaria, en la que hay un desaparecido y un cadáver de mujer que aún respira mientras va cayendo cada vez más bajo, de pozo en pozo.
Hay versiones magníficas. La de Sara Montiel –con esa voz de humo pecaminoso y turbio que se inventó mi paisana para Fumando espero y Ven y ven─, la de Rocío Jurado ─poderosa, arrebatada; a toda vela─ y la de Pasión Vega, una tonadillera contemporánea que podría ser la Barbra Streissand española a poco que quisiera. Salvando las distancias, naturalmente, que son océano-atlánticas y nunca mejor dicho.
Eso sí, una vez que se te ha puesto la piel de gallina con el Tatuaje de la Piquer, éste ya no se te borra jamás. Ni aunque te despellejen.
Él vino en un barco, de nombre extranjero
lo encontré el puerto un anochecer,
cuando el blanco faro sobre los veleros
su beso de plata dejaba caer.
Era hermoso y rubio como la cerveza,
el pecho tatuado con un corazón,
en su voz amarga, había la tristeza
doliente y cansada del acordeón.
Y ante dos copas de aguardiente
sobre el manchado mostrador,
él fue contándome entre dientes
la vieja historia de su amor.
“Mira mi brazo tatuado
con este nombre de mujer,
es el recuerdo de un pasado
que nunca más ha de volver.
Ella me quiso y me ha olvidado,
en cambio, yo, no la olvidé
y para siempre voy marcado
con este nombre de mujer.”
Él se fue una tarde, con rumbo ignorado,
en el mismo barco que lo trajo a mí
pero entre sus labios se dejó olvidado,
un beso de amante, que yo le pedí.
Errante lo busco por todos los puertos,
a los marineros pregunto por él,
y nadie me dice si esta vivo o muerto
y sigo en mi duda buscándolo fiel.
Y voy sangrando lentamente
de mostrador en mostrador,
ante una copa de aguardiente
donde se ahoga mi dolor.
Mira su nombre tatuado
en la caricia de mi piel,
a fuego lento lo he marcado
y para siempre iré con él.
Quizá tú ya me has olvidado
en cambio, yo no te olvidé
y hasta que no te haya encontrado
sin descansar te buscaré.
lo encontré el puerto un anochecer,
cuando el blanco faro sobre los veleros
su beso de plata dejaba caer.
Era hermoso y rubio como la cerveza,
el pecho tatuado con un corazón,
en su voz amarga, había la tristeza
doliente y cansada del acordeón.
Y ante dos copas de aguardiente
sobre el manchado mostrador,
él fue contándome entre dientes
la vieja historia de su amor.
“Mira mi brazo tatuado
con este nombre de mujer,
es el recuerdo de un pasado
que nunca más ha de volver.
Ella me quiso y me ha olvidado,
en cambio, yo, no la olvidé
y para siempre voy marcado
con este nombre de mujer.”
Él se fue una tarde, con rumbo ignorado,
en el mismo barco que lo trajo a mí
pero entre sus labios se dejó olvidado,
un beso de amante, que yo le pedí.
Errante lo busco por todos los puertos,
a los marineros pregunto por él,
y nadie me dice si esta vivo o muerto
y sigo en mi duda buscándolo fiel.
Y voy sangrando lentamente
de mostrador en mostrador,
ante una copa de aguardiente
donde se ahoga mi dolor.
Mira su nombre tatuado
en la caricia de mi piel,
a fuego lento lo he marcado
y para siempre iré con él.
Quizá tú ya me has olvidado
en cambio, yo no te olvidé
y hasta que no te haya encontrado
sin descansar te buscaré.
Hay versiones magníficas. La de Sara Montiel –con esa voz de humo pecaminoso y turbio que se inventó mi paisana para Fumando espero y Ven y ven─, la de Rocío Jurado ─poderosa, arrebatada; a toda vela─ y la de Pasión Vega, una tonadillera contemporánea que podría ser la Barbra Streissand española a poco que quisiera. Salvando las distancias, naturalmente, que son océano-atlánticas y nunca mejor dicho.
Eso sí, una vez que se te ha puesto la piel de gallina con el Tatuaje de la Piquer, éste ya no se te borra jamás. Ni aunque te despellejen.
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